Comenta un lector mi última columna. No le encanta
mi malquerencia hacia el turisteo. Aprovecha, además, para enviarme la célebre
fotografía de Nirmal Purja con decenas de alpinistas haciendo cola,
pacientemente, en el último tramo antes de coronar el Everest, porque cree que desconozco
tal fotografía y que ha de producirme pavor. Ignora que ya la había visto: hace
tiempo. Creo haber hablado de ello en alguna columna, pero no lo recuerdo y me
siento perezoso para efectuar una búsqueda. Será que me repito cada año por
estas fechas (¿acaso usted no lo hace?). En cualquier caso, por este lector me
siento obligado a recordar que no me molesta el turista, sino quienes explotan
miserablemente a ese turista que, en la mayoría de las ocasiones, o bien ignora
estar siendo explotado o simplemente lo acepta porque es lo que hay.
Que una larga fila de alpinistas espere pisar
la cumbre de la montaña más elevada del planeta es de lo más normal, aunque no
sea turismo low-cost. Hace una semana, en Finisterre, ese lugar emblemático de la
Costa da Morte gallega que hace varias décadas era un lugar inhóspito, pude
horrorizarme con la tópica proliferación de tiendas con regalitos y otros
enseres inútiles, bien acompañadas de bares y un asfalto facilitador (el
turista es indolente) y de trastos, ropas y basuras desperdigadas por toda la
extensión visitable del célebre cabo. Tanto en el Himalaya como frente al Atlántico
uno puede deleitarse con el imperecedero azul del cielo o la imponencia del mar bravío (para todos es la representación de lo sublime), pero no lo
parece tanto si no lo ensuciamos todo y no se asfalta el camino. Y no me vengan
diciendo que ustedes no son así, que anhelan otros afanes. No les pienso creer
ni una palabra de lo que digan.
Sea en el Everest o en Galicia, e incluso en
las estepas mongolas, siempre encontrará una horda de turistas que lo estropeen
todo mientras hacen fotos para el Instagram (dudo que quede alguno que se absorba
contemplando el paisaje con los ojos desnudos). Y tras ellos, los tour
operadores. Y la hostelería y demás industria de servicios. Por ese motivo se
colapsan las plazas, los museos, los pueblecitos blancos y las cumbres
borrascosas. Todo el mundo quiere ir a todas partes pese a quien pese.
La semana pasada hablaba de la soledad y el
silencio estivales. estoy cada vez más convencido a estas alturas de que solo se encuentra en
mi pueblo. Y en Altamira (que la cerraron al público).