viernes, 20 de agosto de 2010

Incendios de verano

No hace mucho tiempo, Portugal ardió. De arriba abajo. El fuego perpetró, unos pocos años atrás, la mayor calcinación de bosques que se recuerda en el país luso. Este mes de agosto, con religiosa periodicidad, las llamas han vuelto a arder en varias de las regiones de nuestros vecinos (al menos, vecinos míos: estoy de vacaciones muy cerca de su frontera).
Hay en el fuego un misterio inmenso, inmarcesible. La sequedad de los pastos y bosques, característica de los meses estivales, alimenta el estrepitoso crepitar de las llamas, que no conocen descanso y acaban consumiendo todo lo que encuentran a su paso. Los aromas a arboleda, bajomonte y retama, tras un incendio, dan paso a la calcinación, el humo espeso, el negro olor a quemado. En estas vastedades asoladas, de aspecto afín a como ha de ser el infierno de la inconsciencia, puede surgir nuevamente la vida. Lentamente. Sacrificadamente. Le cuesta tanto, es tanto el tiempo que necesita la tierra para regenerarse, que debemos echarle una mano.
Es habitual ya contemplar bosques repoblados, repletos de frescura y vida. Es una de las labores más loables que pueda imaginarse. Y es loable porque se da la circunstancia de que esos incendios devastadores, en su gran mayoría son provocados. Con esta palabra quiere decirse que no ocurren espontáneamente porque los bichos de los montes jueguen con palitos a provocar chispazos. Unas veces, es la propia desidia e indolencia humana quien los inicia. Otras muchas, acaso las más, son el egoísmo y la avaricia quienes deciden cebarse con los bosques.
Nunca he entendido del todo bien los motivos que puede tener alguien para querer quemar los árboles. Puede suceder que muchos pirómanos sean enfermos mentales, incapaces de sobreponerse a su obsesión crematoria. O acaso sean interesados que buscan sacar provecho de la madera calcinada, pero extraña que las leyes dejen abierta una puerta tan ominosa. Pero hay quienes dicen disfrutar de la naturaleza, y son incapaces de llevarse una fiambrera (tupper, que se dice ahora) o un bocata, para comer con simplicidad a la orilla de un arroyo: por ellos se han construido una enormidad indecente de merenderos y barbacoas, riesgo absurdo en los montes, por más que los pinten de seguridad.
Uno quisiera ver siempre los bosques lozanos, frondosos, naturales, umbríos, con su maravilla de aromas y sonidos en armoniosa concordancia. Pero el verano, el progreso y la estupidez humana en ocasiones los quema.