Ando un tanto desaparecido esta semana. La razón no es otra
que un viaje que he debido realizar a Munich, la ciudad que los italianos
llaman Mónaco de Baviera. Me cubre un cielo demasiado imprevisible y una ciudad
bordeada de nieves y planicies frías. Por aquí, en alguna parte, se encuentran
nombres bastante comunes entre nosotros: BMW, Siemens... Muchos la reconocerán
por el equipo de fútbol, uno de esos titanes de presencia sempiterna en los calendarios
de tantos forofos balompédicos como hay en este mundo.
Les escribo tras haber disfrutado de una velada muy
agradable en la célebre Hofbräuhaus München, una suerte de enorme cervecería
fundada en tiempos de Guillermo V, Duque de Bavaria, cuya sed de cerveza (dicen)
era sencillamente homérica. En tiempos más modernos, y más oscuros también,
Hitler pronunció uno de sus tristemente célebres discursos ante miles de
personas. Pero hay detalles de la Historia que acaso sea mejor disimular…
Los alemanes, como siempre me los he topado, son un pueblo
amable, atento, silencioso, educado, ahorrador y bienintencionado. Sorprende la
delicada funcionalidad de sus edificios, entremezclados de elegancia y
sobriedad. También sus calles limpias. Sus lugares bien conservados. Sus
maneras comedidas. Sorprende, de alguna manera, lo que una vez fueron, y lo que
hoy en día ya son. A mí me causa una envidia enorme el modo de vida de los
alemanes.
Siempre me pasa lo mismo. Salgo de España y encuentro un
mundo que me gusta más, que me atrae más, que me parece más maduro y mejor
educado. Entonces me pregunto cuáles son
las raíces que me unen no sólo al lugar del cual procedo (si es que
procedo de alguna parte), sino al lugar al que estoy inequívocamente unido. Se
trata de una unión que quisiera romper, destrozar, de la que quisiera
liberarme. Entonces acudo a esos discursos tan grandilocuentes, tan
ensalzadores de una Historia menor, casi ridícula en el devenir humano, y los
encuentro tan vacíos como falsos. Mi mundo es el mundo entero, el planeta en su
totalidad, o al menos los lugares del mismo en los que soy bienvenido y
recibido sin estridencias.
Los ciudadanos de Munich hablan, dicen, un dialecto, y poco
se parecen a sus vecinos de Bremen o Berlín. Pero todos ellos juntos, porque
estar juntos es importante, consiguen día a día ese milagro del que los
viajeros (que no turistas) nos maravillamos. Sin recetas. Pero sin falsas
esperanzas sobre un futuro que no existe, ni existirá jamás.