Les hablo de la reciente polémica derivada de una frase contenida
en el último libro de Stephen Hawking. Me ha sorprendido el modo en que esa simple
frase (alegórica) ha levantado pasiones, inyectando una polémica (bastante sana)
en la prensa. He observado que los ateos suelen responder con cierta
prepotencia a las argumentaciones de la religión, pero no es menos cierto que
los creyentes tampoco se quedan atrás.
La ciencia proporciona conocimiento del mundo, pero no
dispone de dimensión ética: no sugiere cómo obrar o qué hacer para transformar
la realidad que examina. Desde este punto de vista, es incuestionable que la
ciencia no tiene respuesta para todas las preguntas que puede formularse el ser
humano. Y si esto es así, ¿para qué necesita negar la existencia de Dios? ¿Para
qué sirve tratar de desmontar la afirmación de que Dios es el creador del mundo
que conocemos? ¿Acaso porque la tesis de un creador de la naturaleza le parece
obscena? Qué ridiculez…
Su enfrentamiento es muy subjetivo: no hay dictado alguno
que obligue a la ciencia a responder aquello que no le concierne en absoluto.
Filosóficamente, como he dicho antes, es incluso contraproducente, porque hay
conceptos, como el de Dios, que responden al anhelo del individuo por responder
a cuestiones intrínsecas de su propia existencia. Personalmente me irrita mucho
la arrogancia de quienes, desde posiciones científicas, se empeñan en combatir
la religión como si fuese urgente desterrar la cuestión religiosa no solamente
del camino científico, sino de todo el ser humano. Muchos divulgadores
responden a este perfil, y exhiben un fundamentalismo tan soez como el que
combaten.
Siempre que me pregunta un creyente (y yo lo fui en algún
momento de mi vida), respondo lo mismo: la Creación y Dios, de existir ambos,
cosa que yo niego, han de ser muy distintas a lo que podamos siquiera concebir.
Los teólogos lo llaman trascendencia, y son sensatos cuando apartan la
necesidad de demostrar la existencia física de Dios (contumazmente la ciencia
les irá cerrando las puertas). Como ateo, creo en la no existencia de Dios,
pero ni quiero ni puedo demostrar tal cosa. Mis preguntas más profundas y
oscuras no necesitan de Dios. Y por descontado que se trata de preguntas a las
que la ciencia no sabe dar respuesta.
Yo seré ateo, y científico, pero Dios ha de estar más que
contento conmigo. Nuestra desconfianza mutua está teñida de una respetuosa
amistad. Al menos por mi parte.