Tenemos unas magníficas autovías y autopistas por las que
muchos conductores no circulan a la velocidad máxima permitida. Los vehículos
que por ellas transitan son potentes, robustos, fiables, cómodos.
Las carreteras se han ido adaptando a las evoluciones
tecnológicas. Nadie compra un coche con aros o estrellas para discurrir
somnolientamente por caminos trazados a la vera de un río: en cada recodo, por
bello que sea, puede surgir un inconveniente, un estorbo, una sorpresa. En
ocasiones no queda otro remedio: queremos visitar los inhóspitos lugares que parecen
estar lejos de la civilización, aunque tengan hoteles rurales, camping y
restaurantes (nos parecen, precisamente, inhóspitos, porque ya solamente sabemos
de asfalto y retenciones y calles y muchos, muchísimos coches por doquier). Y a
ellos se accede habitualmente por asfalto estrecho y con muchas curvas, desde
el punto en que la autovía se niega a proseguir.
La DGT no desea que vayamos tan rápido. Permite que adquiramos
vehículos rapidísimos, que se levanten carreteras adaptadas a la fiabilidad
tecnológica de la rapidez, pero mantienen sus límites en 120. Dichosa cifra. Allá
por 1974, se estableció la velocidad máxima en 130. La crisis del petróleo la
redujo a 100. Y en 1981 se alzó hasta lo que marcan los redondeles de las autopistas.
Dicen, los de la DGT, que subir ese límite hasta 130 supondría un 30% más de
víctimas por accidente en carretera. Si es así de espeluznante, no me explico
por qué no reducen el límite de inmediato a 100: pienso que con gozo
celebraríamos todos, una reducción porcentual parecida de accidentes de tráfico.
Mi opinión es que nos engañan, de manera interesada: siempre hay un informe que
avala con exactitud lo que se dice (de igual modo, siempre hay un informe que asegura
justo lo contrario y con parecida exactitud).
A mí, personalmente, esta cuestión (y otras parecidas) me
da lo mismo. Velocidad, tabaco, antibióticos, toros… Todo son prohibiciones que
provienen de leyes que aburridamente se inventan nuestros aburridos mandamases.
Y como no me apetece enfrentarme a nadie, circularé a 120, no fumaré nada,
acudiré al médico para que me recete, dejaré de bostezar con el astado… Menudo
ácrata soy: no combato nada. Me vence la indolente cobardía del sistema. Todo
lo más, pisaré algo el acelerador cuando vea la autopista despejada y el GPS no
anuncie un radar. No por llegar antes, sino por echar una risotada de pura
satisfacción.