Qué mansa y calladita entra la Navidad de este año. Con qué
mustia serenidad parece instalarse en el rincón más recoleto de los hogares.
Parece aún dormida, amodorrada junto al fuego, encima de la mecedora, sin
perturbar el ánimo de quienes se avían con los preparativos.
Arranca en la Nochebuena el tiempo de la inocencia. Nace un
niño en ella. Nada tan frágil, bello y
jubiloso como un niño recién nacido. Poco importa que sea Dios o no lo
sea. Es un niño, y con ello basta. No hay poesía más perfecta, ni elegía más
hermosa que la de su sencillez encarnada, sus mejillas sonrosadas, sus
parpaditos cerrados, su respirar confiado contra el seno materno. Y qué
magnífica la paradoja y el aparente contrasentido: los humanos nos convocamos una
vez al año alrededor de la mesa, en familia, con los nuestros, sin otra excusa
que haber nacido un niño. Con ella nos alzamos por encima de las desgracias y
sinsabores.
Cuán grande e inmensa es la necesidad humana de elevarse
por encima de las miserables circunstancias. Y de qué manera tan atroz nos
duelen las pérdidas sufridas, y cómo nos ofusca aquello que desvía la sencillez
infantil hacia el oropel rampante y ordinario de nuestras vidas (el dinero).
Tan sólo por estas dos circunstancias conozco a muchísimas personas que dicen
sentirse disgustadas con la Navidad. Aun con todo, también hubo alguna vez una
Navidad para ellas. Solo que la han olvidado, o se empeñan en ello.
Quiero, para todos, la Navidad más sencilla, la menos
luminosa, la menos brillante, pero la más cálida y de más amor llena. Vivimos
tiempos atribulados. Los pocos que lo poseen todo nos tienen confiscada la
alegría. Los muchos que poco poseemos, tenemos la sonrisa en fuga. Son momentos
de oscuridad e incertidumbre. Pero ese niño nace lo mismo en la bonanza que en
la desdicha. Y no lo hace en un portal humilde, ni al comienzo de nuestra era.
Nace hoy en nuestros recuerdos y en nuestros deseos, en nuestro pasado
acumulado y en el futuro incierto. Nace porque necesitamos que nazca, porque
sin Navidad no existiría este mundo.
Por eso me gusta tanto esta Navidad mansa y silenciosa que
ha llegado, instalándose sin armar mucho jaleo en un rinconcito cálido y
acogedor del hogar. Sabe que afuera hace frío y que suena el ruido de las preocupaciones.
Por eso, adormecida junto al fuego, la Navidad espera pacientemente a que se
reúna la familia para que puedan olvidar por un instante siquiera, junto a
ella, las desdichas.