Se abre la puerta en una taberna. Una partida de mus.
Los jugadores y sus naipes. Las piedras. Una copa de brandy, dos de pacharán,
el cuarto no bebe sino vino, buen vino tinto de la rioja alavesa. El médico le
ha prohibido que beba otra cosa. Un aromático habano se consume sobre un
cenicero. Alguien apuesta a grande y pasa en chica. Hay murmuraciones y voces,
como en cualquier bar del país. Se escucha una televisión donde cuentan hechos
muy extraños.
Por todas partes se cuentan hechos muy extraños. Se
anuncia un asesinato. Uno más, pero uno muy distinto. Todos los medios de
comunicación bucean una información maldita entre representantes políticos,
responsables policiales, el sentir de la gente, comentaristas sin ganas… Han
secuestrado a un muchacho para chantajear al Gobierno. Se cumple el plazo
señalado. La sombra de la muerte ya alcanza el final de una sinrazón
angustiosa.
Yo no sé ustedes, pero aquel día, hace diez años tal
12 de julio como hoy, yo sentí un miedo espantoso. Miedo porque vi correr seres
fantasmagóricos por el mundo. Miedo porque vi a las gentes esconderse tras
ventanas y puertas, contemplando horrorizadas la sangre por las calles. Pensé
que acechaba la muerte en cada esquina, en cada vivienda. No hubo luna en el
cielo, aquella noche. Ni titilaban las estrellas. Las nubes eran todas grises, y
surcaban ciegas, reptantes, el vacío firmamento teñido de rojo sangre. Aquel
sábado 12 de julio no cantaban en los árboles los pajarillos cantantes. Sólo volaban
buitres, con sus ojos asechantes, para arrancarnos el alma a todos los mortales
que, muriendo Miguel Ángel Blanco, moríamos con él.
Aquella jornada, lo confieso, sentí un pánico
terrible. Me dio igual que se proclamase la fuerza de la razón y del estado de
derecho. Me dio igual escuchar las tonterías de siempre o mirar las caras de
los que nunca hacen nada, salvo hablar. Me dio igual todo. Yo sentía un
martilleo constante en mis sienes, donde tronaba cada latido de sangre bombeado
por mi corazón. Porque no era mi sangre la que escuchaba, sino la de un pobre
muchacho, roto y destrozado, padecedor de un sufrimiento atroz como ninguno que
discurrirse pudiera, a quien iban a encañonar sin piedad aquella tarde en que
se contaban hechos muy extraños.