viernes, 22 de agosto de 2025

España ha ardido

España ha vuelto a arder. Otra vez más. Castilla y León, Extremadura, Galicia... Media península sigue iluminando los telediarios de agosto con llamas que parecen alcanzar los límites del empíreo. Se cuentan hectáreas (esta vez por cientos de miles), se pierden casas, se lloran las vidas de los voluntarios perecidos en la extinción... Cada verano repetimos el mismo guion. Como los estíos se renuevan cíclicamente, en esta ocasión nos ha parecido todo mucho más terrible y opresivo. Pero el fuego, por sí mismo, no es una anomalía. El Mediterráneo convive con él desde hace millones de años; nuestras plantas han evolucionado para resistirlo, rebrotar tras las llamas o incluso depender de ellas para regenerarse. El problema no es que haya incendios, cosa bastante ineludible, por otra parte; el problema es que los gobiernos se obstinan en dejar que los incendios se conviertan en catástrofes. Casi parece una cualidad intrínseca de cualquier gobernante.

Este 2025 nos ha regalado una primavera insólita: lluvias abundantes, campos reverdecidos, ríos recuperados, pantanos colmados de agua... Lo habíamos celebrado como un triunfo frente a la sequía, una de las escasas bonanzas del ubicuo cambio climático, gotas frías al margen (cuyas devastaciones son también evidencia de la escasez de trabajo público de los que mandan). Pero muy pocos se atrevieron a decir en voz alta lo que los técnicos repiten desde hace décadas: tanta vegetación exuberante deviene, durante la canícula estival, combustible barato y abundante. Era previsible, de igual modo a como también era evitable. Se podían haber programado quemas prescritas en primavera, se podía haber contratado pastoreo dirigido, se podía haber sacado biomasa para calderas municipales o para compostaje agrícola. Se podía haber hecho muchas cosas, pero, como suele ser costumbre, no se hizo. Al filo del fin de agosto, las excusas son vuelos de golondrinas entre unos balcones y otros, arrojadas con fuerza para estamparse en la cara del adversario. Eso es algo bastante consuetudinario en el juego político, pero el Estado dispone de recursos humanos (funcionarios) y materiales para poder adoptar decisiones al margen del color del presidente de turno: casi me atrevería a decir que la falta de presupuestos de la nación es una de las causas de tanta dejación, pero de momento no apunto más arriba. 

Hay varias caras en esto del fuego. Los que provenimos de terruños agropecuarios lo sabemos muy bien. Se sueltan mucho las campanas con la causa "provocada" de los incendios forestales, y se celebra en la prensa la detención de quienes han sido identificados como causantes de los mismos. Pero no se trata de pirómanos, sino de pobres diablos que, como en tantas ocasiones, pecan de exceso de confianza (o simplemente de altanería y soberbia) y se niegan a dejar las quemas de rastrojos para más adelante, en la estación húmeda (en verano, la maleza es muy fácil de eliminar, porque todo está seco: también los matorrales de los montes cercanos). La cara del fuego a la que yo me refiero no es otra que el abandono rural, o la España menguante, que me gusta decir a mí. La agricultura y la ganadería extensiva retroceden y con ellas está desapareciendo (si es que no ha desaparecido ya) un sistema ancestral de prevención. Donde había cabras y ovejas, hoy solo hay matorral; donde había huertas y bancales cuidados, hoy tan solo se distingue maleza.

La política llora lágrimas de cocodrilo por esa España que se ha ido vaciando, pero tampoco crea incentivos para que el campesino se quede. Y es una cuestión en la que, a lo mejor, habría que ser muy creativos, porque la agricultura es un trabajo que no gusta, y las infraestructuras asociadas a este sector primario suelen dar auténtica pena. Las consejerías no pagan (o pagan muy poco) por los servicios ecosistémicos que limpian los montes, tampoco contrata pastoreo dirigido a urbanizaciones en interfaz forestal, ni reconoce que un rebaño en el monte es un cortafuegos con patas. Alentados por esa panda de ideólogos idiotizados llamados "los ecologistas" (¿o ahora se denominan "los bio"?), se les llena la boca de discursos sobre el desarrollo rural, pero en la práctica se trata de un concepto en el que no creen. De ahí que se permita que el mosaico agroforestal esté desapareciendo y se transforme en una alfombra continua de vegetación lista para arder.

La paradoja española es que gastamos millones en apagar incendios, y migajas en prevenirlos. El sonido del helicóptero o del hidroavión cargado de agua da réditos electorales, pero un plan quinquenal de selvicultura, no. ¿Quinquenal, dice? Eso no publica fotos. Tal es el motivo por el que el presupuesto se oriente hacia la épica de la extinción y muy rara vez hacia la discreción de la prevención. Pero la matemática es sencilla: cada euro gastado en prevención ahorra siete en extinción. Y sin embargo seguimos destinando el 80% a apagar y el 20% a prevenir. Nuevamente, lo invisible no da votos. Se trata de un sistema de prevención, por lo demás, bastante precario: por lo común, brigadas contratadas solo en campaña, sin estabilidad, sin continuidad en sus trabajos. Muchas de las ventanas de quema prescrita se pierden, así, por miedo a responsabilidades penales, cuando resulta que es la herramienta más barata y eficaz para reducir combustible en el monte. Y a todo ello unimos la endémica fragmentación institucional, resuelta en diecisiete comunidades con idénticas competencias, pero con planes que no casan entre sí; con cartografías diferentes y ventanillas que no hablan entre ellas. Hace unos días, ese elemento nefasto llamado García Page, famoso por soltar tímidamente algún que otro reproche al indocto, alardeaba de que había autorizado a que sus servicios forestales se desplazaran a Cáceres para ayudar en la lucha contra el fuego. Sus servicios. Page, el dios, el emperador, el magnánimo. Sigue faltando un mando único en prevención y un plan nacional que diga: aquí se limpia, aquí se quema, aquí se pastorea y aquí no se construye. En lugar de eso, desde el palacio de Lanzarote, que es de todos, pero solo disfruta el indocto y sus amigotes, se lanza un "pacto de estado" contra el cambio climático. ¿Para qué resolver lo menudo y mundano si uno ha sido llamado a liderar misiones que son pura trascendencia y epistemología? Este es el nivel que media España aplaude (y la otra media berrea). 

Tras el incendio, se da paso al ritual: declaraciones de zona catastrófica, promesas de ayudas, y muy pronto veremos fotos de los de siempre plantando árboles. No necesita el monte tanta reforestación (necesita la adecuada), pero sí una diagnosis que, desde la desaparición de los peritos agrícolas y forestales, ya nadie efectúa: erosión, bancos de semillas, regeneración natural, especies invasoras. Plantar por plantar es propaganda . Recuperar la funcionalidad del ecosistema y evitar que el próximo incendio sea peor, es un proyecto concreto. De todos modos, no lo veremos llevar a cabo, ni siquiera mínimamente. Los planes de paisaje resistentes al fuego deberían contar objetivos por cuenca y comarca, y ya ven ustedes cómo se encuentran; los pagos por pastoreo y contratos estables de ganadería extensiva para limpiar monte, jamás se van a rubricar; los protocolos de quemas prescritas seguras y masivas, con cobertura legal, tendrían que imponerse (y hacérselo entrar en la mollera de los miles de agricultores testarudos -que analfabetos ya no hay-); cuadrillas de monte todo el año, no solo los tres meses de verano y uno de primavera; la cartografía dinámica del combustible vegetal y realización de simulacros reales en zonas de riesgo, cosa de la que se podría encargar el IGN, por ejemplo, tampoco parece que vaya a realizarse... Y, sin embargo, todo lo anterior es práctica común en países como Australia, donde la lucha contra el fuego es parte del ADN del habitante. Aquí sabemos en qué consiste, sabemos incluso escribir los planes pertinentes y exponerlos en conferencias, pero el resultado jamás llega al territorio que se prende.

El fuego seguirá existiendo; lo que no es inevitable es que cada verano se convierta en tragedia nacional. Pero, para ello, depende de gobiernos (y oposiciones) que no prefieran apagar incendios y sí encender las excusas.

viernes, 15 de agosto de 2025

Repliegue ante el medievo

Saben mis caros lectores que viví varios años en países árabes. Posteriormente, he desarrollado proyectos profesionales en Oriente Próximo y, como consecuencia casi lógica de todo ello, conservo amistades musulmanas entrañables. Todos esos años me enseñaron que en el mundo islámico conviven dos realidades opuestas: una ética comunitaria cálida y solidaria, y un sistema doctrinal que, en la inmensa mayoría de los casos, se traduce en marcos legales y sociales que restringen la libertad individual con la total obediencia de sus fieles. Esto que digo no es una crítica a las personas, sino a una estructura de poder que convierte la sumisión a Dios en obediencia a hombres que se erigen en sus intérpretes. Sin embargo, no siempre fue así. Entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, ciudades como Estambul, El Cairo, Beirut, Túnez o Teherán eran centros de intenso debate intelectual. Allí se discutía cómo modernizar la educación, cómo redefinir el estatus de la mujer, cómo reconciliar la fe con la razón. Reformistas como Muhammad Abduh defendían el esfuerzo interpretativo —el iŷtihād— frente al seguimiento ciego, mientras otros como Qāsim Amīn abogaba por la educación femenina y la reforma del estatuto personal. Incluso pensadores como Alī ‘Abd al‑Rāziq se atrevían a cuestionar la obligación religiosa del califato, abriendo la puerta a la separación entre religión y política. En aquellos años, varios estados ensayaban reformas legales profundas: Turquía adoptaba una laicidad tajante y Túnez abolía la poligamia.

Todo ese impulso reformador e intelectualmente beneficioso se truncó. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mapa político cambió. La descolonización dejó en pie regímenes autoritarios que usaron la religión para legitimar su poder. A partir de los años setenta, la riqueza petrolera de los estados más conservadores financió la exportación global de una interpretación rígida del islam, eclipsando las corrientes reformistas locales. La Guerra Fría convirtió a Afganistán en un campo de batalla que, a su término, devolvió militantes religiosos formados en la guerra a sus países de origen. Y golpes simbólicos, como la Revolución iraní, reforzaron la idea de que el fracaso de los proyectos laicos debía remediarse con un "retorno a las raíces". El resultado fue un estrechamiento del espacio para la interpretación libre. El ideal ético-jurídico de la sharía se convirtió en código cerrado. La noción de que el iŷtihād estaba "cerrado" legitimó la obediencia ciega. En muchos países, las leyes de estatuto personal consolidaron desigualdades de género; las leyes de blasfemia y apostasía criminalizaron el disenso; y el monopolio del clero sobre el significado convirtió debates teológicos en doctrina de Estado. Este patrón no se limita a los países de mayoría musulmana. En Europa, aunque existen procesos de integración exitosos y de secularización, también surgen enclaves donde predominan normas comunitarias que, en la práctica, funcionan como un orden paralelo. Esto se advierte principalmente en los barrios con mayoría musulmana. En algunos de ellos, el arbitraje religioso se impone en asuntos familiares; la segregación residencial y educativa reduce el contacto con el resto de la sociedad; y una economía moral comunitaria presiona a los individuos para que se ajusten a códigos de honor y vestimenta. No se trata de demonizar a comunidades enteras, sino de reconocer que estas dinámicas pueden limitar los derechos individuales, especialmente de mujeres y jóvenes, dentro de la propia comunidad.

Frente a este panorama, la respuesta no puede ser ni el paternalismo ni la ingenuidad. Y mucho me temo que ambos se dan por igual en los tiempos actuales. Por ese motivo conviene no olvidar los principios: la ley civil debe ser la misma para todos, sin foros paralelos coercitivos. La libertad de conciencia debe incluir la libertad de salida de la religión (y del consiguiente ateísmo). La escuela común, el aprendizaje de la lengua y la interacción cívica son herramientas contra el aislamiento. Y la financiación de lugares de culto y material religioso debe ser transparente, para evitar que el literalismo importado desplace las interpretaciones locales más abiertas. Me refiero a las mezquitas donde se engendra el fundamentalismo, sí. Pero hay un aspecto que merece la mayor de las atenciones: en gran parte del mundo musulmán, incluso entre las élites más instruidas y cosmopolitas, rara vez se produce un rechazo abierto de la teología y la moral religiosa medieval, algo que sí ha ocurrido en otras confesiones. Las razones son múltiples. Por un lado, la fe está profundamente entrelazada con la identidad cultural y nacional; cuestionarla puede percibirse como una traición a la comunidad. Por otro, la presión social es intensa: disentir públicamente implica arriesgar reputación, posición profesional e incluso seguridad personal. Además, el sistema educativo en muchos países musulmanes, incluso a nivel universitario, evita el debate crítico sobre religión, reproduciendo una visión sacralizada de la historia y de la moral. El resultado es que, aun cuando exista pensamiento crítico en lo privado, este rara vez se traduce en movimientos visibles de secularización o reforma profunda. La pregunta subsiguiente es por qué ese clima rupturista con visiones ideológicas (religiosas) medievales no se produce en mayor cantidad en los estados de Europa. Como casi en todo, la religión, la fe, necesita tiempo para que se disuelva del sentimiento humano. En España tardó más de cincuenta años en producirse y, todavía hoy en día, no son pocos los lugares de culto donde las gentes participan de liturgias y rituales obsoletos sin pretender preguntarse una sola vez "por qué". En alguna parte he dejado escrito que el mayor poder de las jerarquías religiosas, cristianas o musulmanas, se preserva apartando a los fieles de los significados teológicos de aquello en que creen. Una masa creyente capaz de adorar como verdaderas las ideas sencillas y conceptos maniqueos que creen los niños a pies juntillas, no es una masa sabia. Es un masa sectarizada.

La reciente polémica en Jumilla es un ejemplo, a escala local, de cómo la confrontación entre principios cívicos y normas comunitarias puede desatar tensiones desproporcionadas. Allí, el simple cuestionamiento público de prácticas culturales (ciertamente aberrantes) asociadas al islam ha derivado en un debate encendido que rápidamente se desplaza de lo concreto a lo identitario. La reacción ilustra un patrón recurrente: la crítica a una costumbre específica se percibe como un ataque a toda la comunidad y, a partir de esa premisa, todo lo restante, por importante que sea, parece baladí. La fiesta del cordero que los musulmanes pretendían llevar a cabo en un polideportivo es una práctica que en ningún caso debería ser permitida (so pena de que las autoridades comiencen a permitir también las matanzas del cerdo en lugares públicos, lo cual no parece ser el caso). La pueden hacer en sus casas o en sus templos, que son los lugares privados donde la ley civil, en principio, no entra a juzgar. Por descontado, los vocingleros de izquierdas (y de derechas, y no pocos obispos) han tachado la resolución administrativa de xenofobia y contraria a la libertad religiosa. Qué otra cosa podían decir: el asunto no tiene por dónde cogerse. Equiparar ese ritual medieval, más espectáculo propio de un matadero que de una liturgia, con corderos degollados y sangre por doquier, con el derecho de un ciudadano a adorar a un dios inexistente (y bastante torpe, como torpes eran las mentes que lo crearon), es alcanzar un punto de decadencia donde cada chorrada proveniente de una línea histórica diferente a la nuestra, parece ser objeto de vanagloria.

En el fondo, uno de los temas en juego es la incapacidad del Islam (o mejor dicho, su obstinada persispencia) de asumir que sus anacrónicas normas religiosas no pueden ser leyes civiles ni democráticas. Que se lo digan a los sufridores ciudadanos europeos de las crecientes comunidades musulmanas de Francia, Bélgica, Alemania, Suecia, o Reino Unido, donde la sustitución total de la ley común por la sharía es un desafío que apenas acaba de asomar sus garras. Nos preciamos de ser estados liberales y tolerantes, pero somos incapaces de retroactivar las herramientas indispensables para impedir ser convertidos en los estados teocráticos e intolerantes de los que provienen quienes emigran a esta parte del mundo. Dirá usted que la migración sudamericana, plagada de un catolicismo pueril, repleta de diositos y jesús me ama y cánticos de iglesia post-conciliares (la cosa más grotesca del catolicismo actual), es un fenómeno similar. Pero no lo es.  Y si es usted de izquierdas, se indignará con mis palabras (cosa que realmente quiero que suceda), aunque no por ello dejará de justificar sus ataques continuados a ideologías distintas u opuestas, aplaudiendo los escraches y las imposiciones intimidatorias estilo podemita en cualquier universidad. Lo que usted jamás hará será atreverse a decirle lo mismo al Islam y defender que, por ejemplo, el famoso velo no es otra cosa que una vejación inmisericorde para las mujeres proveniente del siglo VII, que a punto estuvo de ser revocado en las -entonces- sociedades islámicas intelectualmente potentes, mucho antes de que esta escoria religiosa llegara a imponerse en aras de su maldito Alá. Atrévase usted y luego discutimos usted y yo.  

Si hace un siglo era pensable un islam compatible con la libertad personal, hoy en día, el Islam parece un baluarte repleto de creyentes bondadosos, entremezclados con hombres de las cavernas que, para mayor afrenta, son quienes interpretan los escritos de su profeta y dictan el comportamiento de unos (los bondadosos) y otros (los australopitecos que gozan de matar e imponer con bombas y tiros la reputación de su fe). La humanidad sigue entregando a los peores intérpretes humanos la potestad de hablar en nombre de un Dios inexistente que, además, impone una ley anacrónica y extermporánea. Los musulmanes tal vez no estén preparados para afrontar un debate que dejaron sucumbir hace un siglo. Lo peor es que, los restantes, tampoco lo estamos.


viernes, 8 de agosto de 2025

El estío del olvido

Agosto nunca llega de improviso, tampoco se instala sin avisar. Agosto es un mes que siempre está llegando desde lejos, como el crepúsculo de los atardeceres. No irrumpe, al contrario que sucede con junio, siempre pendiente de contrariar las emociones contenidas en los meses vernales previos. Tampoco es un mes que se esconda, como le sucede a septiembre, desesperado por avanzar sin remisión hasta el otoño. Agosto aparece una mañana con su calor plomizo, su luz pesada y grasa, sin filtrar, y su reloj detenido en el impasible tictac del tiempo que no quiere proseguir, como a los antiguos despertadores a los que había que dar cuerda y que han desaparecido de las mesitas de noche. 

En mi pueblo, antaño, agosto señalaba el tránsito definitivo del año agrícola. Julio abarcaba toda la recolección y la cosecha, era el mes afanoso por excelencia. Pero su haragán compañero estival se significaba en inacabables días de fiesta, siempre tan deseados. Las jornadas, sensiblemente más cortas, avisaban de noches que arrancaban indefectiblemente cálidas y devenían, con el paso de las horas, en frescas e incluso frías. Pese al júbilo incesante, consecuencia lógica de la ausencia de labores agrarias (tan solo unas pocas tareas mantenían ocupadas a las personas), en agosto todo se iba desacelerando y bestias y hombres adoptaban un paso sosegado y calmo. El tiempo mismo parecía permanecer sentado a la sombra mientras los pensamientos se dedicaban a sudar exhaustos los últimos vestigios de los afanes, que es cuando merecía la pena plantearse las preguntas más trascendentales sobre la vida y su significado. Era parte del idioma estival que las mentes comenzasen a advocar una vez que el cansancio, la espera y la piel pegajosa habían cumplido su cometido. 

Nada de todo ello posee sentido en estos tiempos de ahora, cuando el verano que representa el mes de agosto no es ni tan siquiera el punto máximo de una fiesta interminable, sino la excusa contraproducente para seguir manteniéndose en una incesante entretención. Se mantienen los rituales dogmaticos de las pieles bronceadas de playa y sol, los cuerpos cincelados cuando aún cabe usar esa expresión para definir a las huríes que ponen a prueba la malignidad del pasado que uno supo disfrutar como hombre. Pero agosto, en ese sentido, y en esta parte del mundo, ha dejado de ser el fuego lento donde se cocinaba el alma para convertirse en el abrasador crisol donde las aventuras de la vida se funden unas con otras,  sin remisión ni espera, como si hubiese que quemar la vida con el ardoe de la atmósfera, impidiéndonos recordar posteriormente. Jamás me había sucedido que encontrase tan vacío un mes que siempre supuso tanto contenido en mi vida.

Lo observo con pasmo en mi terruño. Desde temprano, el aire se presenta denso, pero como si viniera de otro planeta, de uno que se halla muy lejos, donde todo arde incluso antes de tocar el suelo, un suelo yermo y baldío donde ya no se agostan los rastrojos ni menudean las reses y caballerías paciendo los restos de la cosecha. Ya no cantan las cigarras en los campos y el sonido del aire entre las ramas de los robles y de las encinas no suena a música de la naturaleza, sino a una severa advertencia: algo va a estallar, quizás el cielo, quizás nosotros, porque hemos perdido el rumbo del estío. Lo que estalla, lo que implosiona, es el pasado donde los agostos tenían todo el sentido, y las fiestas unían a las gentes que populaban los caseríos y puebluchos porque era improbable que se viesen juntos de esa manera el resto del año. En los pueblos, el mediodía aún parece sagrado. No porque se rece, pues ya no hay rezos ni campanas que repiquen a misa. Simplemente no se respira. Las calles son maquetas abandonadas y los perros no deambulan buscando las sombras mientras sus amos sestean o terminan de comer con la copa de brandy o de ojén. Aquellos perros se deslizaban en cámara lenta y por las noches salían en procesión a vivir una vida muy distinta de la diurna. Eran perros para el ganado y su conducta se ajustaba a un protocolo ancestral de servidumbre y fidelidad. Ahora los perros permanecen en las casas, se alimentan aburridamente y no saben ser felices porque solo saben ser esclavos del confort y de la idiocia de sus dueños, que se niegan a educarlos como animales. Y cuando todos estos pequeños elementos se integran y disuelven, uno concluye que el estío ya nunca volverá a ser lo que una vez lo hizo grande porque ninguna estación volverá a ser lo mismo. 

En las ciudades es mucho peor, porque todo se vuelve irreal. El asfalto huele a caucho quemado y las oficinas están vacías o en guerra con el aire acondicionado. Los trenes laten como bestias de metal sin alma, por ausencia de pasajeros que no lleven maletones (para qué querrán los virus denominados turistas tanto equipaje). Las conversaciones se acortan, si es que hay alguna, la ropa se reduce estúpidamente (por favor, qué afán en querer vestirnos de párvulos, sin viso alguno de elegancia o dignidad). Hasta los pensamientos parecen flotar inertes sobre capas de sudor. No queda nada de aquellos pactos silenciosos entre desconocidos bajo el mismo árbol o ante el agua de la misma fuente. Creo que solo los turistas suspiran alborozados frente a las heladerías donde servían una bola o dos de mantecoso frío sobre un barquillo en forma de cono. No hay niños corriendo descalzos, ni abanicos en manos de abuelas conocedoras de todos los secretos del calor. Solo en la costa se percibe el chasquido de la carne en las parrillas o el pescado en los espetos. Pero es una impronta insignificante, casi miserable. Qué lejos están las canciones de orquesta con sabor a anís y a infancia, los reencuentros en plazas donde nadie preguntaba por el tiempo porque conocido era que agosto es siempre eterno. Y cuando el sol comenzaba a hundirse, y llegaba la primera brisa verdadera —la única que no quemaba—, el mundo parecía redescubrir sus formas y esquinas. La noche como un regalo, las terrazas como conversaciones pausadas, los cuerpos rozándose sin temor al bochorno, los ojos animados a mirar mucho más allá del calor. Aquellos agostos limpiaban. De excusas, de maquillajes y prisas. 

Mientras el verano alcance su punto más alto y la tierra siga exudando vapor, recordaré que bajo el cielo inclemente de azul sin nubes estaba latiendo la promesa de lo venidero: la uva madura, el primer día nublado, la lluvia agradecedora. Y la certeza de que todo lo que arde, algún día, acaba cediendo. Son cosas que el mundo ya no sabe que existen, que aún perviven. Es el estío de los olvidados.

viernes, 1 de agosto de 2025

La guerra de la propaganda

Desde Tucídides hasta nuestros días, los conflictos humanos se repiten bajo diferentes formas con variables perfectamente reconocibles: la instrumentalización del sufrimiento, la manipulación de la verdad y la transformación de las guerras físicas en guerras discursivas. El conflicto actual entre Hamás e Israel no es ajeno a estas lógicas, y se inscribe en una historiología cíclica, donde la propaganda se convierte en arma de guerra tan decisiva como la espada o el misil. A lo largo del siglo XX, el sufrimiento humano ha sido capturado y utilizado con fines estratégicos. Durante el genocidio armenio (1915), las imágenes de niños famélicos circularon por Europa y América para obtener apoyo diplomático. Lo mismo ocurrió en la Guerra Civil Española, donde la célebre foto del “niño muerto en Guernica” —real o no— se convirtió en emblema de la barbarie fascista. Hoy, en Gaza, las imágenes de la desnutrición infantil cumplen esa misma función, independientemente de su autenticidad o contexto.

La propaganda humanitaria —que explota emociones primarias como la compasión y el horror— es un fenómeno moderno que se agudizó con el desarrollo de los medios de masas. Ya en la Primera Guerra Mundial, la imagen del “soldado alemán atravesando a un bebé con su bayoneta” circuló por los periódicos británicos, aunque luego se demostró falsa. La falsedad nunca impidió su eficacia. Otra constante histórica es el uso de la propia población como escudo, símbolo y justificación de la lucha. En la Segunda Guerra Mundial, los nazis declararon Berlín una “ciudad fortaleza” y enviaron a adolescentes del Volkssturm a morir por una causa perdida, esperando que el martirio alemán movilizara compasión internacional. Algo parecido ocurrió en la guerra de Vietnam, donde el Viet Cong sabía que los bombardeos estadounidenses sobre zonas civiles alimentarían la indignación mundial. Hamás sigue esta lógica: convierte el martirio infantil en arma diplomática, contando con que cada imagen de destrucción erosione la legitimidad israelí. La historiología enseña que el sufrimiento civil puede convertirse en moneda de cambio para las organizaciones que no pueden ganar en el campo militar, pero que pueden vencer en el campo moral.

La incapacidad de la ONU para intervenir de forma eficaz en Gaza se inscribe en una larga serie de fracasos institucionales. La Sociedad de Naciones, creada tras la Primera Guerra Mundial, no pudo evitar la invasión japonesa de Manchuria (1931), la ocupación italiana de Etiopía (1935) ni el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Las buenas intenciones diplomáticas chocaron una y otra vez con la realpolitik. El fenómeno actual tiene raíces similares: la ONU financia programas en Gaza sin controlar cómo se usan los fondos, repitiendo el error de la Sociedad de Naciones, que en los años 30 fue incapaz de impedir que los tratados se convirtieran en papel mojado. La historia muestra que las instituciones multilaterales son especialmente débiles cuando se enfrentan a actores no estatales radicalizados, como lo fueron los piratas berberiscos en el siglo XVIII o los grupos revolucionarios panárabes del siglo XX.

Las guerras de propaganda se apoyan frecuentemente en la construcción de una identidad victimista. Los serbios durante la guerra de los Balcanes apelaron a su martirio histórico desde la batalla de Kosovo (1389). Los irlandeses nacionalistas construyeron su narrativa sobre las hambrunas del siglo XIX y las represiones británicas. Hamás y la causa palestina se inscriben en este patrón. La identidad como pueblo sufriente, expoliado y perseguido, se convierte en argumento de legitimación. Lo paradójico es que esta estrategia es compartida por los israelíes, cuya identidad nacional moderna se forjó al calor del Holocausto. El conflicto se vuelve entonces un duelo de memorias históricas, donde ambos bandos reclaman el estatus de víctima fundacional. La educación para la guerra no es exclusiva de Oriente Medio. En la Alemania nazi, los niños eran adoctrinados desde la Juventud Hitleriana para morir por la patria. En la Camboya de los Jemeres Rojos, los más jóvenes eran los más fanatizados. En todos estos casos, el futuro de los niños no era la paz, sino el sacrificio ritual por una causa. Hoy, los sistemas educativos de ciertos territorios palestinos están diseñados no para preparar ciudadanos libres, sino mártires. La historia enseña que un pueblo educado en el odio perpetúa los conflictos, como ocurrió entre hutus y tutsis en Ruanda, donde los manuales escolares fueron herramientas del genocidio.

La propuesta de reasentar poblaciones para evitar conflictos tiene un historial complejo. Tras la Segunda Guerra Mundial, millones de alemanes fueron expulsados de Polonia y Checoslovaquia. En 1947, India y Pakistán intercambiaron millones de personas en un proceso traumático. La partición de Palestina (1947) fue otro intento fallido. La idea de reasentar a los palestinos en otros territorios, como se sugirió durante los acuerdos de Oslo, fracasó por razones similares: la identidad nacional no es transferible como mercancía. La historia muestra que el vínculo emocional con la tierra, aunque conflictivo, es central en los nacionalismos modernos. Intentar exportar la solución, como sugiere la ironía de trasladar Palestina a Europa, no haría más que trasladar el conflicto.

La historia de Gaza es, en realidad, una historia de repeticiones. La guerra como espectáculo, la propaganda como arma, el niño muerto como emblema, la impotencia de las instituciones y la persistencia del odio como motor político. Todo esto ha ocurrido antes.

jueves, 24 de julio de 2025

Titulados en Nada, máster en Morro

Llevamos años criando a una fauna política que, en su mayoría, no sabe hacer la o con un canuto (aunque convendría precisar que saben criarse solitos siempre que paguemos nosotros -los de siempre- por supuesto). Hay quienes piensan que con plantar un taconazo y una sonrisa de LinkedIn, hala, ya basta para devenir nueva promesa. Pero como la cosa no parece lo bastante sólida como para justificar las responsabilidades asumidas y el duro trabajo que ello conlleva, conviene fundamentar el "dedazo" (porque a esas alturas es como se elige al personal) con un currículo epatante capaz de convencer al personal del extraordinario intelecto que encierra la cara bonita (o fea, eso es lo de menos). Es algo que les funciona, siquiera por un rato, al menos aquí, porque en el resto del mundo los méritos académicos es algo que se aprecia por lo que realmente es: mérito y prueba de esfuerzo y dedicación.

Estos días presenciamos la divertida aventura de una diputada del PP de 35 años que ha dimitido de todos sus puestos al descubrirse que se arrogaba títulos universitarios que no poseía. No es la primera vez que pasa algo parecido en este partido. El anterior escándalo ocurrió en 2018 cuando Cristina Cifuentes alegaba disponer de un máster de la Universidad Rey Juan Carlos a cuyas clases nunca acudió presencialmente, cuyas evaluaciones fueron falsificadas por la propia universidad, y cuyo preceptivo trabajo de fin de máster tampoco redactó ni presentó. Lo mismo que aquel lumbreras palentino, Pablo Casado, que alegó ser licenciado en Derecho por la Complutense de Madrid y disponer de un grado en Administración y Dirección de Empresas y un máster en Derecho Autonómico por la Universidad Rey Juan Carlos (URJC), todo ello en tiempo récord, con convalidaciones dudosas y todo tipo de irregularidades.

No hablaré de los muchos casos similares que salpican al Psoe, o a Podemos, o a Sumar, o a cualquiera de los partidos que carecen de procedimientos estrictos para la contratación o promoción de su personal en puestos considerados de responsabilidad. Ahí están los ejemplos. Basta contemplar el del indocto, que sí dispone de título de licenciado (conseguido en una universidad de medio pelo) y un título de doctor con una tesis de chichinabo escrita por otros plagiando textos de una reducida biblioteca. Usted alegará que los títulos están y no han sido anulados, pero el andoba también infló un simple programita en liderazgo tildándolo de máster por el IESE, cosa que corrigió al cabo de unas cuantas legislaturas, cuando estalló el escándalo de la Cifuentes. La conclusión obvia es que muchos de ellos no tienen carrera, pero oiga, eso las ha dado lo mismo porque lo que sí tienen es una eficiente carretilla donde llevarse sinecuras, dietas, sueldos y halagos, mientras son políticos, y después maestría en puertas circulares. De hecho, si observamos al indocto o a sus antecesor, el Zapatero y el Rajoy, convenimos en que ni siquiera necesitan haber leído nada (el Marca no vale). 

En fin. Parece común que los políticos se avergüencen de los estudios que, tras haberlos iniciado, no han llegado a completar, o que conviertan en gigantes aquellos estudios cortos y simplones que sí se atreven a culminar. Será que el trajín diario en favor del partido les impide acabar aquello que comienzan, especialmente en una materia tan delicada como es la formación, o dedicar su comprometido tiempo a empresas educativas verdaderamente nobles. Y eso significa dos cosas: una, que aquello para lo que son elegidos no necesita formación reglada y certificada; que en lugar de tomar la decisión de seguir cursando unos estudios que consideran muy necesarios, prefieren atajar y darlos por obtenidos sin atravesar las amarguras y sacrificios que ello conlleva, o directamente travestirlos de lo que no son. La mediocridad, la desvergüenza, la corrupción o el puterío son la consecuencia de una manera de entender la política como servidumbre y docilidad, jamás como resultado al mérito. 

Pero, ¿saben una cosa? Alardearán todos ellos (los sinvergüenzas) de sus títulos, sus másteres, o sus excelentes meninges, aunque no las tengan o las hayan disfrazado. Pero son sabedores, en la intimidad del silencio, que todo lo que llevan por dentro es un gran vacío al que no tienen más remedio que rodear de mentiras. 


viernes, 18 de julio de 2025

El rebaño y su caudillo

Pedro Sánchez nunca ha gobernado. Su gobernanza se reduce a un sueño húmedo orientado al solo objetivo de dormir en la Moncloa el mayor tiempo posible. No es un caso aislado, ni único, pero sí probablemente uno de los más simples de que se tenga noticia. Con su biografía, difícilmente puede pergeñarse un esbozo apresurado del Macbeth shakespeariano. ¡Ya querría él! Los seres mediocres, cuando la suerte llama a su puerta y logran acceder a designios mucho más egregios que sus méritos, reducen las miras de su ingenio a lo único para lo que están capacitados: el enaltecimiento de su ego y la codiciosa labor de mantenerlo. El indocto, incapaz siquiera de escribir los libros que firma o la irrisoria tesis con la que pretendió denominarse sabio, en distintas ocasiones ha reflejado su deseo de pasar a la Historia. Y es cierto, su nombre figurará en los anales aunque que nadie los lea, pero no precisamente para bien. 

En muchos aspectos su trayectoria resulta asombrosamente similar a la de aquel infame y solemne bobo que es José Luis Rodríguez (Zapatero): la perfecta inutilidad de su gobernanza, regalada (antes que obtenida) por las oscuridades del Estado, solo le sirvió a él mismo (y a sus más estrechos colaboradores) para hacerse con una no pequeña fortuna a cambio de erigirse en la bisagra de algunos de los más abyectos y repugnantes dictadores y terroristas del planeta. En eso, al parecer, significa ser de izquierdas (aún desconocemos la interpretación de ser de derechas, tan confusos campan muchos de ellos por sus prados). No hace demasiados días, un parlamentario con más de rufián que de noble, lo corroboró en el hemiciclo: la izquierda es honrada, no es corrupta. Por supuesto, puede ser delincuente, puede ser insolidaria, puede incluso ser terrorista (que de todo ello fueron sentenciados unos cuantos, bastantes, de sus compañeros de partido o de andanzas), pero con honradez, oiga, con honradez. Unos y otros, desde esa honorabilidad izquierdosa, coadyuvan a que ellos y otros como ellos copen las altas esferas del poder tanto público como privado (este último es imprescindible cuando el primero concluye por orden popular), al tiempo que construyen argumentarios de progresía y reformismo social, tal vez por aquello de que siempre habrá pobres en el reino de los cielos, y la pobreza suele ir acompañada de una frustración secular que impide observar los derroteros de la historia con clarividencia. 

Volviendo al indocto, ese inculto que nos desgobierna desde hace ya un buen puñado de años, y que jamás ha podido erigirse con su política en emblema y admiración de unos u otros (cosa lógica si volvemos a lo expuesto en el primer párrafo), conviene repetir cuantas veces sea necesario que su lógica social, preñada hasta los cancanujos de violenta polarización, jamás ha buscado promover el bien común. De hecho, como París bien vale una misa para los hugonotes con aspiraciones a reinar, él ha abrazado con fe de converso las proclamaciones más radicales del comunismo patrio. Debe advertirse que los adalides del bolchevismo patrio no son obreros o parias de abolengo humilde, hijos de la tierra o del duro trabajo en las fábricas y sentinas de la nación, sino pijos y niños bien que jamás han debido partirse los cueros para sobrevivir y ahorrar unos cuartos. Sin embargo, son ellos los que han logrado concitar (en mayor o menor medida, siempre para ese rango ideológico) las simpatías y los votos de quienes aún siguen creyendo que este mundo es una lucha de clases donde solo quienes piensan igual están en posesión de la verdad. Exactamente lo mismo que el indocto. Llevamos bastantes años comprobando lo que significa que gobiernen los pijos neocomunistas. Ellos alcanzan a disponer de mansiones, pensiones cuantiosas y ningún temor por el futuro, defendiendo, en aras de no sé qué pretendida justicia social, a los más miserables e indignantes despojos humanos: ex-terroristas, okupacionales, inmigrantes inasimilables en sociedad alguna, irredentos secesionistas... Son tiempos de gobierno de la más ultraizquierda que haya podido verse desde los tiempos de la Bastilla, pero unos y otros, por aquello de la incultura epigonal de sus simpatizantes y votantes, no dejan de proclamar su temor a que sobrevenga la extrema derecha en el poder, llamando de esta guisa a cualquiera que se mueva un ápice al margen de sus idearios. El indocto, porque le interesa, es uno de estos catetos con escaño. 

La lógica política del monclovita tan enamorado de su mujer, aunque mucho más enamorado de sí mismo (hombre hecho a sí mismo que ha demostrado que la incultura, la ausencia de lecturas y de respeto hacia los demás no es óbice para hacerse con el poder) hace demasiados años que viró hacia el aseguramiento de su permanencia al frente del Gobierno y de su partido, un patético PSOE, algo que no deja de ser -con total verosimilitud, tras tantas pruebas manifiestas- una abyecta operación de supervivencia personal. La Historia demuestra que tal afán solo puede ejecutarse desde la autocracia y la dictadura más inmisericorde. De hecho, es algo que repite como un mantra de autoafirmación: que él y quienes lo sustentan, son más que todos los demás. Si lo suyo es dormir en la Moncloa otra noche más, lo de sus afines (que lo son por conveniencia o por conveniencia, no hay más) es esquilmar los dineros y poderes del Estado hasta no dejar en él ni las raspas. Por eso no le importa cuántos escándalos le salpiquen, cuántos colaboradores caigan, cuánta podredumbre se ventile alrededor de su círculo más próximo, o cuántos méritos esté él mismo acuñando para acabar con sus huesos en la cárcel. Él sigue. Sus conjugaciones verbales solo contienen presente de indicativo: el futuro es incierto y se dirime en un subjuntivo que ya nadie usa. 

Lo más grave de todo este panorama, a mi parecer, es lo que retrata la horrible partitocracia en que vivimos, sistema que no atesora ni un solo beneficio para los ciudadanos. Si hablamos del PSOE zombificado en que ha convertido el indocto a su partido, resulta esclarecedor que nadie en su Comité Federal haya discutido con claridad las tropelías que el individuo comete (hay quienes, dentro del partido, sí lo discuten, pero son voces prontamente menguadas, incluida la del propio Felipe González). Que él y todos sus ministros descuellen en incompetencia y sean chantajeados cada minuto del día por un puñado de delincuentes y expresidiarios, infamia ante la que el indocto, como sola respuesta (aún llamada eufemísticamente por algunos "acción política") solo ha sabido hacer una cosa -conceder-, y que nadie dentro de los canales de gobernanza de su partido haya sido capaz de elevar la voz, se explica por la simple razón de que, en ese Comité Federal, solo están los borregos que él mismo ha ido colocando hasta convertir el órgano de gobierno del partido en un redil para sus fieles ovinos. De hecho, a estas alturas tanto ha concedido, tanto ha entregado a secesionistas, delincuentes, prófugos, ex-terroristas y los vascuences de la txapela que solo se acuerdan de su patrón cuando se les invoca el nombre del marrano, que muy probablemente ya no sepa encontrar qué más regalar a los extorsionadores. Y los demás, los suyos, militantes o simples smpatizantes y votantes, a callar. Este canalla y su equipo no son los únicos responsables del desatino en el que vivimos. Disponen de más de siete millones de cómplices que aún se creen la historia de su destino como capos que han de erradicar el extremaderechismo del país para que ellos, los ultraizquierdistas, sigan haciendo de las suyas sin oposición alguna. Este horrendo fenómeno circense... digo, político, va mucho más allá de un simple caso de personalismo. Como hemos mencionado, el indocto ha consolidado en su partido una estructura cesarista disfrazada de democracia interna. Es cierto que pasa lo mismo en todos los partidos, donde se liquida a cualquiera que abra la boca para emitir una opinión distinta a la de su caudillo y líder (de nuevo, los males de la partitocracia). Y ese es el punto en el que estamos, porque incluso el más patán de todos los socialistas del Congreso (un individuo lerdo y de pocas luces, con portavocía en el Congreso, que una vez gobernó en las Vascongadas) ha sido capaz de decirle al famoso jarrón chino fundador del felipismo (y que hubo de irse del Gobierno a causa de los Gal y otras corrupciones) que se vaya por donde ha venido. El más inútil y patán tiene mando en plaza. Acabáramos. Las implicaciones de estas actitudes causan estupor, cuando no honda preocupación. Impera la obediencia acérrima incluso ante el más tremebundo de los escenarios: así se vaya todo el país a tomar por el culo, los parlamentarios seguirán aplaudiendo ensoberbecidos hasta que les sobrevenga la muerte, política o no. Y obviado el Comité Federal, por imposible, ¿qué pasa con la militancia? ¿Dónde están esos miles de afiliados socialistas que antaño llenaban las casas del pueblo con debates encendidos, discusiones ideológicas y propuestas de país? Se lo respondo yo: callan los pocos y aplauden los más. Es en lo que fundamentan los tiranos su destino (y en la historia reciente de Europa hay unos cuantos ejemplos) : en la movilización de sus hipnotizados seguidores. Los alemanes de la década de los treinta solo despertaron de su locura cuando fueron aplastados militarmente por los aliados y su país pasó a ser ocupado. A las masas les cuesta un universo y medio apartarse de las consignas burdas, zafias y populistas, da lo mismo que hayan devenido inveraces. En este país, fueron los propios militantes socialistas quienes entregaron el partido a un hombre de probada incapacidad intelectual y quienes, una vez en el gobierno, le han venido respaldando pese a que su única praxis es concentrar todo el poder, no responder ante nadie y permitir que los suyos medren por donde quieran. La militancia ha pasado de ser el alma del PSOE, con capacidad tanto crítica como de alabanza, a ser una muy vulgar coartada. La excusa para que el indocto se crea legitimado en cada atropello que acomete: "yo respondo ante las bases". Pero esas bases, más que sostenimiento, han devenido alfombras. Nadie construye una farsa de este tamaño sin una masa predispuesta hasta los cancanujos a obedecer la palabra ideológica, aunque provenga de alguien que no tiene ninguna. La militancia es cómplice por acción y también por omisión. No solo ha renunciado a su función deliberativa y entregado su voz. Se ha incapacitado a sí misma para enderezar el decurso de encallamiento de sus siglas. Las primarias,  ese bálsamo de Fierabrás llamado a democratizar los partidos, solo han servido para una cosa: ser el caballo de Troya por donde se adentran los tiranozuelos que piensan y sienten y viven al margen de cualquier conducta moral o púdica. El primer secretario general del PSOE elegido por primarias es, al mismo tiempo, ¡oh, casualidad!, el primero en comportarse como un dictador cualquiera.

El resultado está a la vista: un Gobierno que funciona como una desbaratada sala de máquinas con la sola misión de parir cualquier barbaridad que los secesionistas y proterroristas y demás comparsas quieran para sí mismos. Por supuesto que no dispone de un proyecto de país (nunca lo ha tenido) o un presupuesto (se cree por encima de la Constitución y la manosea como quiere coadyuvado por toda una recua de inmorales que lo siguen aborregadamente). Por supuesto que no queda ni rastro de esa izquierda que pretendía renovar España. Y mientras tanto, el país entero entra en la fase más obscura y profunda de su decadencia política. Y así seguirá sucediendo mientras el indocto Sánchez siga, mientras los ladrones que esquilman y roban al resto de España sigan.

El verdadero problema no es que Sánchez no se quiera ir. Es que tiene aún todo un ejército multifuncional que lo defiende y sostiene.

viernes, 11 de julio de 2025

La fiesta somos nosotros

Sanfermines. Fiestas del toro. Fiestas sin toros. Verbenas. Fiestocas. Guateques (nadie los llama ya así)... Pero, ¡qué maravillosas son las fiestas populares! ¿Verdad? Esa gloriosa suspensión de la realidad donde todo se permite salvo quedarse sobrio. La liturgia que comienza con un chupinazo, o con un  edicto, o con un simple bando, o con el repique de campanas, o como sea, y termina indefectiblemente con un vómito colectivo. El ambiente no es solo jovial, festivo, vivaracho: además huele a vino peleón escanciado sobre las aceras y asfaltos, a sudor consentido y micciones esquineras, a miasmas de libertad gritona y repelente. Eso, por no hablar de lo que los modernos denominan el "dress code", porque lo de la etiqueta hace tiempo que, como muchas otras palabras de nuestro diccionario, ni se emplea ni se sabe lo que significa. Las gentes visten de peña, digo de pena, con camisetas feas y sucias, desfavorecedoras, de blanco (o el color que sea) sedicentemente impoluto porque, de un modo u otro, están manchadas con tinto barato, copas de garrafón vertidas sobre los hombros y residuos de alimentos bravíos, fritangas y repugnancias varias. El resto de la vestimenta son lo mismo bragas en la cabeza que calzoncillos en el sobaco. En todo caso, la dignidad en paradero desconocido. 

San Fermín -por poner un ejemplo- es solo una excusa. Santos y vírgenes actúan como intermediarios entre el inexistente cielo donde moran y el mundanal ruido de las calles, porque de alguna parte había que adoptar una patrona o un patrón. En mi terruño, que antes -cuando el pueblo rezumaba vidas-  festejaba por Santa Isabel (prima de la Virgen María, 2 de julio), y ahora festejan los fines de semana más próximos -porque el pueblo rezuma soledades entre semana-, o cuando mejor le conviene a la hija del alcalde -las corrupciones no conocen dimensiones menores-, las fiestas empiezan con una suelta de cohetes, repique alegre de campanas, procesión (a Santa Isabel la llevan los mozos sobre los hombros y a la Virgen las mozas, y nadie protesta), Santa Misa, convite y lo demás -incluida la inexcusable verbena- son actividades pagadas por todos, esto es, por la Diputación, porque otra cosa no, pero de las fiestas de los pueblos es de lo único que se ocupa. Antaño, cuando ya digo que en cada casa del pueblo vivía una familia, y no el aire o el polvo, acudían bastantes feriantes. Ahora no va ni el tato: los feriantes de pueblo pequeño también han desaparecido. Y las verbenas con orquesta, aunque sea de tres músicos, se hacen con DJ. No sé si la gente baila lo mismo. Hace más de treinta años que no voy por allá. Ni ganas que tengo.

En fin, quería decirles que lo de San Fermín (sanfermín, secularicemos todos) puede ser también la feria del jamón, la semana grande, la fiesta de la patrona, la bajada del santo o la tomatada padre. Lo que importa no es lo que se celebra, sino lo que se desata. Una catarsis, dicen los más poéticos. Una excusa para que adultos hechos y derechos se comporten como si la civilización hubiera sido una mala idea. Durante esos días, se caen las formas lo mismo que se cae un botellín al suelo. Y no pasa nada. Porque "es normal", "estamos en fiestas", "todo el mundo lo hace". El alcohol y las gamberradas democratizan la torpeza, y la ingente masa orteguiana siento libertad para borrar los límites, porque nada hay que envalentone más que los gritos colectivos. Cuando el jolgorio finalmente acalla, las voces silenciadas siguen musitando: oye, ¿realmente todo esto os vale? Y no, no me refiero a las vaquillas (los toros mueren en los cosos con arte y dignidad, pese a quien pese, pero las pobrecitas churras sufren todo tipo de maldades y abominaciones antes de acabar siendo filetes). Como tampoco a las manadas asalvajadas que asaltan doncellas. Me refiero a las personas como usted y como usted (porque yo a fiestas no voy).

Los festejos, en el fondo, no inventan nada. Lo que sí hacen es amplificar. Son el antecedente del ciudadano anónimo de las redes, bajo cuyo pseudónimo se arroga el derecho de ser Atila. Es lo que somos cuando nadie vigila. Luego usted podrá glosar loas al espécimen humano y señalar el altísimo valor de cada vida. Si el inconsciente, en el siglo XIX, ocultaba personas ocultas dentro de la persona física de mayor relevancia que la pública, en el siglo XXI, con los dos últimos dígitos intercambiados, lo que sale a flota es pura inmundicia. Es lo que sentimos cuando creemos o consideramos o advertimos que no hay consecuencias. Aunque muchos crean que los festejos son un paréntesis en la vida, porque rompen con las rutinas penosas del día a día, en realidad son un espejo de azogue perfecto. Tan perfecto que apenas nunca devuelve una imagen amable de nosotros mismos. Más bien, una lamentable. Eso son las fiestas: vulgaridad exacerbada.

Durante siglos, las fiestas sirvieron para romper la rutina, para recordar los ciclos, para conectar con la comunidad. Ocurría en mi terruño. Cada día del estío era un día de duro trabajo. Pero máquinas y personas paraban por Santiago o la fiesta patronal o la Virgen de agosto (los animales, lógicamente, nunca). Hogaño es posible irse de fiesta cada día de cada semana de cada año, y los fines de semana mucho más. ¿Para qué necesitamos un refugio emocional y anestesiar lo que ni siquiera sabemos nombrar, que es nuestro pavor por el silencio y la calma? Cuesta sentir, estar... por eso necesitamos ruido. Mucho ruido. Música atronadora, fuegos artificiales, carreras, masas, empujones, vomitonas, animales mancillados, comilonas, borracheras... Quizá por todo ello nos aferramos a la fiesta como a un salvavidas, porque nos recuerda que somos capaces de sentir algo en este mundo del que, nosotros mismos, hemos erradicado la reflexión, la erudición, el conocimiento, el pensamiento crítico, la ataraxia... y lo hemos hecho de forma torpe, exagerada, burda, buscando volver al sentimiento de recua, de tropa, de manada, no importa cuánto digamos estar solos, cansados, sobrecargados de todo lo que no se celebra.


viernes, 4 de julio de 2025

Descripción de horrores

A mí no me cabe ninguna duda de que, en el momento presente, aquello que muchos vienen denominando como crisis constitucional, y que refleja una realidad casi terrorífica dominada (no solamente) por las políticas sectarias y devastadoras del actual Gobierno, no es un concepto entendido correctamente por la ciudadanía. Las gentes saben de tipos que se lo han llevado crudo con los sobornos perpetrados por el partido en el poder (el PSOE), pero no sabe nada de lo que está sucediendo en Indra o Telefónica, donde el unto no es manteca de carreteras o puentes o túneles, sino estrategias militares a muy largo plazo, y los montos superan en cuatro o cinco ceros (como poco) a los importes cerdáneos, que no dejan de ser unas migajas muy bien apañadas (para quien se las lleva) ante las que siempre hay políticos colúbridos dispuestos a dar el bocado (para eso se meten a políticos, aunque usted siga pensando lo que le diere la gana al respecto). Las gentes saben que el Gobierno mueve los hilos de instituciones de apariencia independiente como la Fiscalía General del estado, el Tribunal Constitucional o la Abogacía del Estado (independiente significa que no admite intervención ajena: ¿no le da la risa leerlo?), pero se resigna a encogerse de hombros, porque no puede hacerse nada, y contemplar indignadas las manipulaciones descaradísimas de esos altos sirvientes del Estado, devenidos consciente y proactivamente en títeres del poder dimanante del palacio monclovita sin que se les caiga la cara de vergüenza por ello. En puridad, no es que crean que no puede hacerse nada: es que tienen miedo de que las huestes del mal, encarnadas por el Gobierno y sus miles de comparsas, que entrañan todos juntos la más despreciable calaña que jamás antes haya parido esta joven democracia nuestra, acaben tergiversando cuantas lecturas constitucionales sean y promulguen leyes para perpetuarse ellos en la esquilma y extracción a la que se encuentran ya acostumbrados. Y cuando eso suceda, ocurrirá lo más horrendo de todo: tendremos que elegir entre convertirnos en un país amancebado con esa izquierda que ideológicamente acaba tiranizando pueblos enteros (véase Venezuela, México, Corea del Norte, Cuba...) o elegir la ruta de las asonada y levantarnos, si es necesario por las armas, contra todos ellos, sabiendo que nos acabarán matando, porque el dinero del Estado, el elemento más corruptor que existe en la naturaleza humana, concita la unión de quienes superponen su razón ideológica al bien de todos.

Esto que se viene denominando sanchismo, y por el que pasará a la Historia un individuo tan inútil e iletrado como maligno en su egotismo (porque las ansias excesivas de poder que llamamos ambición responden a este tipo de despreciable cualidad), no es cosa de un solo hombre: es una colección de muchos hombres y mujeres, por lo general perfectamente inútiles o devenidos baldíos con el tiempo, que gozan sobremanera imponiendo a diestra y siniestra su gansterismo, algo para lo que necesitan cuantos más secuaces mejor, sobre todo si están bien colocados (jueces, fiscales, directores generales, periodistas, ministros...). Ante esta realidad, que hogaño se evidencia con una crudeza y una acritud tan visible y ostentosa que causa daño a las mentes próbidas, viene a reafirmar que incluso un concepto idílico y romántico como es el de la democracia, se transforma con el tiempo igualmente en tiranía. Al final resulta que mis amigos árabes tienen razón: ellos piensan que la democracia no es el sistema político adecuado para sus naciones islámicas. Odio concluir que la democracia es solo un paso intermedio para la dictadura de las mayorías. 

Ya lo ven ustedes. Quien no ganó las elecciones y vindicó formar parte de una mayoría compuesta por cuadrillas de partidos políticos de diversa calaña (ex terroristas, insurgentes, mafiosos y resto de lunfardos), ha podido consumar el mayor crimen que un gobernante puede consumar: dividirnos a todos, destruir la convivencia civil y arruinar el entramado moral que denominamos Constitución en aras de una autoproclamación de progresismo que muchos ciudadanos necesitan para perdonar, o simplemente no querer ver, la profunda corrupción larvada en el palacio monclovita, y que no es solo cuestión de dineros (eso es casi lo de menos, aunque sea lo que más indigna), sino cómo se maniobra de continuo para que nacionalismos identitarios, con sus raíces xenófobas y supremacistas, que tantos en Cataluña y en las Vascongadas secundan desde la calle, herederos de la violencia terrorista y la mayor corte de comunistas hipócritas que ha contemplado jamás la piel de toro, destrocen el territorio en el que convivimos todos. Y sí, es un destrozo continuado, como el perpetrado por la Fiscalía (que el idiota designado para gobernarla esté imputado y se mantenga en su puesto frente a viento y marea entra dentro de la lógica de destrucción en que estamos inmersos), o como lo protagonizado por el Tribunal Constitucional con su resolución sobre la Ley de Amnistía, una ley escrita por aquellos que han de beneficiarse de ella, y pactada en complicidad por el socialista a quien se encargó formar las alianzas del gobierno y que se encuentra en la cárcel acusado de enriquecimiento y que era elogiado hasta hace unos pocos días por la misma horda de patanes que hoy intentan convencer a propios y extraños de que no lo conocen. Véase quién, dentro de ese Tribunal Constitucional al que muchos teníamos por adalid de probidad e imparcialidad, ha ejercido la ponencia de tan interesada causa: una señora con idéntica expresión de fealdad e hipocresía que el pompidú que la ha designado, experta en violencia de género y en satisfacer los apetitos de su inmensa y descomunal voracidad ideológica. A esto ha llegado el esperpento hispano, a esto hemos quedado reducidos los ciudadanos: en ser meros espectadores de las mayores infamias, sucedidas una detrás de otra sin descanso alguno entre ellas, mientras vemos cómo los peores catalanes y los peores vascos se llevan en crudo, y sin conmiseración alguna, lo que es de todos. 

Ah, sí: que este fin de semana ensalzan (nuevamente) a un gallego no muy cultivado, de quien ya se dice que será mejor presidente que candidato (aquí no se consuela quien no quiere), y que será quien lo arregle todo cuando este periodo de horrores incesantes desaparezca. Ya les contaré lo que hará el gallego: lo mismo que el otro.

viernes, 27 de junio de 2025

A qué viene tanto jaleo

La verdad, yo no sé por qué hay tanto jaleo mediático con todo lo que sucede, porque aquello que está sucediendo es —justamente— lo que siempre sucede cuando nadie prevé con anterioridad que acabaría sucediendo. Me explico, pese a la claridad con que lo he dejado escrito. Si en un país, en un momento dado, unos señores que se juntan para redactar una Constitución tras varias décadas de dictadura, creen que la probidad, honradez y desinterés (propio, no general) de los partidos políticos será suficiente para velar por los intereses de la nación, y a ello confían la suerte y destino de la nación, cualquier cosa que posteriormente ocurra porque los partidos políticos han dejado de ser probos, honrados y desinteresados, será un desastre. ¿Mejor así?

Aquellos señores que se juntaron para redactar la Constitución, no eran muy listos. O mejor dicho: tal vez sacaron muy buenas notas, lograron ser reconocidos catedráticos (en una época en que ser catedrático y disponer de obra propia de mucha calidad era algo accesible a los más conspicuos de la universidad, no como ahora, que cualquier mandanga logra serlo a poco que caliente el asiento) y se trataba de eminencias en lo suyo, pero suponer que los partidos políticos serían siempre dechados de virtud y nobleza, y no disponer controles para asegurar tan fundamental pieza angular de todo el entramado, tiene bemoles.

A la vista está. No hay un solo partido político donde no haya medrado el afán de lucro, la avaricia, la manipulación de los resortes de poder, el desvío a manos propias del dinero que gestiona el Estado, o directamente el nepotismo y la tiranía más férrea. Ni uno solo, oiga. Usted dirá: "hombre, caramba, qué cosas tiene usted, en todas las familias hay siempre ovejas negras". Y yo le responderé: "por supuesto que las hay, las hubo y las seguirá habiendo; pero se interponen controles en política (y en los negocios) para impedir que los ungulados negruzcos prosperen".

¿Quiénes han promovido —desde siempre— la eliminación de los controles: inspectores de cuentas, inspectores de todo tipo, etc.? ¡Los políticos, claro! ¿Quién si no? ¿Acaso la ausencia de control no les permite hacer con mayor desparpajo aquello que les da la real gana, como —por ejemplo— conceder obras y licitaciones y subvenciones y lo que sea sin considerar otra cosa que su propia opinión o voluntad? ¿Realmente alguien es capaz de creer, a estas alturas de la democracia, que los políticos son gente altruista y filántropa que, al finalizar su permanencia en el mandato, se vuelven a casa y a la vida sencilla y humilde que tenían antes? ¡Dígame uno solo que no se llame Rajoy! (sería un vago e indolente, pero al menos en eso tiene honor). Ministros, presidentes y no pocos directores generales salen todos ellos bien colocados en emporios de cualquier clase, siempre con sinecuras generosamente regadas, cuando no dispuestos a emprender y hacerse de oro a un ritmo que da vergüenza ajena. Véase lo que han sido capaces de conseguir tipos tan incapaces como Zapatero, Blanco, Bono... Oiga usted: si usted solo vale para una cosa, que es medrar entre los afines, métase a político y busque el éxito. La cuantía de su fortuna reflejará perfectamente la cuantía del empobrecimiento patrio.

Otro día hablaré del indocto que una vez quiso dirigir la OTAN a la que hora tanto desprecia (él y la panda de extremistas que lo rodean), sin olvidar el resto de escándalos. O cómo puede ser que un patán maligno como él solo pueda rodearse tan fácilmente de acólitos de todo tipo (ministros, periodistas, tribunales constitucionales, fiscales, hermanos, esposas y demás corruptos). Hoy, que ya es verano, quería dejar dicho algo tan, pero que tan obvio, que ya nadie repara en ello: que los políticos tras el poder, se creen dioses alejados de los mortales.

viernes, 20 de junio de 2025

Allá el tolá ese

Resulta esclarecedora las amenazas (grabadas en vídeo) por el ayatolá Alí Jamenei como reacción a los ataques de Israel, que han fulminado la capacidad nuclear de Irán. No reflejan sino lo que ocurre cuando el poder político se confunde con el destino (en este caso, religioso) y uno se aferra al conflicto como forma de legitimación de la propia política. En el caso iraní, no estamos ante una defensa de la soberanía ni ante una expresión de dignidad nacional, sino ante cinismo circense de un régimen que ha hecho de la guerra su oxígeno, de la hostilidad su retórica, y del terror su mejor herramienta para la conservación del poder.

Jamenei, como tantos otros antes que él, y mucho me temo que bastantes más después de su desaparición, no gobierna para el pueblo iraní. No gobierna para un país llamado Irán. Gobierna a pesar del pueblo iraní y del país al que suele referirse como República Islámica. Su mensaje no está dirigido a proteger a una ciudadanía que lo desafía cada vez con más valentía —mujeres sin velo, jóvenes en redes sociales, familias que aplauden los ataques contra sus propios opresores—, sino a perpetuar un aparato teocrático-militar que se alimenta del enfrentamiento con Israel, con Estados Unidos, y con cualquiera que desafíe su mito fundacional. 

Cuando el guía supremo afirma que no perdonará el derramamiento de sangre de sus "terroristas", lo que hace es revelar sin ningún tipo de ambages que sabe muy bien de lo que está hablando. No se trata de mártires inocentes ni tampoco de héroes exaltados, defensores de la verdadera fe del Islam. Se trata de milicianos, de operaciones eirigidas en la sombra, de misiles que parten desde zonas civiles y de guerras subsidiarias como las que arrasan al Líbano, a Siria, a Gaza o a Yemen. El chiflado ése lo que sabe hacer no es gobernar, es exportar la revolución con tal de importar el miedo.

Su rechazo a "una paz impuesta" es tan artificial como pretendida es su aceptación del martirio. En realidad, no acepta ninguna paz. De ningún tipo. La paz jamás ha sido conveniente a quienes necesitan mantener vivo el relato de una nación sitiada, de una fe asediada, de un enemigo que justifica cada ejecución, cada censura, cada velo obligatorio. Sin la guerra, la maquinaria ideológica se desmoronaría. La "entidad sionista" —que es como él denomina al estado democrático de Israel— le es más útil viva que muerta: le otorga la razón de ser, justifica los argumentos de sus discursos, y reproduce el miedo en sus propios ciudadanos.

La lógica del régimen iraní es la misma que en su momento sostuvo a Castro en Cuba, a Chávez en Venezuela, a Kim Jong-un en Corea del Norte (y a la ETA en las Vascongadas). Todos esos países son, actualmente, estados de excepción permanente camuflados bajo la causa revolucionaria, y en todos ellos el guía espiritual o político o patriarcal se presenta a sí mismo como el salvador, no como el jodido hijoputa que, con sus actos, perpetúa la condena a su pueblo al atraso, a la represión y al exilio. En el caso del ayatolá, sabe perfectamente que los iraníes que no responden bien al lenguaje de las amenazas son los mismos iraníes que ya no responden en absoluto a nada, sino que solo tratan de resistir o escapar. Ni siquiera puede concitar las ilusiones de un pueblo que está más que harto de él (como los venezolanos de Maduro, los cubanos de los Castro actuales, o los norcoreanos del gordinflas ése).

La escalada verbal contra Israel y Estados Unidos no busca evitar la guerra que ya está sepultando las estructuras de poder del régimen iraní. Sirve de excusa para mantener constante una tensión social que justifique la represión interna, por lo demás, ilimitada. Como hablar es gratuito, y la madre de todas las batallas sabemos que murió en parto prematuro, la invocación a ciertas "sorpresas graves" y las amenazas constantes a los barrios civiles israelíes sirven como contrapunto a las normas internacionales de convivencia, vistas por el ayatolá y sus turiferarios como un lujo occidental, no como una necesidad civilizatoria de su propia podredumbre religiosa. 


viernes, 13 de junio de 2025

Hoy una cortita

Hoy una cortita.

Nadie habla este viernes (día posterior al compungimiento y llanto del inútil que nos preside) de algo que se me antoja muy importante. Todos mencionan que la UCO ha destapado la corrupción del PSOE, algunos se atreven (aún) a corromper al propio indocto, por muchos perdones con que quiera disculparse ante los ciudadanos... Todo eso está muy bien. Va la Guardia Civil y te pesca no a uno, sino a dos capataces del PSOE, y todo lo que se le ocurre al inútil indocto es pedir perdón, asegurando que la cosa no iba con él (hermano, esposa, amigotes...). Claro. Seguramente la cosa va solo conmigo. 

He leído por alguna parte que esto no ha hecho más que empezar, porque ahora toca que unos cuantos directores generales (Carreteras) y presidentes de cosas medio públicas (Adif) sean acusados de prevaricación. Perfecto. Todos a la trena, que aún hay plazas (dejen una para el enamorado de su catedrátrica esposa). Pero... ¿y Acciona? ¿Va a salirse de rositas? Fue Acciona quien sacó la billetera para sobornar a los sobornables (corruptos). Las empresas que no pagaron a estos delincuentes, no se llevaron las obras (Acciona se las llevó casi todas, y las dos restantes de las que la prensa apenas habla, también pagaron).

Tenemos unas empresas ejemplares. Mucha ética, mucho negocio justo, mucha sostenibilidad y liderazgo, pero las obras se ganan pagando, en Be (de burro) a los que mandan. En unos días tiene Acciona la junta de accionistas: me encantaría contemplar sus caras. Lo mismo los escracha alguno (no caerá esa breva).

Veamos en qué acaba todo esto. Ya no caben más sancheces en este país (pero sí en las cabezas de los socialistas y militantes). ¿Dimitirá algún ministro? ¿Se marchará, indignado, algún director general? ¿Protestará con su voto algún diputado? Jajaja, qué risa. Mismas probabilidades de que el "sosoman" gallego le plante una moción de censura al indocto inútil. Será que tampoco toca.

Prefiero pensar en el amor y la pasión, que ya presto acude el estío.

viernes, 6 de junio de 2025

Sexto mes del año

De niño, y aun de jovenzano, siendo estudiante, disfrutaba enormemente de los días de junio. Este mes representaba el fin de las clases. Las temperaturas eran más cálidas, los días mucho más largos, el ambiente aún no aparecía agostado por los rigores caniculares del estío. En Maristas, donde estudié, tal día como hoy, seis de junio, se conmemoraba el fallecimiento del fundador de la congregación: Marcelino Champagnat, un sacerdote francés de la pequeña localidad de Le Rosey, en el departamento de Loira. Entonces era beato, hoy es ya santo: lo canonizó Juan Pablo II. Era bastante frecuente que nos obligasen a escribir alguna redacción (ese tipo de ejercicios literarios que ya no se llevan a cabo en las escuelas o institutos) sobre su vida. El problema era que su vida resultaba tremendamente aburrida e insulsa. Fíjense que a mí me gusta escribir, pero nunca me sentí capaz de articular dos frases con entusiasmo sobre un folio en blanco. Sí recuerdo, en cambio, haber escrito mi primer poemario, allá por séptimo de la EGB, y en las fiestas de junio me concedieron una medalla por aquel mérito. 

Durante mis años de universidad, en cambio, junio representaba el esfuerzo de preparar los exámenes finales de la carrera y, al mismo tiempo, el esfuerzo de resistir las tentaciones de abandono al verde campus, bajo la sombra de los árboles, en lugar de consagrar docenas de hora al estudio. Sé que no es muy respetuoso hablar de otros estudios, pero he de señalar con total sinceridad que, durante el mes de junio, los de Físicas (nosotros) celebrábamos con júbilo que, por fin, los de Derecho se pusieran de una vez a hincar los codos, porque se pasaban el año de fiesta en fiesta (seamos nobles: no digamos que todos, solo que muchos de ellos). Si hay una diferencia sustancial entre dos carreras universitarias, por ejemplo las dos que menciono personificando el ejemplo, no estriba en el menudeo bibliográfico o la asistencia a las clases: solamente en la necesidad del cerebro de estudiar de manera continuada (Físicas) o poderlo hacer a sopetones, con verdaderas empolladas, casi épicas (Derecho). Sin soslayar la variabilidad intrínseca existente entre tipos de estudiantes, tipos de profesores o tipos de asignaturas, argüiré que la curva normal (o campana de Gauss) sale siempre en defensa de esta tesis, para escarnio de muchos.

Hoy todo aquello me parece fenecido para siempre. Por descontado, no he de regresar jamás a ese mejor pasado de mis años de estudiante, con los junios vivaces y fértiles, que anticipaban los meses de la cosecha en el terruño arribeño de Salamanca, de los que mucho he hablado en estas páginas. Incluso los veranos me parecen ahora más cortos, más abreviados en su extensión ociosa, y menos significativos que cuando -entonces- los esperaba sin disimulo. Afortunadamente, siempre fui empollón: quiero decir, que todo lo aprobaba, y con buena nota, en junio, sin necesidad de acudir a las repescas de septiembre, calamidad calamitosa (que decía un amigo mío, ya fallecido) para cualquier jovenzano de oficio estudiante. Ahora, aunque sea buen trabajador, y siga pensando que mi velocidad sináptica supera con creces a la inmensa mayoría de los colegas con quienes comparto labores, el verano me asalta como una suerte de refugio de las muchas penalidades que conlleva la vida. Pero nada más. Sin tareas de recolección, sin el libre albedrío de una bicicleta por cualquier paraje, con la servidumbre obligada de los móviles y las dichosas redecillas asociales, este presente se presenta, diariamente, ante mis ojos, como insufrible. 

Tengan ustedes un magnífico mes de junio, mientras éste sigue caminando hacia el estío.  Esta columna también ha querido ser un descanso del trajín de majaderías y sinvergonzonerías gubernamentales que nos asolan por todas partes.

viernes, 30 de mayo de 2025

Los fontaneros cobran caro

No sé a qué viene tanto revuelo con las noticias sobre la señora esa, tan pasada de peso como de cara de mala persona y peor personaje, que pertenece a los gremios de la militancia socialista y al de la fontanería o pocería, según vayan las referencias. A mí, a estas horas de la película, ni frío ni calor: me dicen que encuentran cadáveres en las cloacas de la Moncloa, y casi me parece hasta razonable. Los militantes socialistas eligieron como secretario general al idiota este monclovita que comenzó queriendo hacer pucherazo en sus votaciones internas, y tras su confabulación multipartidista contra el vago del presidente pepero que fumaba puros y leía solo el Marca, los simpatizantes de la izquierda lo eligieron para presidir este país (entre acuerdo y acuerdo, y tiro porque me toca). Absolutamente toda su gestión, desde el primer día, está preñada de corrupción, de egoísmo, de nepotismo, de chulería y de idioteces (las "sancheces") muchas y variadas. Dígame usted una sola ley que pueda recordarse con honor. Nómbreme uno solo de los ministros de cuya memoria quepa hablar de eficacia y anchura de miras (fíjese que yo siempre me acuerdo del astronauta, y no para bien). 

Que hayan saltado a las páginas de los medios las hechuras mafiosas, como dicen (en realidad son simplemente barriobajeras), de unos y de otras, es casi lo de menos. Lo dábamos por descontado, aunque no lo llegásemos a imaginar, porque en esto de la creatividad, los indecentes y peligrosos, como el monclovita y sus secuaces, siempre tienen más imaginación que el resto (por eso son indecentes y por eso mismo son peligrosos). Yo, de lo único que me quejo, es de su intensidad. No hay día que no salten noticias nuevas. Llevamos ya tantas que se me van olvidando las primeras. Por ejemplo, lo del cargo adjudicado a dedo al hermano músico (de escaso talento, como el monclovita) y plagiador (como el monclovita), nos hace olvidar que una de las primeras decisiones adoptadas por el indocto fue enchufar a dedo a un amigo arquitecto en una Dirección General de algo para hacer no sé bien qué cosas. Creo que se trataba de ciudades sostenibles o algo parecido: qué más da. A todos sus amigotes los ha colocado en alguna parte, aunque no valieran para nada. Recordemos aquello, y lo del uso y abuso del avioncito donde se hacía fotografiar con gafas de sol (como el casposo que es), o la porquería de gestión de la pandemia (¿alguien pensó entonces que lo hacía bien?). Ya de último a esta parte tenemos el resto de escándalos: la amnistía a los secesionistas, las constantes marrullerías del Tribunal Constitucional (con un tipejo al frente, feo como el demonio, e igualmente maligno, que solo busca complacer al amo), el uso privativo de la Fiscalía para mancillar a oponentes, las formas absurdas de casi todos sus ministros (por lo general, gente poco capaz, y el que lo hubiera sido -como el de interior o la de defensa- devenido incapaz igualmente), el apagón de la red eléctrica, su bipolarización constante, la estrategia de usar a otro tipejo como Zapatero para vaya usted a saber qué (el bambi tontaina que, oh sorpresa, siendo igualmente maligno e inútil, descubre que su vocación es cubrirse de oro apoyando a dictadores déspotas y bananeros), lo del Sahara (ese tema esconde mucha más mierda que todo esto de ahora, créanme), la subida catedralicia de la esposa (seguramente por aquello de que si él, no sabiendo una palabra de la carrera de económicas que cursó en una universidad privada de medio pelo pudo hacerse con un doctorado aún más vergonzoso y plagiario, por qué ella no podría estar también en lo más alto del escalafón universitario: no me digan que no suena a trauma de tipos que se saben poco inteligentes y quieren paliarlo con un título de tómbola), lo de su número dos y las muchas corruptelas (éste es un tipo listo, aunque igualmente maligno, pero tiene la particularidad de que le gustan lo mismo el dinero que las jovencitas, cuestión ante la que le alabo el gusto)... Fíjense que hablo de memoria y sin consultar las hemerotecas, porque de hacerlo, este apartado precisa capítulos.

Pero volvamos a lo de las hechuras mafiosas... De todo el párrafo anterior, ¿qué diría usted que se desprende como caracterización perfecta del monclovita? No es su pasión por el dinero (que sí tiene su esposa, su hermano, su número dos, su...), ni es solo su pasión por el poder (cosa habitual en los que se saben inútiles y poco inteligentes): es su odio intestino e inveterado por todos los que intentan oponerse a él. El indocto es, ante todo, un cretino rencoroso y vengativo. Con tal de alcanzar sus fines, pisotea (o al menos lo intenta con ahínco) todo aquello que desprecia y permite los excesos de todo aquel que le ayuda. Eso no quita que sea benefactor con la familia y los amigos, aunque sea ilegalmente, pero su obsesión es el odio. Odiar a todo el que le recuerde que hace las cosas rematadamente mal o egoístamente mal, por mucha capacidad de mandar que él considere tener (gobernar es algo que no exige intelecto alguno al que manda: ahí tienen los casos de Zapatero o el del puro). 

Y si me piden una conclusión, una sola, sería esta: ¿por qué la sociedad calla ante todo este cúmulo de despropósitos? ¿Por qué no se ha denunciado ya al Gobierno? ¿Por qué seguirá habiendo sociatas que voten al monclovita?

viernes, 23 de mayo de 2025

La agenda fascista del Gobierno

Hasta ayer mismo, cuestionar el modelo migratorio que se ha impuesto en prácticamente toda Europa representaba una herejía sancionable con la hoguera en plaza pública. Los cónclaves progresistas, reunidos habitualmente en el sancta sanctorum de las páginas impresas y digitales, nunca han reparado en racionalidades y la calificación de fascismo, palabra de uso bastante extendido y frecuente, era habitual. Hoy, sin embargo, los mismos que entonces agitaban las pancartas antifascistas en defensa del multiculturalismo irrestricto, ahora redactan planes de deportación masiva con letra temblorosa, y grande compungimiento en los ojos, pero asegurando la rúbrica. El espectáculo, que no es nuevo en absoluto, sigue siendo fascinante: la ortodoxia progresista se reinventa como garante de las esencias nacionales mientras se ajusta el nudo de la corbata frente al espejo.

En el Reino Unido, su primer ministro, un hombre que hasta hace dos cafés defendía las fronteras porosas de su imperial nación como ejemplo de progreso y valores adecuados, ha descubierto de repente que quizá, solo quizá, aquello de las fronteras permeables fue un experimento fallido. Qué inesperado. Pero más inesperado aún es que lo proclame con la serenidad y fe del converso. El primer ministro laborista habla con desparpajo de recuperar el control, omitiendo su admisión de que tal vez la política vigente se les ha ido de las manos. En lugar de convenir el giro ideológico copernicano, afirma su total responsabilidad institucional. Los catecúmenos siempre mantienen que la religión verdadera solo la han descubierto ellos.

Esta comedia que, por cierto, bienvenida sea, porque Europa, y otras partes del mundo, había devenido en la mesa de tócame Roque, se representa con disimulo en el patio trasero, tras las plateas, en las estadísticas antes tildadas de fake news racistas y que comienzan a publicarse en los mismos medios que antes las ocultaban por higiene moral. Por ejemplo: que el 91% de los detenidos por hurtos en Cataluña son extranjeros. Ahora no es una afirmación de la ultraderecha (espectro sociológico que, para un progresista, representa todo aquello que no sea él mismo) sino una noticia firmada por periodistas que hasta hace nada se dedicaban a impartir cursos de aprendizaje sobre lenguaje inclusivo. Que la mayoría de los presos en las cárceles catalanas no tengan pasaporte español ha dejado de ser una constatación xenófoba para devenir reto para la convivencia. Sin rectificación ni disculpa, porque errare humanum est, aunque solo para los de izquierdas, claro.

El caso alemán es el colofón. Alice Weidel lanza cifras como puñales en el Bundestag y Friedrich Merz —recién llegado al poder— se traga el discurso entero como si fuera suyo. "Demasiada inmigración descontrolada", dice el canciller con cara de preocupación. Pero ese diagnóstico ya estaba escrito hace décadas en los panfletos que nadie quería leer porque estaban contaminados ideológicamente por el fascismo.

En realidad, aunque lo llamen así, no se trata de un problema que atañe a las políticas de inmigración. O no solamente. Es el síntoma más visible de un fin de ciclo profundo: la bancarrota moral de una élite que solo reconoce la realidad cuando le amenaza el sillón. Durante años, la progresía social ha estado construyendo una hegemonía discursiva basada en el insulto preventivo (fascista, xenófobo, retrógrado) y la negación de cualquier evidencia, imposibilitando con ello los debates. Ahora, al descubrir que la realidad no se deja gobernar por sus adjetivos, quienes criminalizaron el disenso, pretenden recuperar la iniciativa. El truco, como siempre, es presentarse como salvadores de un problema que ellos mismos contribuyeron a fabricar por aquello del buen rollito.

Ojo, que todo lo anterior no identifica solamente a los partidos alojados en el espectro izquierdo, o progresistas. Buenas parte del espectro derecho comulga con las mismas ideas, y las ha defendido con igual empeño. En España tenemos ejemplos nítidos de esto último. Los políticos, y opinadores públicos, observan el mundo desde el fondo de una caverna porque, en realidad, no les interesa en absoluto acudir a él para verificar si lo que proponen es, cuando menos factible, cuando más beneficioso. Que la realidad nunca malogre una brillante teoría.

Quienes lo vieron antes —y, en algunos casos, pagaron el precio del ostracismo o del escarnio— siguen sin recibir ni una mención. En esta tragicomedia europea, la reflexión es la única ONG que sigue sin estar subvencionada.

viernes, 16 de mayo de 2025

Inversión moral

En octubre de 2023, hay que ver lo rápido que pasa el tiempo, Hamás lanzó el ataque más brutal contra civiles judíos que se haya perpetrado desde el Holocausto. Cientos de personas fueron asesinadas en sus casas, niños secuestrados, bebés descuartizados, mujeres violadas, ancianos masacrados. Fue una carnicería meticulosamente planeada, ejecutada sin piedad y celebrada por sus autores como una victoria religiosa y política. Aquel día marcó el inicio de una guerra que Israel no buscó, pero a la que no podía dar la espalda. Tampoco nosotros se la hubiésemos dado. Unas pocas semanas después, buena parte del debate público europeo parecía haber olvidado tan despiadado y abyecto aniquilamiento. El "relato", que dicen ahora los bobos, ya no hablaba de la masacre del 7 de octubre, sino del genocidio que estaba perpetrando Israel en Gaza, de la respuesta desproporcionada por parte del estado judío, y de las innumerables víctimas palestinas inocentes. Para una parte importante de la sociedad, Hamás pasó de perpetrador a ser víctima, de agresor a mártir. 

Es difícil plantear respuestas a cómo hemos podido alcanzar una inversión moral tan profunda, especialmente desde las ideologías de izquierdas, pero también en buena parte de una población no alineada a ultranza con ninguna de las opciones de la panoplia política. La respuesta, sospecho, es muy incómoda: porque en amplios sectores de la opinión pública se ha instalado una idea distorsionada de Oriente Próximo, donde Israel aparece siempre como una fuerza ocupante de territorios que no le pertenecen y toda forma de violencia palestina se interpreta como legítima resistencia. A finales de 2023, muchos nos dimos cuenta de que realmente no importa cuál sea la barbarie perpetrada, su bestialidad o ferocidad. Ni tan siquiera cuán nítida y evidente sea la intención de aniquilar perpetrando un descuartizamiento minucioso en la población civil. Cuando la víctima es Israel, siempre hay excusas. Cuando el agresor es islamista, siempre hay comprensión. Es cierto que en Gaza mueren civiles. Cómo vamos a negarlo ni olvidarlo. Pero también es cierto que Hamás ha utilizado a los civiles históricamente como escudos humanos con objeto de proteger su infraestructura militar en hospitales, escuelas y zonas densamente pobladas. Hamás, como en España lo hizo la ETA durante cuarenta años, es experta en hacer del sufrimiento civil una eficientísima propaganda. Llama la atención que tantos países europeos, con sus sofisticados servicios de inteligencia, no supieran (o no quisieran saber) que buena parte de la ayuda económica que enviaban a Gaza terminaba en manos de quienes construían túneles de guerra, no escuelas.

Durante años, Hamás ha gobernado Gaza con un mandato popular. No se trata de una dictadura impuesta por la fuerza externa. Fue elegido, consolidado y mantenido por una sociedad que, al menos en parte, lo ha legitimado. Ignorar esa dimensión política —el apoyo social que Hamás ha tenido— es infantilizar a los palestinos, tratarlos como víctimas perpetuas sin agencia ni responsabilidad. Pero sobre todo, es ignorar la realidad que ha permitido que el conflicto se cronifique y se radicalice. De igual modo que ha de quedar muy claro que Israel tiene derecho a defenderse. Más aún: tiene la obligación de hacerlo. De lo contrario, supondría aceptar que la muerte de sus ciudadanos (con independencia de su crueldad, que en este caso fue máxima) puede quedar impune. Por eso el objetivo militar de desmantelar la infraestructura de Hamás no es ningún acto de venganza: lo es de prevención. Israel no se pasea por Gaza violando a las mujeres gazatíes o descuartizando los cuerpos de sus bebés. Lo que Israel se juega en Gaza no es solo el futuro de una franja de tierra, sino el principio elemental de que los Estados tienen derecho a existir sin ser objeto de exterminio.

Lo pienso con total convicción. La única salida plausible de este conflicto es una victoria clara de Israel sobre Hamás. No hay solución negociada con quienes no buscan otra cosa que el aniquilamiento del otro, en parte porque Hamás no desea negociar nada en modo alguno. No hay paz posible con quien proclama abiertamente que su misión es destruir al pueblo judío. Ha podido fracasar la diplomacia: no lo discuto. Pero lo que definitivamente sí ha fracasado es la ingenuidad de creer que es posible razonar con fanáticos religiosos, armados hasta las cejas y financiados durante años con la complicidad, directa e indirecta, de muchas cancillerías europeas. Quienes se niegan a mirar de frente esta realidad siguen prefiriendo atacar a Israel. Lo hacen desde un supuesto humanismo, pero muchas veces lo que late detrás es un viejo antisemitismo disfrazado de causa progresista, o el atávico antiamericanismo de la izquierda proyectado sobre el estado judío, su aliado en Oriente Próximo. 

Hay algo profundamente inquietante en esa forma de pensar. Porque cuando la civilización empieza a justificar al verdugo y a condenar a quien se defiende, significa que está perdiendo, definitivamente, el juicio. 

Postdata: Creo innecesario criticar al indocto por calificar a Israel de estado genocida. Piense el lector de este inefable idiota lo que quiera.

viernes, 9 de mayo de 2025

Apaga y vámonos

Ayer mismo hablaba con un compañero de trabajo, ingeniero para más señas, sobre el funesto apagón peninsular, dejando entrever la pésima imagen que hemos trasladado como país y que, seguramente, repercutirá en las decisiones de inversión de muchas empresas multinacionales que aún pensaban muy bien de España (por ejemplo, y porque me toca de cerca, el sector de los centros de datos, para quienes una desconexión de un segundo supone una hecatombe). Este ingeniero, que se dedica a vender, principalmente, refirió lo mucho que le preocupaba que "desaparecieran de repente 15 gigawatios de electricidad". Hay ingenieros que, como diría mi padre (que era ingeniero agrícola), son de secano.

Imagino que, en el magín de este tipo de personas, persiste diez días más tarde el argumento de las repentinas desapariciones, como si un agujero negro se hubiera tragado la energía o los extraterrestres hubieran abducido la corriente eléctrica para llevársela a su planeta de origen. Conviene mencionar que dicho argumento lo trasladó a la opinión pública un ignorante de primer orden (o burrinculto, que es como suelo denominar a quienes sueltan perlas de ese tipo sin avergonzarse de ello) como es nuestro indocto presidente, el mismo que tardó seis horas en dar la cara para solo decir que no diésemos pábulo a los bulos (los bulos ajenos, claro está, no los suyos propios) y otras cinco horas más para soltar lo del misterio de los gigawatios perdidos, la culpabilidad de las centrales nucleares, y lo mucho que iba a exigir explicaciones a las empresas privadas de lo de la luz. Por supuesto, ni quiso mencionar por su nombre a Red Eléctrica, cuyas salas nobles son, en realidad, un patio de monipodio donde recaban con bien nutridas sinecuras los más fieles secuaces de cualquier partido en el gobierno, con independencia de su signo (para quienes aún tengan por costumbre leer o haber leído, con la referencia cervantesca habrán adivinado lo que he llamado a tales sectarios con aquello que acabo de nombrar; de quienes no tengan dicha costumbre, me da lo mismo lo que piensen, en verdad). 

Nadie en su sano juicio puede poner en duda la capacidad de los técnicos que trabajan en Red Eléctrica. Son profesionales realmente extraordinarios que -¡ay!- han de dirimir con las decisiones políticas que se adoptan desde las más altas alturas, esas que nos gobiernan (o desgobiernan) y casi nunca (por no decir nunca) reparan en cuestiones técnicas cuando lo que cuenta es sacar pecho de los beneficios de tu ideología (renovables 100% cuanto antes). Concuerdo plenamente en la necesidad de dar palos al indocto y su desGobierno a causa del apagón. Es un tipo de necesidad casi taumatúrgica, porque realmente un milagro es lo que venimos necesitando para encontrar alivio de lo mucho y malo que nos está pasando como país. Pero no en la polarización "Solares sí, Nucleares no", y viceversa, con que se viene ensañando una buena parte de la prensa y los medios. No porque Solares solo sepa a agua, y lo nuclear no deje de ser cuestión principal, sino porque es saludable aclarar lo que realmente pasó. O, cuando menos, poner un poco de orden en las conjeturas.

Aquel lunes se produjo una serie de fluctuaciones en la frecuencia en la red eléctrica. Es gracioso el concepto, ¿verdad? Fluctuaciones de frecuencia. Eche usted un vistazo a la letra pequeña de sus electrodomésticos. Verá que los aparatos funcionan con unas cifras que ponen 50 Hz. Este valor tiene su origen en las postrimerías del siglo XIX, cuando empresas europeas como AEG lo adoptaron porque suponía un punto medio entre la eficiencia y la facilidad de diseño de motores y generadores. En cambio, en Estados Unidos, Brasil o Corea de Sur, la frecuencia es de 60 Hz, valor que permite motores más pequeños y eficientes, pero también más pérdidas por efecto Joule (la generación de energía eléctrica también produce calor) y por radiación de campos electromagnéticos de baja frecuencia. Japón es un experimento raro, porque una parte del país (el este) funciona a 50 Hz y la otra (el oeste) a 60 Hz, debido a que a finales del siglo XIX, cuando aún estaban en el tránsito que acabaría con los samurais, Tokio compró un generador a una empresa alemana (50 Hz) y Osaka a una estadounidense (60 Hz). Y al carecer de un estándar nacional, cada región desarrolló su red eléctrica de manera independiente. El caso es que ese numerito ha de mantenerse constante para que los equipos eléctricos funcionen correctamente. Si baja o sube demasiado, los motores, transformadores, relojes... se pueden dañar. Es el motivo por el que un operador como Red Eléctrica monitorea su valor en tiempo real y ajustan la generación o el consumo dentro de ciertos parámetros alrededor de 50 Hz. Dicho de otra manera, totalmente equivalente, las fluctuaciones que se producen cuando el valor de la frecuencia no es constante, es un indicador para Red Eléctrica del desequilibrio existente entre la generación y el consumo de electricidad. Incluso desviaciones de 0,2 Hz (arriba, abajo) pueden ser críticas. Por eso, cuando se alcanzan ciertos valores que no se tienen que alcanzar, se activan una serie de protecciones automáticas en las centrales eléctricas y en las subestaciones, desconectando cargas y generadores para evitar daños mayores. Si este problema no se corrige de inmediato, se produce un efecto dominó. Es el motivo por el que Francia se desconectó del sistema español. Francia es clave para nosotros porque es hacia donde enviamos la electricidad sobrante en un momento determinado (o de quien tomamos lo que nos falta, tanto da). Al desconectarse su red de forma automática, por seguridad, originó en España una total imposibilidad de corregir la fluctuación excesiva, por lo que todos los sistemas se desconectaron (algo que sucedió al mismo tiempo). Técnicamente: hubo una caída abrupta de apoyo inercial y de tensión.

Y ahora viene cuando toca explicar lo de la inercia, y que usted seguramente asocia a la brusquedad de los frenazos en trenes y autobuses (y lo que le pasa a su cuerpo en esos momentos). En los sistemas eléctricos, la inercia se refiere a la capacidad del sistema para resistir esos cambios bruscos en la frecuencia. Esta inercia proviene principalmente de los generadores síncronos tradicionales (como los de centrales térmicas o hidroeléctricas), cuyos grandes rotores giran a una velocidad constante. Este palabro, síncrono, lo que indica es que el dispositivo que genera electricidad lo hace de tal manera que se sincroniza con la frecuencia de la red eléctrica (50 Hz). Esto lo hacen muy bien las nucleares, las turbinas de vapor o las hidráulicas, que disponen de inmensos rotores que, al girar, por la fuerza del vapor de agua o del agua misma en tránsito, generan corriente. La energía del movimiento de los rotores es lo que actúa como inercia eléctrica. Son fundamentales en las redes eléctricas tradicionales, justamente las que se están reemplazando por fuentes renovables, que no aportan inercia. Los aerogeneradores modernos o los inversores solares (esos chismes electrónicos de los que hablan las empresas que le llaman para que usted instale paneles solares en el tejado) no disponen de nada que gire de manera sincronizada con la red. Por eso se dice que no aportan inercia de forma natural, aunque es cierto que están desarrollando tecnologías como la inercia sintética para compensarlo (son justo las tecnologías que faltan en España, que ha desplegado un inmenso parque fotovoltaico).

Y ahora viene lo esencial: el sistema eléctrico no colapsó. Hizo lo que está diseñado para hacer en una situación tan crítica como es una fluctuación de la frecuencia fuera de los parámetros de seguridad: ejecutar desconexiones selectivas para evitar lo que después, empero, sucedió, el apagón total. Lo que se desconectó no fue un bloque de energía indeterminado, sino varias centrales —algunas nucleares, por petición expresa del operador, Red Eléctrica— y una parte muy significativa del parque fotovoltaico. La clave del apagón fue esa pérdida súbita de estabilidad, no la desaparición misteriosa de 15 GW. La potencia eléctrica siempre estuvo ahí, pero no fue inyectada en la red al funcionar los sistemas de desconexión. El sistema reaccionó protegiéndose, para mantener la integridad del conjunto. 

El motivo principal por el que Red Eléctrica excusa informar de las causas de esta crisis no responde a este escenario macroscópico. El análisis fino de lo ocurrido se ha de efectuar con los registros temporales que dispone el operador, y su escala es la de milisegundos. Saber que algo falló en tal o cual instante no basta: hay que entender por qué, cómo se propagó y qué respuesta se activó. Red Eléctrica ha declarado que dispone de una cantidad ingente de datos (como debe ser), pero que aún no están completamente procesados. Otra cosa es lo que explica el Gobierno y la presidenta de Red Eléctrica, cuyas declaraciones no son las de un alto responsable de una empresa (privada, pero controlada por el Estado), sino las de un sectario político a las órdenes del Gobierno. Lo que ella ha transmitido son las excusas habituales que usted encontrará en cualquier gerifalte de turno. La señora Corredor, ex ministra de Vivienda con Zapatero, y ex compañera de cartel con Pedro Sánchez, ha referido que casi han determinado ya el motivo del apagón, pero aún no lo suficiente como para ofrecer conclusiones; que disponen de una barbaridad de datos sobre lo que ocurrió cada milisegundo, pero que no los han analizado lo bastante como para saber cuál fue la fuente de energía que se desconectó, y que aunque la causa atribuible apunte a las fotovoltaicas, eso tampoco significa que sea así. Porque, oiga, el sistema eléctrico español es estupendo, la política energética es grandiosa y las inversiones del Estado muy atinadas. A Red Eléctrica y al Gobierno no cabe reprocharles nada, mucho menos el apagón total de toda la península ibérica durante dieciséis horas, porque su gestión es perfecta. ¡Oh, perdón! La entendimos mal: quiso decir que la sugestión (por ella y por el indocto y por el resto de lameculos ministriles) es perfecta. Ahí tienen: una inepta al frente de Red Eléctrica cuyas explicaciones son, punto por punto, lo que el paranoico indocto que nos desgobierna ya había explicado sin explicar nada. Incluyendo la desautorización explícita a sus propios directivos, que veinticuatro horas antes habían descartado el ciberataque del que habla el tontuelo de la Moncloa.

Concluyan mis caros lectores con lo que mejor crean, desde luego. Yo solo les diré que resulta mucho más fácil de entender por qué se produjo el apagón eléctrico de aquel lunes que el apagón de las luces de la inteligencia de este Gobierno y sus muchas redes de intereses creados: la maldad, la inepcia, la paranoia y la estupidez de todos los idiotas con cartera y con dirección general (o presidencias de empresas afines) es de tal complejidad en su explicación, que a estas alturas del siglo no hay Papa agustino que lo entienda.