Se secan las patateras y llega el momento de
pasar la reja del arado para, después, apañar sus frutos. En los pueblos
pequeños, como este mío, es así como se sacan del suelo las patatas. Sudando
sobre los terrones adustos y ásperos. Alguien me comenta que también los
pepinillos y las castañas exigen doblar la espalda e hincar las piernas. Pero
esos trabajos los desconozco: esta no es tierra para el castaño y, desde luego,
nunca recolectamos los pepinos antes de tiempo. Por cierto, este año está
siendo extraordinario para ellos y para los calabacines. Recogemos herradas
enteras. Los tomates van tardíos, pero están riquísimos igualmente.
Supongo que las playas estarán atestadas de
gentes y las ciudades medio vacías. Hay quienes se sienten infelices sin el
orden y las rutinas de la vida profesional. Yo les invitaría a mi huerta, que
exige constancia. ¿Para qué las vacaciones si les repugna la vida sin horarios,
todos penosos, y sin responsabilidades, tan absurdas a veces? Admito que, por agosto,
las personas nos volvemos mediocres. Incluso en el vestir, porque no puede
tildarse de ninguna otra manera esa costumbre gregaria de salir a la calle en
chanclas. Me invaden pensamientos negruzcos cuando las veo, quiero pisar todos
los dedos, tan feos e impares. Pero el descanso, la lectura (siempre hay libros
pendientes, algunos desde el nacimiento), las faenas en el jardín o los
trasiegos en las orillas del mar, la religión de las albercas de agua clorada
donde se zambullen los niños, todo ello conforma un orden alternativo, místico
casi: cuántos agostos recuerdo en mi vida y qué pocos febreros.
La España menguante no contiene aromas a
paella, ni afanosos mozos sirviendo mesas con temporalidad de reloj suizo. Tampoco
filtros estúpidos de Instagram o fotos de rostros transformados con orejas de
burro y hocicos de rinoceronte. Lo llaman tecnología y suena incluso importante
cuando se echa la cuenta de los euros que vale. Pero es subdesarrollo, la
insignificancia de haber olvidado que hace décadas teníamos un huerto y se segaba
a mano con las hoces y que es en verano cuando más se trabaja. Luego dicen que
en agosto hay fiestas en los pueblos: se celebraban al finalizar la cosecha y
los cuerpos, molidos y desbaratados, buscaban risas y goces merecidos. Lo de
ahora es una burda patraña de chocolateros y veraneantes con risas idénticas a
las del fin de semana.
Se agostan los campos, sí, pero más se agostan las
almas urbanitas