viernes, 22 de octubre de 2010

Redes insociables

La gente habla de Internet y de las redes sociales como si se tratase de una misteriosa confabulación masónica de alcance desconocido, como de un arcano esotérico. La gente suele referirse a Internet como “este medio”: de repente se le ha convertido en algo que sirve para una finalidad concreta (aunque no se sepa muy bien cuál es). Pero si se piensa detenidamente, no es muy distinto Internet de las aceras de nuestras calles. Ha sustituido a las cabinas telefónicas y los buzones postales que en ellas se encontraban, y ha modernizado bastante la función de listín telefónico de las páginas blancas de toda la vida. La diferencia es que en Internet puedes alcanzar la gloria, la fama, la miseria, la difamación, la estupidez e incluso la muerte cerebral.
A mí me gusta la capacidad enciclopédica que tiene la conexión de todos los circuitos integrados del mundo formando un único banco de memoria (no siempre veraz). No me gusta, en cambio, el barullo de las redes sociales. Se han vuelto famosas porque sus creadores se han vuelto muy ricos y muy famosos (parece increíble que el mercado siga premiando suculentamente las cuestiones intangibles, pero ésta es otra historia). Pero, sobre todo, porque ha permitido desarrollar el sentimiento de “ser alguien” hasta límites insospechados. Lo apuntaba arriba con la lista de cosas que uno puede llegar a ser (sin ser realmente nada).
No tengo nada claro que todo esto nos haga más libres de lo que ya éramos. Como en cualquier otra actividad humana masificada hasta el límite, Internet se ha convertido en un pozo de necesidades angustiosas. Hace unas semanas me desconecté de facebook, del blog, de todo. Quise regresar a la pureza del mundo que no se deja influir por el vocerío. La conclusión fue obvia: llovió primero torrencialmente en forma de preocupación ajena y algunos aprovecharon para urdir contubernios inaceptables (qué peligro tiene eso de permitir que cualquiera diga lo que le venga en gana…). Pero pronto me difuminé en la bruma del silencio, donde nadie me molestaba y yo no me sentía preocupado por la red. Encontré la satisfacción que ya me dio, en su momento, la ausencia de televisor en casa. Qué paz, qué dicha más inmensa, qué feliz con mis cosas hechas a la usanza acostumbrada durante siglos, sin atisbo alguno de esclavitud informacional, la que proporcionan las verdades a medias, las mentiras enteras y las opiniones extremas… Pruébenlo. Quizá lo necesiten. Y no lo saben aún.