Se acortan ya mucho los días. El verano languidece,
que diría el otro. Desde hace tiempo, el periodo estival acaba con el recuento
de las muertes cobradas por la carretera. Ya lo saben. Las vacaciones de agosto
se inician con merecimiento y terminan siempre en estadísticas. Son los números
de la muerte. Nadie hace números con la vida. Salvo al fisco, importa poco que
los seres humanos ejerzamos a diario lo que mejor sabemos hacer: estar vivos.
Las rutinas del trabajo y la familia forman parte de nuestra existencia. Y lo
queramos reconocer o no, una existencia dedicada al trabajo gusta poco. Por eso
vivimos mucho más en el descanso laboral. Por eso morimos también más cuando
regresamos al trabajo. No hay metáfora tan cruda. Quizá por ello me he fijado,
esta semana, en la muerte como asunto para esta columna.
Para mí, personalmente, éste será el verano en que
dejé de comenzar la lectura de un diario por detrás. Fallecido Umbral,
enterrada para siempre su prosa de placeres y de días, desapareció la
tradición. Pero su muerte no se escribió con la misma maestría que ejercía
Umbral en sus columnas. Tal vez porque su muerte la escribió otro.
Comprobé estos días que, también en eso de morir hay
más de una dialéctica. Asombrado me quedé con el impacto ocasionado por otra
muerte, la de un jugador de fútbol. Porque murió con sus botas de jugar
puestas, le convirtieron en símbolo. Inconcebible. Tenemos la vida inequívocamente
drogada por un opiáceo viejo, ese deporte llamado fútbol. Nos confunde hasta el
entendimiento. Y en tal confusión, queriendo dar relumbre a un deporte que ya
es religión, queriendo hacer de una muerte un estrellato, no logramos sino
otorgarle triste destino a quien el corazón se le detuvo. Y si no, acudan a la
hemeroteca, que todo esto es muy reciente. De Francisco Umbral se escribió, y
se sigue escribiendo, su vida. De Antonio Puerta, solamente su muerte.