Me complace mucho ver a mi hijo cada vez más independiente.
Tengo el privilegio de observar las evoluciones de su mente, que empieza a
desarrollarse y a definir una personalidad. El peque está cambiando, eso es
evidente. O mejor dicho, está formándose. Lo bonito de verle crecer es que se
trata de una mirada al futuro, es decir, a la vida.
Nos gusta el futuro porque nos gusta la vida y abominamos
de la muerte, a la que no desearíamos prestar ninguna atención. Sin embargo, el
ocaso de toda existencia es la muerte, y como se trata de un hecho
incontestable, desearíamos que estuviese vinculada al disfrute de una vejez
placentera y amable, cuando en realidad pocas veces lo está. La vejez es el
último de nuestros cambios. Pero ése no gusta, ese cambio da mala espina, por
ahí suelen rondar “el segador” y las enfermedades latosas. A nadie complace ver
cómo nuestros padres se vuelven viejos. Y supongo que mucho menos ha de
complacer que nos pase a nosotros mismos llegado el momento.
De entre todos los estadios de la vida humana, los de mayor
ternura y también los de mayor atención requerida son la niñez y la vejez.
Entonces, si es así, ¿por qué todo parece discurrir en contra de esta elemental
premisa? Trabajamos en pos del progreso y del avance de la sociedad, pero, ¿para
qué?, ¿para nuestro solo beneficio personal? Así parece. La sociedad (el
trabajo, el ocio) consume nuestro tiempo con avaricia, hasta tal punto que nos
suena raro, cuando no fastidioso, que se mencione eso de la obligación de cuidar
no a nuestros hijos, que de eso casi todo el mundo se ocupa, porque son una
ricura y la idea es verles crecer y educarles, sino a nuestros mayores. Porque cuidar
a los ancianos es harina de un costal muy diferente: no se concede meses de
permiso para atender a personas dependientes, apenas hay dinero para quienes se
ocupan de ello en el seno de la familia, la crisis hará que la tijera recorte
contundentemente la dotación presupuestaria prevista para la ley de dependencia,
y encima se trata de algo muy ingrato y difícil que a menudo precisa de
asistencia profesional, ¿o acaso no se han inventado para algo las residencias
(o asilos, como se llamaban antes)?
Yo le tengo un cariño infinito a quienes sacrifican su vida
por cuidar de los mayores. Suelen ser mujeres, algo ya habitual. El papel de la
mujer en la sociedad es tan inestimable y tan imprescindible que los varones solemos
hacer eso mismo: no estimarlo como se merece.