viernes, 31 de diciembre de 2010

Que cambie todo

Acaba el último año de la primera década del XXI con terribles presagios. Me desconciertan ya tantas cosas, que ni siquiera podría enumerarlas todas.
Una: las pensiones del mañana que sirven para resolver el acuciante problema de hoy. Un problema cuyo origen se encuentra única y exclusivamente en la desorbitada acumulación de riqueza y especulación de unos pocos. La riqueza de los países no se distribuye, no se reparte: se concentra en focos muy aislados y poderosos, tanto, que tienen mucho más poder que el de los gobiernos bajo cuya acción se supone que se encuentran. Y nadie les molesta. Y a todos nos toca pagar con impuestos y pobreza futura sus desvaríos e inagotables avaricias.
Otra: la inmensa y colosal ruina secesionista. Las gentes nos hemos vuelto nacionalistas de uno u otro bando. Por doquier proliferan los taifas, cada uno de nosotros desea verse coronado emperador o rey de su territorio. Nadie parece abrazar la unidad del Estado, y hemos creado una centrifugadora que sirve para ahondar en desequilibrios abismales y un despilfarro insoportable. Tanto en el centro como en las periferias. Y nadie parece poder parar esta locomotora sin freno.
Y aún más: dónde quedan la excelencia, los valores, la grandeza. Nos envuelve un mar absurdo de relativismos y sandeces, donde hasta un imbécil puede denunciar a un profesor por hablar del jamón y todos callamos las ganas de echarle a gorrazos de aquí. Somos unos cobardes silenciosos, acomodaticios. Del más joven al más viejo. En otros países la juventud se suma a las protestas por las pensiones, por las tasas universitarias. Aquí protestan porque les impiden beber en la calle. Y los adultos tampoco elevamos mucho la voz. Qué importa la ruina si todo ese rollo de la política parece un problema inabordable. Fantoches, estúpidos, alelados, los ciudadanos hemos renunciado al dominio de nuestras vidas, sometidos a un Estado expansionista y ruinoso que gasta a mansalva endeudándonos a todos, y encima se arroga el derecho de decirnos qué leer, qué escribir, qué soñar y qué defecar.
De verdad, ojalá cambie todo en 2011, siquiera una pizca, aunque no me conformaría con tan poco. Porque este camino no conduce a parte buena alguna. Pero mucho me temo que seguiremos todos caminando inexorablemente hacia el hundimiento total, por miedo y vergüenza a reaccionar contra lo que nos supera.
Qué ganas de alzar la voz y gritar: “Hagamos algo distinto”. ¿Quién se apunta?
Feliz Año.