viernes, 13 de julio de 2007

Miedo aterrador

Comienzo de una plácida tarde en la playa. En cualquier playa. Calor de verano en Euskadi. Silencio de olas. Bravura de un mar que algunos temen. Risas de niños. Trasunto de gentes que se desplazan pausadamente sobre la arena. No hay prisa en sus gestos. Se respira una brisa cargada de salitre y humedad. Algunas nubes amenazantes. El sol transita por el orbe acortinado desde el mediodía. Murmullos de olas, arrullo de siesta sobre la arena. Se escucha una radio donde cuentan hechos muy extraños.

Se abre la puerta en una taberna. Una partida de mus. Los jugadores y sus naipes. Las piedras. Una copa de brandy, dos de pacharán, el cuarto no bebe sino vino, buen vino tinto de la rioja alavesa. El médico le ha prohibido que beba otra cosa. Un aromático habano se consume sobre un cenicero. Alguien apuesta a grande y pasa en chica. Hay murmuraciones y voces, como en cualquier bar del país. Se escucha una televisión donde cuentan hechos muy extraños.

Por todas partes se cuentan hechos muy extraños. Se anuncia un asesinato. Uno más, pero uno muy distinto. Todos los medios de comunicación bucean una información maldita entre representantes políticos, responsables policiales, el sentir de la gente, comentaristas sin ganas… Han secuestrado a un muchacho para chantajear al Gobierno. Se cumple el plazo señalado. La sombra de la muerte ya alcanza el final de una sinrazón angustiosa.

Yo no sé ustedes, pero aquel día, hace diez años tal 12 de julio como hoy, yo sentí un miedo espantoso. Miedo porque vi correr seres fantasmagóricos por el mundo. Miedo porque vi a las gentes esconderse tras ventanas y puertas, contemplando horrorizadas la sangre por las calles. Pensé que acechaba la muerte en cada esquina, en cada vivienda. No hubo luna en el cielo, aquella noche. Ni titilaban las estrellas. Las nubes eran todas grises, y surcaban ciegas, reptantes, el vacío firmamento teñido de rojo sangre. Aquel sábado 12 de julio no cantaban en los árboles los pajarillos cantantes. Sólo volaban buitres, con sus ojos asechantes, para arrancarnos el alma a todos los mortales que, muriendo Miguel Ángel Blanco, moríamos con él.

Aquella jornada, lo confieso, sentí un pánico terrible. Me dio igual que se proclamase la fuerza de la razón y del estado de derecho. Me dio igual escuchar las tonterías de siempre o mirar las caras de los que nunca hacen nada, salvo hablar. Me dio igual todo. Yo sentía un martilleo constante en mis sienes, donde tronaba cada latido de sangre bombeado por mi corazón. Porque no era mi sangre la que escuchaba, sino la de un pobre muchacho, roto y destrozado, padecedor de un sufrimiento atroz como ninguno que discurrirse pudiera, a quien iban a encañonar sin piedad aquella tarde en que se contaban hechos muy extraños.