No hace sino un par de semanas, cenaba con un buen
amigo de Arrigorriaga y, a los postres, habiendo encendido un habano, que
armonizaba en los vapores de un buen brandy, le comenté aquello de que los
vicios matan. Me contestó, para mi estupefacción, que también el estrés es
nocivo, y en ninguna cajetilla se advierte de los riesgos de tener un jefe
gilipollas.
Aquel comentario evidenció en mi amigo una cara de
derrota realmente preocupante. Le pregunté qué le pasaba. Y me comentó que,
desde hacía varios meses, su vida era un infierno. La causa no era otra que el
autoritarismo destructivo y lacerante de su jefe. Un “imbécil desquiciado y
paranoico” (sic) empeñado en des-responsabilizar a sus empleados asumiendo todas
las decisiones, improvisar por desbordamiento, y crear un clima laboral horrendo
porque nunca, para su jefe, se acertaba con las ideas o los proyectos. “Es como
Darth Vader; le ves aparecer en la sala de reuniones y se te congela hasta el
alma”, me contó. “Y no es sino un asalariado más”.
Como algo sé de ese tema, y la empresa para la que
trabaja es conocida, le comenté que, con toda probabilidad, su jefe se
comportaba así porque se había deshumanizado. Seguramente al haber asumido su
jefatura como una “unidad de destino en lo universal” hacia la consecución de
objetivos e indicadores. Y cuando se confunde ser ejecutivo con creerse en
posesión de un conocimiento arcano capaz de sustituir el trabajo de todos los
empleados a tu cargo, entonces el proceso se enquista. Y ocurre lo que le ha
ocurrido a mi amigo. Ya lo comentaba recientemente un experto en RRHH: muchos
ejecutivos se agarran a los modelos de calidad para justificar que sean auténticos
cabronazos. Pueden ser excelentes gestores de números, pero no saben dirigir ni
tratar a las personas. No tienen talento. Y en el colmo de los despropósitos, incluso
les divierte su autoritarismo despiadado.
Aquel momento de la cena me hizo recordar una comida
reciente en la cocina de Arzak, invitado por un alto ejecutivo que sí posee un
enorme talento para el ejercicio del mando. Éste es un hombre admirable con
quien me hubiese gustado granjear una amistad más profunda. Reconocía que ese
lenguaje de diagramas, indicadores, tablas y tecnocracia no lo acababa de
entender. Y necesitaba rodearse de gente que sí lo dominase. El resultado es
obvio. La creciente deshumanización de la gestión empresarial aísla, cada vez
más, el talento de quien hace buen uso de las personas y logra que éstas
trabajen juntas y en unión… y felices.
El lunes recibí un correo electrónico de mi amigo. “He
dimitido, Javier. Qué paz y qué felicidad siento”. Por fortuna, aunque parezca
dificilísimo, es muy fácil desentenderse de las personas que destruyen.