viernes, 5 de noviembre de 2010

Paseando por Munich

Ando un tanto desaparecido esta semana. La razón no es otra que un viaje que he debido realizar a Munich, la ciudad que los italianos llaman Mónaco de Baviera. Me cubre un cielo demasiado imprevisible y una ciudad bordeada de nieves y planicies frías. Por aquí, en alguna parte, se encuentran nombres bastante comunes entre nosotros: BMW, Siemens... Muchos la reconocerán por el equipo de fútbol, uno de esos titanes de presencia sempiterna en los calendarios de tantos forofos balompédicos como hay en este mundo.
Les escribo tras haber disfrutado de una velada muy agradable en la célebre Hofbräuhaus München, una suerte de enorme cervecería fundada en tiempos de Guillermo V, Duque de Bavaria, cuya sed de cerveza (dicen) era sencillamente homérica. En tiempos más modernos, y más oscuros también, Hitler pronunció uno de sus tristemente célebres discursos ante miles de personas. Pero hay detalles de la Historia que acaso sea mejor disimular…
Los alemanes, como siempre me los he topado, son un pueblo amable, atento, silencioso, educado, ahorrador y bienintencionado. Sorprende la delicada funcionalidad de sus edificios, entremezclados de elegancia y sobriedad. También sus calles limpias. Sus lugares bien conservados. Sus maneras comedidas. Sorprende, de alguna manera, lo que una vez fueron, y lo que hoy en día ya son. A mí me causa una envidia enorme el modo de vida de los alemanes.
Siempre me pasa lo mismo. Salgo de España y encuentro un mundo que me gusta más, que me atrae más, que me parece más maduro y mejor educado. Entonces me pregunto cuáles son  las raíces que me unen no sólo al lugar del cual procedo (si es que procedo de alguna parte), sino al lugar al que estoy inequívocamente unido. Se trata de una unión que quisiera romper, destrozar, de la que quisiera liberarme. Entonces acudo a esos discursos tan grandilocuentes, tan ensalzadores de una Historia menor, casi ridícula en el devenir humano, y los encuentro tan vacíos como falsos. Mi mundo es el mundo entero, el planeta en su totalidad, o al menos los lugares del mismo en los que soy bienvenido y recibido sin estridencias.
Los ciudadanos de Munich hablan, dicen, un dialecto, y poco se parecen a sus vecinos de Bremen o Berlín. Pero todos ellos juntos, porque estar juntos es importante, consiguen día a día ese milagro del que los viajeros (que no turistas) nos maravillamos. Sin recetas. Pero sin falsas esperanzas sobre un futuro que no existe, ni existirá jamás.