viernes, 7 de septiembre de 2007

En el umbral de la puerta

Me escribe una lectora desde la otra parte del mundo. Adjunta a su correo electrónico una genial caricatura mía, como extraída de un episodio de los Simpson. Las gafas redondeadas, la barba imprecisa, la corbata independiente… Otra lectora, esta vez de Irún, me increpa con justeza y razón por lo mal que he escrito sobre los toros. Mientras tanto, mi pequeñajo, de dos años y medio, avanza en el ejercicio de lanzamiento de piedras contra las calmosas aguas de un estanque. Cada día alcanza más lejos, de vez en cuando sorprendentemente lejos. Por encima de ese estanque, en el cielo azul, limpio de nubes, transita un avión rumbo al Nuevo Mundo. Me despisto algo, porque me apetece, y no quiero asociar el paso del avión con el retorno a los quehaceres. Tiene aún momentos el estío para saborear muchos gustos, por insignificantes que parezcan.

Se acortan ya mucho los días. El verano languidece, que diría el otro. Desde hace tiempo, el periodo estival acaba con el recuento de las muertes cobradas por la carretera. Ya lo saben. Las vacaciones de agosto se inician con merecimiento y terminan siempre en estadísticas. Son los números de la muerte. Nadie hace números con la vida. Salvo al fisco, importa poco que los seres humanos ejerzamos a diario lo que mejor sabemos hacer: estar vivos. Las rutinas del trabajo y la familia forman parte de nuestra existencia. Y lo queramos reconocer o no, una existencia dedicada al trabajo gusta poco. Por eso vivimos mucho más en el descanso laboral. Por eso morimos también más cuando regresamos al trabajo. No hay metáfora tan cruda. Quizá por ello me he fijado, esta semana, en la muerte como asunto para esta columna.

Para mí, personalmente, éste será el verano en que dejé de comenzar la lectura de un diario por detrás. Fallecido Umbral, enterrada para siempre su prosa de placeres y de días, desapareció la tradición. Pero su muerte no se escribió con la misma maestría que ejercía Umbral en sus columnas. Tal vez porque su muerte la escribió otro.

Comprobé estos días que, también en eso de morir hay más de una dialéctica. Asombrado me quedé con el impacto ocasionado por otra muerte, la de un jugador de fútbol. Porque murió con sus botas de jugar puestas, le convirtieron en símbolo. Inconcebible. Tenemos la vida inequívocamente drogada por un opiáceo viejo, ese deporte llamado fútbol. Nos confunde hasta el entendimiento. Y en tal confusión, queriendo dar relumbre a un deporte que ya es religión, queriendo hacer de una muerte un estrellato, no logramos sino otorgarle triste destino a quien el corazón se le detuvo. Y si no, acudan a la hemeroteca, que todo esto es muy reciente. De Francisco Umbral se escribió, y se sigue escribiendo, su vida. De Antonio Puerta, solamente su muerte.