Ayer, mientras disponíamos las sepulturas del
camposanto, llovía suavemente. Los cielos se tornaron macilentos y afligidos en
la víspera del Día de Difuntos. Una vecina, que nos contemplaba remover con el
zacho los terrones amazacotados, se lamentaba de que la lluvia malograría las
flores. No se queje, repuse, no tenemos razón alguna para protestarle a la
meteorología: bien caída es esta agua. Colocamos el centro más bonito y lozano,
con plantas del jardín que florece en el corral, sobre la tumba de mi padre, al
pie del muro. Los restantes arreglos: donde enterramos a mi abuela, a mi abuelo
(quien descansa junto a mi tío) y la hermana mayor de mi madre. También coloqué
un ramo de flores blancas en la tumba de Serafín, cuyos sobrinos la mantienen
imperturbable durante el año con horribles flores de plástico.
Eché un vistazo al resto de enterramientos.
La gran mayoría yacen olvidados, como se evidencia en las muchas tumbas
desaseadas y mohínas. Algunas son vergonzosamente recientes. La España
menguante comenzó a disminuir en la memoria de los vivos mucho antes de que lo
hicieran sus ilusiones. Las sepulturas más antiguas datan de los tiempos de la
posguerra. El cementerio fue removido durante la fratricida contienda por
razones que nadie recuerda. En el pueblo vecino los republicanos fusilaron a
grupos de agricultores contrarios al Gobierno y los trajeron a enterrar al mío.
Nadie sabe dónde se encuentran. Tampoco queda nadie que reclame sus huesos. Ha
de ser terrible saber que un antepasado tuyo fue masacrado sin contemplaciones
en algo tan monstruoso como una guerra civil.
Celebré en su momento (hace 17 años ya) la unanimidad
del reconocimiento moral a quienes padecieron la represión franquista. No puedo
celebrar el espectáculo de la exhumación de Franco del inmenso cementerio que
es el Valle de los Caídos, donde yacen decenas de miles de personas de ambos
bandos, y al que la propia Ley de Memoria Histórica obliga a ser gestionado
conforme a las normas aplicables a los lugares de culto y los cementerios
públicos. Es lamentable que hayamos presenciado, nuevamente algunos, el sepelio
del dictador. Nadie pensó en el sigilo o en las leyes.
El cementerio de mi pueblo acabará consumido por la
naturaleza una vez que la memoria de las gentes olvide que una vez existió. Espero
que le suceda lo mismo al del valle de Cuelgamuros porque significará que se
habrán tomado decisiones con criterio, y no precisamente el partidista.