viernes, 10 de octubre de 2025

Ruines performativos

Dos años después del 7 de octubre no es la memoria y el recuerdo lo que más duele, sino la desgarradora descomposición moral que ha sobrevenido después. 

Aquel 7 de octubre fue un día en el que el horror se enseñoreó y fue celebrado con júbilo en los vídeos transmitidos por las redes socuales sobre la incursión de Hamas en los asentamientos judíos en las proximidades de Gaza. Vimos a multitudes adultos, ancianos, adolescentes, mujeres y niños gazatíes aplaudiendo con júbilo la carnicería que sus terroristas favoritos (Hamas) habían perpetrado, para colmo del estupor general. Vitoreaban a cada luchador que arrastraba por los cabellos a las judías que habían violado y los cuerpos de los bebés calcinados tras haberlos quemado vivos. Todo en nombre de ese patético y despiadado dios al que llaman Alá y su profeta Mahoma. Clamaban en pos del espectáculo público el contenido de toda aquella carnicería que los demás creímos desterrada de este mundo cuando Auschwiz fue clausurado. Lo que vimos, con espantosa claridad, fue el retrato de unas gentes palestinas que consideraban las muertes y humillaciones de sus convecinos judíos como un trofeo largamente deseado. 

Usted ya no se acuerda. Usted es, probablemente, otro más de los que hogaño borra aquellas imagenes de la retina con los editoriales condescendientes y las excusas académicas de siempre. Porque usted, subliminal e incapaz vecino mío,  y espero que nunca lector de estos artículos,  usted lo único que desea son argumentos infames y mendaces con los que blanquear las atrocidades de unos terroristas abominables a quienes una población alienada e igualmente despreciable ha protegido, cooperado y ensalzado hasta los límites del propio infierno. Los palestinos (no todos ellos, pero sí la mayoría de los palestinos gazatíes). Son ese mismo pueblo al que nadie quiere en parte alguna, ni en Arabia o Egipto o Qatar o Emiratos; ese pueblo mayoritariamente rabioso y colérico que lleva siglos ignorando lo que realmente desea y quiere, porque aquellos que sí han asumido su condición cívica hace muchos años que renegaron de sus orígenes. Pero usted, que solo sabe gritar la palabra genocidio para insuflarse ánimo como quien evacua la mierda en los retretes infectos de Oriente Próximo, usted hace tiempo que dejó de ser un ser pensante para convertirse en una marioneta más de entre las muchas que tienen cabida en este mundo infecto.

No lo culpo, pero usted me resulta despreciable. Ha cooperado de manera eficaz en la subsiguiente operación de blanqueo de los terroristas de Hamas, llamándolos a todos ellos palestinos e inventándose una persecución continua desde el origen de los tiempos; un blanqueo orquestado por las mismas personas de izquierdas que comienzan a pesar en la historia humana más que los más abyectos criminales a quienes protegen contra viento y marea. Usted ha logrado con ello nuevamente la inversión moral entre víctimas y verdugos, como ya sucediese no hace tantos meses en las Vascongadas con la ETA o hace varias décadas en Irlanda con el IRA. Usted, ser ingrato, es el mayor culpable de la actual traición a la decencia elemental: lógicamente, pues usted no dispone de decencia ninguna, aunque crea tenerla toda. Solo es un pobre infeliz, inculto, analfabeto, ideologizado e inmundo ciudadano de un planeta que no comprende.

Fue aquí mismo, en la calle de al lado, en la barra del bar, en la cena familiar, donde la aberrante traición hacia los valores en que usted ha vivido siempre dentro de las fronteras de este país llamado España, tuvo nombre propio y cobró forma. Los he visto con mis propios ojos proferir todas esas abominaciones, y les he escuchado pronunciarlas con voz firme y sin dudas. Se trata de amigos que se dicen cultos y que repiten consignas sin saber nada de ellas. Se trata de vecinos que se hinchan de moral de izquierdas (y algunos de derechas) mientras tragan la propaganda infecta como si estuviesen siendo sometidos a una violación mental de sus neuronas. Se trata de colegas del trabajo que prefieren la postura estética a la verdad o, cuando menos, a respetar el derecho de escuchar a todas las partes, empezando por las que fueron masacrados en primer lugar como hacía cincuenta años que no sucedía en Europa. Es a todos ellos, a todos vosotros, a quienes hablo. Sois la vergüenza de una civilización que perdió el pudor hace mucho tiempo. No sois mártires del progreso; sois cómplices por omisión y por entusiasmo.

No es un insulto gratuito llamaros hipócritas. Es un hecho tan obvio como radical. Porque la hipocresía tiene un gesto claro: indignarse con letra bonita en las redes mientras se aplaude el horror en el vídeo que circula, o llorar por la tele y luego celebrar en la plaza ajena. Eso es lo que pasó hace dos años. Pensasteis de inmediato que los judíos se lo tenían bien merecido por ser ciudadanos de una nación con Estado llamada Israel. Nación que os repugna por motivos que jamás habéis querido investigar. No os interesa ni la justicia, solo buscáis la sensación de onanismo que confiere un hashtag al que os unís sin recelo porque otros miles de descarriados lo han hecho antes. Vuestro heroísmo es de alquiler por horas, se factura en likes y se devuelve con el mismo desdén con que se contrató en un principio. Sois vendedores de una compasión que no os compromete, sois malos carpinteros de un duelo fútil y mendaz que a nada os obliga. Os importa un comino la suerte de los palestinos, tan poco os importa que hasta apoyáis una flota inventada de barcos con alimentos (inexistentes, esta es la invención) y después condenáis las palizas y torturas que dicen haber sufrido sus integrantes en los calabozos israelitas donde permanecieron alimentados y bien tratados. ¿Ayuda humanitaria? Dudo que ninguno de vosotros quiera alojar a los gazatíes en casa (podríais haberlo hecho ya). Solo os importa que unos terroristas masacres judíos, prendan fuego a sus bebés o violen a las mujeres, y todo ello por ese odio inveterado a lo judío, a lo israelí, que pudre vuestros corazones. 

Y no. No confundáis dureza con odio. Hay una diferencia: el odio destruye; la dureza os señala y os avergüenza. Y lo que hay que señalar es vuestra cobardía intelectual: esa comodidad de no leer, de no pensar, de dejar que otros —los periodistas de oficio dudoso, los activistas con intereses en seguir siendo inútiles, los profesionales del teatro humanitario— escriban por vosotros la cartilla moral a la cual ós sentís obligados a adheriros. Es más fácil alinearse con el bando que se proclama políticamente correcto por autodenominarse progresista (y antiamericano) que asumir el esfuerzo de distinguir si realmente las proclamas son correctas o una mera invención ideológica. Vuestra comodidad moral tiene un precio: la complicidad. Analfabetos funcionales ya parecéis serlo.

Decís que habláis en ayuda de los más débiles. Mentís. Habláis por vuestra imagen pública, por el prestigio que sedicentemente os habéis arrogado, por el alivio de no tener que responder preguntas difíciles porque es mucho más facil proclamar la palabra "genocidio", que suena muy insultante y os refuerza en vuestras insignificantes mentes, a enteraros correctamente de cuanto ha sucedido. Cuando la verdad molesta, os volvéis artistas del simulacro porque así os lo han enseñado. Ese mismo simulacro os resulta un plan perfecto para seguir pareciendo dignos siendo, realmente, colosales idiotas. Pero claro, es más sencillo amplificar los relatos de los terroristas (dándoles pátina de veracidad con ello) que ignorar las imágenes que contradicen vuestra fábula. Lo llamáis empatía humanitaria; yo lo llamo mendacidad progresista. Son trampas de retórica para encubrir vuestra turbia pereza moral.

La prensa que os sirve de espejo tampoco está inocente. Hay intereses, modas, clientelas. Hay premios y subvenciones que se consiguen sólo escribiendo el relato que habéis identificado en vuestra excelsa ignorancia como correcto. Y la industria de la compasión, que sabe rentabilizar vuestra impostura, gusta premiar estas versiones tan lucrativas. Y vosotros, por afán de pertenecer a esa secta, que maldita la necesidad que tienen de vosotros, repetís el libreto. Así se fabrica la verdad que más conviene: no la real, sino la más cómoda. Pero no hay heroicidad en vuestra estampida. No hay nobleza en vuestra conversión instantánea. Los conversos por comodidad o por ignorancia son mucho peores que los indiferentes: al menos los indiferentes no fingen. Vosotros, en cambio, sois actores de bolsillo en un teatro de miserias, y haciendo profesión de virtuosismo legitimizáis, sin saber o queriendo no saber, lo que sería inexcusable llamar por su nombre.

Quiero que os miréis en ese espejo: reconoced al menos la facilidad con que habéis cambiado de bando, la rapidez con que habéis sustituido el juicio por la indignación ofrecida por terceros en aras de una unión progresista que solo existe (tal vez) en vosotros, no en ellos. Pensad en las palabras que habéis repetido, en las imágenes que habéis evitado ver, en las risas que habéis sofocado por miedo a contrariar al círculo. Ese silencio cómplice os mancha más que cualquier opinión discordante.

Si hay un camino de redención —y siempre habrá uno para la conciencia— empieza por una sola cosa: el intelecto. Dejad de delegar el pensamiento en influencers y tertulianos. Leed, contrastad, mirad las imágenes completas, preguntad por las fuentes. La primera y más humilde tarea de un ser pensante es comprobar. La segunda es enfrentar la propia vergüenza cuando la comprobación contradice el orgullo.

Y si no queréis ese trabajo, entonces no os quejéis cuando alguien os llame imbéciles o cobardes. Porque cobardía es preferir el aplauso a la verdad. Cobardía es usar la moral como disfraz. Cobardía es transformar la compasión en espectáculo y llamar a eso justicia. Cobardía es conformarse con el primer pensamiento que atraviesa el colon y el recto. Los alemanes de la época nazi fueron, igualmente, cobardes, e igualmente destestaban a los judíos (como vosotros).

viernes, 12 de septiembre de 2025

Proscenios infectados

Durante siglos, las estructuras sociales y políticas de Occidente se fueron construyendo sobre cimientos que podríamos calificar de muy firmes: instituciones estables, normas claras de educación y convivencia, y una idea de progreso que se sostenía desde la razón y el compromiso colectivo. La historia del último siglo, sin embargo, ha contemplado la disolución prácticamente absoluta de esas estructuras. Lo que en algún momento (ciertamente controvertido) fue celebrado como la emancipación del individuo frente a las rigideces de la tradición, ha terminado por convertir la vida pública en un espacio dominado por la volatilidad del pensamiento, la más descarnada ceguera cortoplacista y, sobre todo, el predominio de las emociones como sustento de las ideas. Esta conversión, que muchos observamos como un retroceso inobjetable de la propia sociedad, sigue siendo, empero, jaleada por enfervorizadas masas de ciudadanos que, autonominándose de izquierdas, y no pocas de una derecha más bien socialdemócrata, han convertido el futuro inmediato en un tránsito fugaz hacia el más distante, que será el que permanezca otros cien años.  

Es en este marco de inestabilidad cultural y filosófica, y no en ningún otro proveniente de las injusticias sociales o el obsceno capitalismo rampante, aunque tendría algún sentido que así fuera, donde se inserta la deriva de buena parte de esa izquierda contemporánea que tan asumido tiene situarse en un espacio de superioridad moral, humana y política. Lo que, otrora, fue un movimiento que aspiraba a la igualdad y a la justicia social se ha convertido en un espacio ideológico que tolera y celebra el caos, que normaliza la violencia siempre que provenga del bando correcto (o sea, el suyo) y que confunde solidaridad con complacencia.

La izquierda actual denuncia con fuerza los abusos de gobiernos democráticos como el de los Estados Unidos o Israel, pero guarda silencio ante los muchos regímenes autoritarios declarados por sí mismos antiimperialistas. Ha sido capaz de justificar las agresiones de Putin contra Ucrania; ha cerrado filas en defensa de dictaduras como la de Maduro, aun cuando éstas han destruido la economía y la libertad de millones de personas. En las democracias occidentales, sectores radicalizados no dudan en intimidar o incluso asesinar a voces disidentes —como ha ocurrido en Estados Unidos con figuras que cuestionan la ortodoxia progresista— mientras se presentan como defensores de la tolerancia.

Lo del antisemitismo de la izquierda no tiene nombre, aunque bien cierto es que vivimos una era en la que el poco nombre que les quedan a los asuntos se encuentra en el olvido de los tiempos. Esta animadversión por Israel, un país que ha de luchar constantemente por su propia supervivencia frente a las teocracias islámicas más retrógradas del planeta, ha devenido el grito de guerra oficial de la izquierda española, que se pavonea de su humanismo al tiempo que agita banderas de Hamás en las plazas públicas. Se siente fuerte y amparada por la actual (y demencial) política de Estado. Las escenas nos retrotraen a tiempos infaustos de un pasado no tan lejano: hordas de progres coreando consignas homicidas, bloqueando calles, y poniendo en riesgo la vida de ciclistas (no solo de los israelíes) porque la ruta de la carrera pasa por su feudo ideológico. Cataluña y el País Vasco, en España, simbolizan este festival de los horrores nacionalistas, con el viejo odio tribal hacia España reciclado en fervor palestino. Me pregunto por qué, en lugar de arremeter contra los ciclistas israelitas, no acuden todos ellos también en barquitos a servir de parapetos de Hamas frente a los ataques de Israel... Qué torpe soy: sé muy bien la respuesta. A esa izquierda que comprende filoetarras y sus secuaces y apoyaderos, les encanta matar ellos, no ser matados, en las causas que persiguen. 

La izquierda española no defiende la libertad de los palestinos —que no la tienen ni tampoco la han pretendido— sino su propia cruzada contra el Occidente al que pertenecen. Son como ese hijo o sobrino adolescente, insoportable e insufrible, al que uno desearía agarrar por el cuello y zarandearlo hasta quedar extenuado, porque ni sabe, ni entiende, ni quiere saber o entender nada (pero luego, indefectiblemente, te pide dinero para hacer su vida). Por eso prefieren mirar a otro lado cuando Putin arrasa Ucrania o cuando los islámicos asesinan a cristianos en África, pero al primer bombardeo israelí se arrancan las vestiduras y exigen tribunales internacionales. Su preocupación por los derechos humanos es selectiva. Y, como el adolescente intragable que mencionaba hace unos instantes, mientras tanto, siguen ordeñando al Estado español con una mano y justificando a dictadores con la otra. Israel, guste o no, es la única democracia de la región y no puede permitirse perder: perder equivaldría a desaparecer. Que les moleste es comprensible; pero que algunos gobiernos de Occidente les haga coro es la parte obscena de toda esta farsa (no hablo del nuestro: nuestro Gobierno es una farsa desde el primer minuto).

El mismo patrón se repite en la política climática: en lugar de promover una transición energética racional, que proteja a los más vulnerables y revitalice la salud de las empresas y de los hogares, se obstinan en implementar medidas que tienen la sola consecuencia de encarecer la vida cotidiana de las clases medias y bajas, empobreciéndolas en nombre de una causa supuestamente superior. No se trata solo de una obsesión de la izquierda: en Bruselas, en los cuarteles de la Unión Europea, aburridos funcionarios y grises políticos buscan maneras cada vez más enloquecidas y creativas de empobrecernos a todos para salvar el planeta. Nunca han pisado un país de Oriente Medio o de lejano Oriente, y dudo mucho que quieran hacerlo si no es para ir de turismo a las paradisíacas playas de Malasia o Tailandia. Les da lo mismo. Ellos son leales a su fantasiosa imaginación, arrastrándonos a todos a la extinción de un planeta que, paradójicamente, pretenden salvar. Con la inmigración sucede algo parecido: el discurso se centra en abrir las fronteras sin distinción, ignorando los costos sociales, culturales y de seguridad de incorporar de forma indiscriminada a quienes no comparten —o incluso rechazan— los valores democráticos. Sobre este tema hablaré otro día, hoy se me acumulan las evidencias.

La izquierda ha sustituido el análisis racional por la emoción como criterio rector. No importa si los datos muestran que una política es contraproducente: si puede enmarcarse como progresista, debe aplicarse y, quienes objetan a ella, son todo filofascistas o ultraderecha, no importa lo que voten o dejen de votar. Es como una retroalimentación endiablada que surte efecto porque son ellos los que gobiernan o, mejor aún, los que deciden. Al final, la papeleta que llamamos voto, solo es un resumen reduccionista del tipo "ellos contra nosotros". De ahí que la objetividad sea vista con desconfianza, sobre todo si parece dar argumentos a la derecha. La discusión pública se vuelve el tribunal moral donde el que disiente es señalado como enemigo, racista, fascista o negacionista a combatir. Lo extraño es que no confiesen que les gustaría vernos muertos cuanto antes.

Digo lo anterior porque este es el marco ideológico que ha llevado a una peligrosa banalización de la violencia, a un desprecio creciente por la libertad de expresión y a la erosión de los consensos que permitieron la convivencia democrática durante décadas. Si todo es relativo, si la verdad depende del relato de cada colectivo, y algunos colectivos son más colectivos que otros, como diría Orwell, entonces nada puede sostenerse de manera duradera y cualquier imposición, por radical que sea, puede justificarse en nombre de la justicia social.

El desafío de nuestro tiempo está muy claro: recuperar un terreno común donde el disenso no sea criminalizado y donde la razón tenga más peso que el grito. No se trata de regresar a una modernidad sólida y petrificada, sino de reconstruir un espacio de debate donde las causas justas no se conviertan en excusa para la violencia ni en coartada para la tiranía, como actualmente pasa en España y en mucos otros lugares del mundo. Para ello, la izquierda debería volver a leer otro poco, a no dejarse llevar por sus ínfulas de grandeza, saber hacer números y recuperar su papel histórico como motor de libertad, igualdad y progreso para todos. No lo van a hacer, ya se lo digo yo (vean, si no, los nombres propios asociados a ella en el proscenio político español; pues eso).

viernes, 5 de septiembre de 2025

Bombazos caribeños y un zombi en la Moncloa

Recientemente, Estados Unidos ha hundido una narcolancha en el Caribe. Trump ha desplegado una imponente fuerza naval para luchar contra el tráfico de estupefacientes y no está siguiendo las normas del derecho internacional a la hora de abordar (nunca mejor dicho) esta situación. No detiene o registra las embarcaciones que interceptan: directamente las envía al fondo del mar, escudándose en la autorización del Congreso tras el 11-S, que permite emplear métodos de guerra contra organizaciones terroristas (islámicas). 

Hasta ahora, Maduro y su tropa representaban la imagen de una férrea dictadura capaz de conducir todo un país a la miseria y la inexistencia. Con Trump, Maduro es el líder de un grupo terrorista y narcotraficante, que ha usurpado la totalidad de un país para proteger sus negocios. A mí, personalmente, me bastaba con las ruindades del señor del bigote para querer enviarlo a criar malvas. Siempre me pareció sospechoso que Estados Unidos fuera tan condescendiente con un individuo capaz de condenar a millones de personas al exilio y dejar su propio país sumido en el fango hasta dentro de medio siglo, al menos. No era nada sospechoso, en cambio, que idiotas como Zapatero o el profesorucho aquel de la Complutense (Monedero) defendiesen a capa y espada al heredero del chavismo (un heredero con ambiciones, porque lo de lucrarse con la droga es un golpe magistral respecto a las enseñanzas del gorila aquél que lo designó). Ambos, y no sé cuántos más, han sido muy generosamente retribuidos por Maduro. Tal vez lo siguen siendo aún. Lo dicho. Uno no puede fiarse de la palabra del bobo solemne que fue presidente a golpe de bombazo y mentiras (las suyas), y mucho menos de cuanto es capaz de parir el engendro podemita. 

Solo Cuba sostiene a Venezuela (y viceversa). El baldomero (Putin) no les tiene mayor aprecio (aunque finja por aquello de ser contrario a Europa y Estados Unidos), y dudo que los chinos se fíen de un bigotudo que solo sabe matar a su gente y hacerse de oro con la cocaína. El gordinflas norcoreano es igual de desalmado, cierto, pero Asia nos queda muy lejos: Venezuela es patria hermana (o hija) nuestra. El caso es que Trump ha decidido dar caza al Nicolás, y solo queda preguntarse cuándo le enviará un misil para metérselo por donde escuecen más los pepinos. Israel, con menos poder y menos soldados, es experta en eliminar cúpulas militares y gubernamentales desde la distancia: los chicos yanquis no pueden ser tan torpes como para invadir un país sin ser necesario en absoluto. Veremos qué pasa al final. De momento, hunden esquifes sin conceder a sus tripulaciones entregarse. Y Maduro ha reaccionado como si la cosa no fuera con él. 

Lo escribí hace unos meses (Trump debería ocuparse de Venezuela), y aunque este verano nos han superado los líos dialécticos con Putin, el asunto no deja de ser relevante y de principal importancia. No sé qué han dicho los opinadores españoles, la verdad. No es que me interesen demasiado, pero siempre es conveniente anotar lo que dicen y contemplar el registro histórico como quien observa el proceso de una locura casi intergeneracional. El indocto que se va malogrando él solito, y más que desmejorará conforme el parapeto que se ha montado en el palacio monclovita para no acabar en la cárcel se vaya descomponiendo, tampoco ha dicho ni mu. No sé si puede. O sabe. En realidad, jamás pensé que podríamos contemplar a un zombi de verdad sentado en la poltrona de la presidencia del Gobierno. Allá él. Su mujer, al menos, sigue estando apetitosa: lo mismo pronto le sale cornamenta y todo (cabrón ya sabíamos que es un rato).


viernes, 29 de agosto de 2025

Polvo veda del pasado sin mañana

Aterricé en Chennai en la mañana de un domingo, tras haber volado toda la tarde española del sábado y haberle robado horas al día porque el planeta gira hacia el este. Lo primero que se siente, al descender del avión, es el aire espeso, muy espeso y muy cálido, saturado de humedad y de cansancio. Alguien dijo que, junto al golfo de Bengala, la atmósfera envuelve el cuerpo como un abrazo incómodo, pero a mí me parece una imagen muy poco positiva y distante de la realidad. El aire envuelve el cuerpo y lo hace sufrir con su calor y su densidad agobiante, pero permitiendo al individuo sentirse libre, manumitido, sin cadenas ni cerrojos que lo esclavicen a nada. 

El ruido en la india es constante porque todos los vehículos acostumbran a desplazarse advirtiéndose unos a otros con toques breves y continuos del claxon. No hay tregua para las bocinas de los coches o de las motos, o de los carricoches que tanto tiempo ha desparecieron de la faz de nuestras europeas ciudades. Es lógico que así sea. Si en nuestros países modernos, ordenados, obedientes, dos carriles por sentido en una carretera permite a dos vehículos circular en esa misma dirección, en la India los mismos dos carriles son colmados de tres, cuatro, cinco vehículos al mismo tiempo, porque allí nadie toma las señales horizontales en cuenta, y ni siquiera se respeta la regla elemental de circular por la derecha (sí, son británicos en ese sentido). Los cruces se suceden en cualquier punto donde se puedan efectuar, porque no hay señales ni semáforos que reglen el paso y pongan un poco de orden. Es un caos tan aberrante, y al mismo tiempo fascinante, que sorprende no contemplar ni un solo choque o accidente en ninguno de los arriesgados trayectos que allí se realizan. 

Y no solo impresiona la vertiginosidad del ruido audible del incesante tráfico caótico. La vista contempla, igualmente, a ambos lados del vehículo, una continuada concatenación de imágenes cuya adjetivación más precisa es la de, justamente, ser ruido. Ruido de calles sucias, pedregosas y terreras, mal asfaltadas y llenas de hoyos profundos. Es un mundo sin aceras, donde lo mismo estacionan motos, que tractores, que vacas o perros (están por todas partes), y nadie concede importancia a entorpecer la marcha de los vehículos y camiones.  Además, hay basura y suciedad por todas partes. Si preguntas a sus gentes, responden que los alisios y monzones impiden almacenar en contenedores las basuras, pero lo cierto es que yo no vi un solo camión recogiendo detritos, residuos, desperdicios, desechos, restos, sobras o despojos en parte alguna. De igual manera, está todo lleno de escombros. Es la visión del infierno en que las personas despojan al paisaje de su limpieza natural y su belleza, y se acostumbran a la destrucción que causan. ¿Realmente alguien puede pensar que allí preocupa el medio ambiente y las emisiones? No me hagan reír.

India eligió un camino distinto al de su vecina, igualmente masificada, China. Pero mientras ésta se transformó durante los últimos veinticinco años en una potencia industrial, India se aferró a sus tradiciones, a su burocracia, a su espiritualidad. Nehru soñó con una nación autosuficiente, cerrada al mundo, y ese sueño aún pesa. Pesa muchísimo. Los aranceles que ahogan las importaciones son muros invisibles que frenan el progreso. La infraestructura, precaria y fatigada, no acompaña ni al talento de sus ingenieros, ni la ambición de sus jóvenes. Y, sin embargo, hay señales de cambio. En los centros de datos que empiezan a surgir, en los proyectos que se gestan en silencio, en la energía de una generación que quiere más, se observa con claridad que la India, tan vasta en recursos humanos, dispone de la inteligencia y la voluntad para abrirse, modernizarse, construir sobre lo que ya tiene sin destruir lo que la hace única. Pero, de momento, yo no he visto esas ganas materializarse en una queja unánime por parte de sus habitantes. Viven tan dóciles a los sintagmas religiosos, tan sometidos a todo tipo de rituales dogmáticos, que uno se explica con facilidad cómo pueden reajustar sus criterios internos nada más aterrizar de cualquier país donde la calidad de vida sí sea paradigmática.

Me fui de India con más preguntas que respuestas, con el alma revuelta y la mente despierta. Dicen que hay países que no se pueden entender, porque solo pueden sentirse. India, sin duda, es uno de ellos. Si me permiten ser poético, caros lectores India es una herida abierta que no deja de sangrar, una promesa que jamás se verá cumplida, un poema carente de ritmo y de rima. No es un país cuya visita yo pueda recomendar a nadie.

viernes, 22 de agosto de 2025

España ha ardido

España ha vuelto a arder. Otra vez más. Castilla y León, Extremadura, Galicia... Media península sigue iluminando los telediarios de agosto con llamas que parecen alcanzar los límites del empíreo. Se cuentan hectáreas (esta vez por cientos de miles), se pierden casas, se lloran las vidas de los voluntarios perecidos en la extinción... Cada verano repetimos el mismo guion. Como los estíos se renuevan cíclicamente, en esta ocasión nos ha parecido todo mucho más terrible y opresivo. Pero el fuego, por sí mismo, no es una anomalía. El Mediterráneo convive con él desde hace millones de años; nuestras plantas han evolucionado para resistirlo, rebrotar tras las llamas o incluso depender de ellas para regenerarse. El problema no es que haya incendios, cosa bastante ineludible, por otra parte; el problema es que los gobiernos se obstinan en dejar que los incendios se conviertan en catástrofes. Casi parece una cualidad intrínseca de cualquier gobernante.

Este 2025 nos ha regalado una primavera insólita: lluvias abundantes, campos reverdecidos, ríos recuperados, pantanos colmados de agua... Lo habíamos celebrado como un triunfo frente a la sequía, una de las escasas bonanzas del ubicuo cambio climático, gotas frías al margen (cuyas devastaciones son también evidencia de la escasez de trabajo público de los que mandan). Pero muy pocos se atrevieron a decir en voz alta lo que los técnicos repiten desde hace décadas: tanta vegetación exuberante deviene, durante la canícula estival, combustible barato y abundante. Era previsible, de igual modo a como también era evitable. Se podían haber programado quemas prescritas en primavera, se podía haber contratado pastoreo dirigido, se podía haber sacado biomasa para calderas municipales o para compostaje agrícola. Se podía haber hecho muchas cosas, pero, como suele ser costumbre, no se hizo. Al filo del fin de agosto, las excusas son vuelos de golondrinas entre unos balcones y otros, arrojadas con fuerza para estamparse en la cara del adversario. Eso es algo bastante consuetudinario en el juego político, pero el Estado dispone de recursos humanos (funcionarios) y materiales para poder adoptar decisiones al margen del color del presidente de turno: casi me atrevería a decir que la falta de presupuestos de la nación es una de las causas de tanta dejación, pero de momento no apunto más arriba. 

Hay varias caras en esto del fuego. Los que provenimos de terruños agropecuarios lo sabemos muy bien. Se sueltan mucho las campanas con la causa "provocada" de los incendios forestales, y se celebra en la prensa la detención de quienes han sido identificados como causantes de los mismos. Pero no se trata de pirómanos, sino de pobres diablos que, como en tantas ocasiones, pecan de exceso de confianza (o simplemente de altanería y soberbia) y se niegan a dejar las quemas de rastrojos para más adelante, en la estación húmeda (en verano, la maleza es muy fácil de eliminar, porque todo está seco: también los matorrales de los montes cercanos). La cara del fuego a la que yo me refiero no es otra que el abandono rural, o la España menguante, que me gusta decir a mí. La agricultura y la ganadería extensiva retroceden y con ellas está desapareciendo (si es que no ha desaparecido ya) un sistema ancestral de prevención. Donde había cabras y ovejas, hoy solo hay matorral; donde había huertas y bancales cuidados, hoy tan solo se distingue maleza.

La política llora lágrimas de cocodrilo por esa España que se ha ido vaciando, pero tampoco crea incentivos para que el campesino se quede. Y es una cuestión en la que, a lo mejor, habría que ser muy creativos, porque la agricultura es un trabajo que no gusta, y las infraestructuras asociadas a este sector primario suelen dar auténtica pena. Las consejerías no pagan (o pagan muy poco) por los servicios ecosistémicos que limpian los montes, tampoco contrata pastoreo dirigido a urbanizaciones en interfaz forestal, ni reconoce que un rebaño en el monte es un cortafuegos con patas. Alentados por esa panda de ideólogos idiotizados llamados "los ecologistas" (¿o ahora se denominan "los bio"?), se les llena la boca de discursos sobre el desarrollo rural, pero en la práctica se trata de un concepto en el que no creen. De ahí que se permita que el mosaico agroforestal esté desapareciendo y se transforme en una alfombra continua de vegetación lista para arder.

La paradoja española es que gastamos millones en apagar incendios, y migajas en prevenirlos. El sonido del helicóptero o del hidroavión cargado de agua da réditos electorales, pero un plan quinquenal de selvicultura, no. ¿Quinquenal, dice? Eso no publica fotos. Tal es el motivo por el que el presupuesto se oriente hacia la épica de la extinción y muy rara vez hacia la discreción de la prevención. Pero la matemática es sencilla: cada euro gastado en prevención ahorra siete en extinción. Y sin embargo seguimos destinando el 80% a apagar y el 20% a prevenir. Nuevamente, lo invisible no da votos. Se trata de un sistema de prevención, por lo demás, bastante precario: por lo común, brigadas contratadas solo en campaña, sin estabilidad, sin continuidad en sus trabajos. Muchas de las ventanas de quema prescrita se pierden, así, por miedo a responsabilidades penales, cuando resulta que es la herramienta más barata y eficaz para reducir combustible en el monte. Y a todo ello unimos la endémica fragmentación institucional, resuelta en diecisiete comunidades con idénticas competencias, pero con planes que no casan entre sí; con cartografías diferentes y ventanillas que no hablan entre ellas. Hace unos días, ese elemento nefasto llamado García Page, famoso por soltar tímidamente algún que otro reproche al indocto, alardeaba de que había autorizado a que sus servicios forestales se desplazaran a Cáceres para ayudar en la lucha contra el fuego. Sus servicios. Page, el dios, el emperador, el magnánimo. Sigue faltando un mando único en prevención y un plan nacional que diga: aquí se limpia, aquí se quema, aquí se pastorea y aquí no se construye. En lugar de eso, desde el palacio de Lanzarote, que es de todos, pero solo disfruta el indocto y sus amigotes, se lanza un "pacto de estado" contra el cambio climático. ¿Para qué resolver lo menudo y mundano si uno ha sido llamado a liderar misiones que son pura trascendencia y epistemología? Este es el nivel que media España aplaude (y la otra media berrea). 

Tras el incendio, se da paso al ritual: declaraciones de zona catastrófica, promesas de ayudas, y muy pronto veremos fotos de los de siempre plantando árboles. No necesita el monte tanta reforestación (necesita la adecuada), pero sí una diagnosis que, desde la desaparición de los peritos agrícolas y forestales, ya nadie efectúa: erosión, bancos de semillas, regeneración natural, especies invasoras. Plantar por plantar es propaganda . Recuperar la funcionalidad del ecosistema y evitar que el próximo incendio sea peor, es un proyecto concreto. De todos modos, no lo veremos llevar a cabo, ni siquiera mínimamente. Los planes de paisaje resistentes al fuego deberían contar objetivos por cuenca y comarca, y ya ven ustedes cómo se encuentran; los pagos por pastoreo y contratos estables de ganadería extensiva para limpiar monte, jamás se van a rubricar; los protocolos de quemas prescritas seguras y masivas, con cobertura legal, tendrían que imponerse (y hacérselo entrar en la mollera de los miles de agricultores testarudos -que analfabetos ya no hay-); cuadrillas de monte todo el año, no solo los tres meses de verano y uno de primavera; la cartografía dinámica del combustible vegetal y realización de simulacros reales en zonas de riesgo, cosa de la que se podría encargar el IGN, por ejemplo, tampoco parece que vaya a realizarse... Y, sin embargo, todo lo anterior es práctica común en países como Australia, donde la lucha contra el fuego es parte del ADN del habitante. Aquí sabemos en qué consiste, sabemos incluso escribir los planes pertinentes y exponerlos en conferencias, pero el resultado jamás llega al territorio que se prende.

El fuego seguirá existiendo; lo que no es inevitable es que cada verano se convierta en tragedia nacional. Pero, para ello, depende de gobiernos (y oposiciones) que no prefieran apagar incendios y sí encender las excusas.

viernes, 15 de agosto de 2025

Repliegue ante el medievo

Saben mis caros lectores que viví varios años en países árabes. Posteriormente, he desarrollado proyectos profesionales en Oriente Próximo y, como consecuencia casi lógica de todo ello, conservo amistades musulmanas entrañables. Todos esos años me enseñaron que en el mundo islámico conviven dos realidades opuestas: una ética comunitaria cálida y solidaria, y un sistema doctrinal que, en la inmensa mayoría de los casos, se traduce en marcos legales y sociales que restringen la libertad individual con la total obediencia de sus fieles. Esto que digo no es una crítica a las personas, sino a una estructura de poder que convierte la sumisión a Dios en obediencia a hombres que se erigen en sus intérpretes. Sin embargo, no siempre fue así. Entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, ciudades como Estambul, El Cairo, Beirut, Túnez o Teherán eran centros de intenso debate intelectual. Allí se discutía cómo modernizar la educación, cómo redefinir el estatus de la mujer, cómo reconciliar la fe con la razón. Reformistas como Muhammad Abduh defendían el esfuerzo interpretativo —el iŷtihād— frente al seguimiento ciego, mientras otros como Qāsim Amīn abogaba por la educación femenina y la reforma del estatuto personal. Incluso pensadores como Alī ‘Abd al‑Rāziq se atrevían a cuestionar la obligación religiosa del califato, abriendo la puerta a la separación entre religión y política. En aquellos años, varios estados ensayaban reformas legales profundas: Turquía adoptaba una laicidad tajante y Túnez abolía la poligamia.

Todo ese impulso reformador e intelectualmente beneficioso se truncó. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mapa político cambió. La descolonización dejó en pie regímenes autoritarios que usaron la religión para legitimar su poder. A partir de los años setenta, la riqueza petrolera de los estados más conservadores financió la exportación global de una interpretación rígida del islam, eclipsando las corrientes reformistas locales. La Guerra Fría convirtió a Afganistán en un campo de batalla que, a su término, devolvió militantes religiosos formados en la guerra a sus países de origen. Y golpes simbólicos, como la Revolución iraní, reforzaron la idea de que el fracaso de los proyectos laicos debía remediarse con un "retorno a las raíces". El resultado fue un estrechamiento del espacio para la interpretación libre. El ideal ético-jurídico de la sharía se convirtió en código cerrado. La noción de que el iŷtihād estaba "cerrado" legitimó la obediencia ciega. En muchos países, las leyes de estatuto personal consolidaron desigualdades de género; las leyes de blasfemia y apostasía criminalizaron el disenso; y el monopolio del clero sobre el significado convirtió debates teológicos en doctrina de Estado. Este patrón no se limita a los países de mayoría musulmana. En Europa, aunque existen procesos de integración exitosos y de secularización, también surgen enclaves donde predominan normas comunitarias que, en la práctica, funcionan como un orden paralelo. Esto se advierte principalmente en los barrios con mayoría musulmana. En algunos de ellos, el arbitraje religioso se impone en asuntos familiares; la segregación residencial y educativa reduce el contacto con el resto de la sociedad; y una economía moral comunitaria presiona a los individuos para que se ajusten a códigos de honor y vestimenta. No se trata de demonizar a comunidades enteras, sino de reconocer que estas dinámicas pueden limitar los derechos individuales, especialmente de mujeres y jóvenes, dentro de la propia comunidad.

Frente a este panorama, la respuesta no puede ser ni el paternalismo ni la ingenuidad. Y mucho me temo que ambos se dan por igual en los tiempos actuales. Por ese motivo conviene no olvidar los principios: la ley civil debe ser la misma para todos, sin foros paralelos coercitivos. La libertad de conciencia debe incluir la libertad de salida de la religión (y del consiguiente ateísmo). La escuela común, el aprendizaje de la lengua y la interacción cívica son herramientas contra el aislamiento. Y la financiación de lugares de culto y material religioso debe ser transparente, para evitar que el literalismo importado desplace las interpretaciones locales más abiertas. Me refiero a las mezquitas donde se engendra el fundamentalismo, sí. Pero hay un aspecto que merece la mayor de las atenciones: en gran parte del mundo musulmán, incluso entre las élites más instruidas y cosmopolitas, rara vez se produce un rechazo abierto de la teología y la moral religiosa medieval, algo que sí ha ocurrido en otras confesiones. Las razones son múltiples. Por un lado, la fe está profundamente entrelazada con la identidad cultural y nacional; cuestionarla puede percibirse como una traición a la comunidad. Por otro, la presión social es intensa: disentir públicamente implica arriesgar reputación, posición profesional e incluso seguridad personal. Además, el sistema educativo en muchos países musulmanes, incluso a nivel universitario, evita el debate crítico sobre religión, reproduciendo una visión sacralizada de la historia y de la moral. El resultado es que, aun cuando exista pensamiento crítico en lo privado, este rara vez se traduce en movimientos visibles de secularización o reforma profunda. La pregunta subsiguiente es por qué ese clima rupturista con visiones ideológicas (religiosas) medievales no se produce en mayor cantidad en los estados de Europa. Como casi en todo, la religión, la fe, necesita tiempo para que se disuelva del sentimiento humano. En España tardó más de cincuenta años en producirse y, todavía hoy en día, no son pocos los lugares de culto donde las gentes participan de liturgias y rituales obsoletos sin pretender preguntarse una sola vez "por qué". En alguna parte he dejado escrito que el mayor poder de las jerarquías religiosas, cristianas o musulmanas, se preserva apartando a los fieles de los significados teológicos de aquello en que creen. Una masa creyente capaz de adorar como verdaderas las ideas sencillas y conceptos maniqueos que creen los niños a pies juntillas, no es una masa sabia. Es un masa sectarizada.

La reciente polémica en Jumilla es un ejemplo, a escala local, de cómo la confrontación entre principios cívicos y normas comunitarias puede desatar tensiones desproporcionadas. Allí, el simple cuestionamiento público de prácticas culturales (ciertamente aberrantes) asociadas al islam ha derivado en un debate encendido que rápidamente se desplaza de lo concreto a lo identitario. La reacción ilustra un patrón recurrente: la crítica a una costumbre específica se percibe como un ataque a toda la comunidad y, a partir de esa premisa, todo lo restante, por importante que sea, parece baladí. La fiesta del cordero que los musulmanes pretendían llevar a cabo en un polideportivo es una práctica que en ningún caso debería ser permitida (so pena de que las autoridades comiencen a permitir también las matanzas del cerdo en lugares públicos, lo cual no parece ser el caso). La pueden hacer en sus casas o en sus templos, que son los lugares privados donde la ley civil, en principio, no entra a juzgar. Por descontado, los vocingleros de izquierdas (y de derechas, y no pocos obispos) han tachado la resolución administrativa de xenofobia y contraria a la libertad religiosa. Qué otra cosa podían decir: el asunto no tiene por dónde cogerse. Equiparar ese ritual medieval, más espectáculo propio de un matadero que de una liturgia, con corderos degollados y sangre por doquier, con el derecho de un ciudadano a adorar a un dios inexistente (y bastante torpe, como torpes eran las mentes que lo crearon), es alcanzar un punto de decadencia donde cada chorrada proveniente de una línea histórica diferente a la nuestra, parece ser objeto de vanagloria.

En el fondo, uno de los temas en juego es la incapacidad del Islam (o mejor dicho, su obstinada persispencia) de asumir que sus anacrónicas normas religiosas no pueden ser leyes civiles ni democráticas. Que se lo digan a los sufridores ciudadanos europeos de las crecientes comunidades musulmanas de Francia, Bélgica, Alemania, Suecia, o Reino Unido, donde la sustitución total de la ley común por la sharía es un desafío que apenas acaba de asomar sus garras. Nos preciamos de ser estados liberales y tolerantes, pero somos incapaces de retroactivar las herramientas indispensables para impedir ser convertidos en los estados teocráticos e intolerantes de los que provienen quienes emigran a esta parte del mundo. Dirá usted que la migración sudamericana, plagada de un catolicismo pueril, repleta de diositos y jesús me ama y cánticos de iglesia post-conciliares (la cosa más grotesca del catolicismo actual), es un fenómeno similar. Pero no lo es.  Y si es usted de izquierdas, se indignará con mis palabras (cosa que realmente quiero que suceda), aunque no por ello dejará de justificar sus ataques continuados a ideologías distintas u opuestas, aplaudiendo los escraches y las imposiciones intimidatorias estilo podemita en cualquier universidad. Lo que usted jamás hará será atreverse a decirle lo mismo al Islam y defender que, por ejemplo, el famoso velo no es otra cosa que una vejación inmisericorde para las mujeres proveniente del siglo VII, que a punto estuvo de ser revocado en las -entonces- sociedades islámicas intelectualmente potentes, mucho antes de que esta escoria religiosa llegara a imponerse en aras de su maldito Alá. Atrévase usted y luego discutimos usted y yo.  

Si hace un siglo era pensable un islam compatible con la libertad personal, hoy en día, el Islam parece un baluarte repleto de creyentes bondadosos, entremezclados con hombres de las cavernas que, para mayor afrenta, son quienes interpretan los escritos de su profeta y dictan el comportamiento de unos (los bondadosos) y otros (los australopitecos que gozan de matar e imponer con bombas y tiros la reputación de su fe). La humanidad sigue entregando a los peores intérpretes humanos la potestad de hablar en nombre de un Dios inexistente que, además, impone una ley anacrónica y extermporánea. Los musulmanes tal vez no estén preparados para afrontar un debate que dejaron sucumbir hace un siglo. Lo peor es que, los restantes, tampoco lo estamos.


viernes, 8 de agosto de 2025

El estío del olvido

Agosto nunca llega de improviso, tampoco se instala sin avisar. Agosto es un mes que siempre está llegando desde lejos, como el crepúsculo de los atardeceres. No irrumpe, al contrario que sucede con junio, siempre pendiente de contrariar las emociones contenidas en los meses vernales previos. Tampoco es un mes que se esconda, como le sucede a septiembre, desesperado por avanzar sin remisión hasta el otoño. Agosto aparece una mañana con su calor plomizo, su luz pesada y grasa, sin filtrar, y su reloj detenido en el impasible tictac del tiempo que no quiere proseguir, como a los antiguos despertadores a los que había que dar cuerda y que han desaparecido de las mesitas de noche. 

En mi pueblo, antaño, agosto señalaba el tránsito definitivo del año agrícola. Julio abarcaba toda la recolección y la cosecha, era el mes afanoso por excelencia. Pero su haragán compañero estival se significaba en inacabables días de fiesta, siempre tan deseados. Las jornadas, sensiblemente más cortas, avisaban de noches que arrancaban indefectiblemente cálidas y devenían, con el paso de las horas, en frescas e incluso frías. Pese al júbilo incesante, consecuencia lógica de la ausencia de labores agrarias (tan solo unas pocas tareas mantenían ocupadas a las personas), en agosto todo se iba desacelerando y bestias y hombres adoptaban un paso sosegado y calmo. El tiempo mismo parecía permanecer sentado a la sombra mientras los pensamientos se dedicaban a sudar exhaustos los últimos vestigios de los afanes, que es cuando merecía la pena plantearse las preguntas más trascendentales sobre la vida y su significado. Era parte del idioma estival que las mentes comenzasen a advocar una vez que el cansancio, la espera y la piel pegajosa habían cumplido su cometido. 

Nada de todo ello posee sentido en estos tiempos de ahora, cuando el verano que representa el mes de agosto no es ni tan siquiera el punto máximo de una fiesta interminable, sino la excusa contraproducente para seguir manteniéndose en una incesante entretención. Se mantienen los rituales dogmaticos de las pieles bronceadas de playa y sol, los cuerpos cincelados cuando aún cabe usar esa expresión para definir a las huríes que ponen a prueba la malignidad del pasado que uno supo disfrutar como hombre. Pero agosto, en ese sentido, y en esta parte del mundo, ha dejado de ser el fuego lento donde se cocinaba el alma para convertirse en el abrasador crisol donde las aventuras de la vida se funden unas con otras,  sin remisión ni espera, como si hubiese que quemar la vida con el ardoe de la atmósfera, impidiéndonos recordar posteriormente. Jamás me había sucedido que encontrase tan vacío un mes que siempre supuso tanto contenido en mi vida.

Lo observo con pasmo en mi terruño. Desde temprano, el aire se presenta denso, pero como si viniera de otro planeta, de uno que se halla muy lejos, donde todo arde incluso antes de tocar el suelo, un suelo yermo y baldío donde ya no se agostan los rastrojos ni menudean las reses y caballerías paciendo los restos de la cosecha. Ya no cantan las cigarras en los campos y el sonido del aire entre las ramas de los robles y de las encinas no suena a música de la naturaleza, sino a una severa advertencia: algo va a estallar, quizás el cielo, quizás nosotros, porque hemos perdido el rumbo del estío. Lo que estalla, lo que implosiona, es el pasado donde los agostos tenían todo el sentido, y las fiestas unían a las gentes que populaban los caseríos y puebluchos porque era improbable que se viesen juntos de esa manera el resto del año. En los pueblos, el mediodía aún parece sagrado. No porque se rece, pues ya no hay rezos ni campanas que repiquen a misa. Simplemente no se respira. Las calles son maquetas abandonadas y los perros no deambulan buscando las sombras mientras sus amos sestean o terminan de comer con la copa de brandy o de ojén. Aquellos perros se deslizaban en cámara lenta y por las noches salían en procesión a vivir una vida muy distinta de la diurna. Eran perros para el ganado y su conducta se ajustaba a un protocolo ancestral de servidumbre y fidelidad. Ahora los perros permanecen en las casas, se alimentan aburridamente y no saben ser felices porque solo saben ser esclavos del confort y de la idiocia de sus dueños, que se niegan a educarlos como animales. Y cuando todos estos pequeños elementos se integran y disuelven, uno concluye que el estío ya nunca volverá a ser lo que una vez lo hizo grande porque ninguna estación volverá a ser lo mismo. 

En las ciudades es mucho peor, porque todo se vuelve irreal. El asfalto huele a caucho quemado y las oficinas están vacías o en guerra con el aire acondicionado. Los trenes laten como bestias de metal sin alma, por ausencia de pasajeros que no lleven maletones (para qué querrán los virus denominados turistas tanto equipaje). Las conversaciones se acortan, si es que hay alguna, la ropa se reduce estúpidamente (por favor, qué afán en querer vestirnos de párvulos, sin viso alguno de elegancia o dignidad). Hasta los pensamientos parecen flotar inertes sobre capas de sudor. No queda nada de aquellos pactos silenciosos entre desconocidos bajo el mismo árbol o ante el agua de la misma fuente. Creo que solo los turistas suspiran alborozados frente a las heladerías donde servían una bola o dos de mantecoso frío sobre un barquillo en forma de cono. No hay niños corriendo descalzos, ni abanicos en manos de abuelas conocedoras de todos los secretos del calor. Solo en la costa se percibe el chasquido de la carne en las parrillas o el pescado en los espetos. Pero es una impronta insignificante, casi miserable. Qué lejos están las canciones de orquesta con sabor a anís y a infancia, los reencuentros en plazas donde nadie preguntaba por el tiempo porque conocido era que agosto es siempre eterno. Y cuando el sol comenzaba a hundirse, y llegaba la primera brisa verdadera —la única que no quemaba—, el mundo parecía redescubrir sus formas y esquinas. La noche como un regalo, las terrazas como conversaciones pausadas, los cuerpos rozándose sin temor al bochorno, los ojos animados a mirar mucho más allá del calor. Aquellos agostos limpiaban. De excusas, de maquillajes y prisas. 

Mientras el verano alcance su punto más alto y la tierra siga exudando vapor, recordaré que bajo el cielo inclemente de azul sin nubes estaba latiendo la promesa de lo venidero: la uva madura, el primer día nublado, la lluvia agradecedora. Y la certeza de que todo lo que arde, algún día, acaba cediendo. Son cosas que el mundo ya no sabe que existen, que aún perviven. Es el estío de los olvidados.

viernes, 1 de agosto de 2025

La guerra de la propaganda

Desde Tucídides hasta nuestros días, los conflictos humanos se repiten bajo diferentes formas con variables perfectamente reconocibles: la instrumentalización del sufrimiento, la manipulación de la verdad y la transformación de las guerras físicas en guerras discursivas. El conflicto actual entre Hamás e Israel no es ajeno a estas lógicas, y se inscribe en una historiología cíclica, donde la propaganda se convierte en arma de guerra tan decisiva como la espada o el misil. A lo largo del siglo XX, el sufrimiento humano ha sido capturado y utilizado con fines estratégicos. Durante el genocidio armenio (1915), las imágenes de niños famélicos circularon por Europa y América para obtener apoyo diplomático. Lo mismo ocurrió en la Guerra Civil Española, donde la célebre foto del “niño muerto en Guernica” —real o no— se convirtió en emblema de la barbarie fascista. Hoy, en Gaza, las imágenes de la desnutrición infantil cumplen esa misma función, independientemente de su autenticidad o contexto.

La propaganda humanitaria —que explota emociones primarias como la compasión y el horror— es un fenómeno moderno que se agudizó con el desarrollo de los medios de masas. Ya en la Primera Guerra Mundial, la imagen del “soldado alemán atravesando a un bebé con su bayoneta” circuló por los periódicos británicos, aunque luego se demostró falsa. La falsedad nunca impidió su eficacia. Otra constante histórica es el uso de la propia población como escudo, símbolo y justificación de la lucha. En la Segunda Guerra Mundial, los nazis declararon Berlín una “ciudad fortaleza” y enviaron a adolescentes del Volkssturm a morir por una causa perdida, esperando que el martirio alemán movilizara compasión internacional. Algo parecido ocurrió en la guerra de Vietnam, donde el Viet Cong sabía que los bombardeos estadounidenses sobre zonas civiles alimentarían la indignación mundial. Hamás sigue esta lógica: convierte el martirio infantil en arma diplomática, contando con que cada imagen de destrucción erosione la legitimidad israelí. La historiología enseña que el sufrimiento civil puede convertirse en moneda de cambio para las organizaciones que no pueden ganar en el campo militar, pero que pueden vencer en el campo moral.

La incapacidad de la ONU para intervenir de forma eficaz en Gaza se inscribe en una larga serie de fracasos institucionales. La Sociedad de Naciones, creada tras la Primera Guerra Mundial, no pudo evitar la invasión japonesa de Manchuria (1931), la ocupación italiana de Etiopía (1935) ni el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Las buenas intenciones diplomáticas chocaron una y otra vez con la realpolitik. El fenómeno actual tiene raíces similares: la ONU financia programas en Gaza sin controlar cómo se usan los fondos, repitiendo el error de la Sociedad de Naciones, que en los años 30 fue incapaz de impedir que los tratados se convirtieran en papel mojado. La historia muestra que las instituciones multilaterales son especialmente débiles cuando se enfrentan a actores no estatales radicalizados, como lo fueron los piratas berberiscos en el siglo XVIII o los grupos revolucionarios panárabes del siglo XX.

Las guerras de propaganda se apoyan frecuentemente en la construcción de una identidad victimista. Los serbios durante la guerra de los Balcanes apelaron a su martirio histórico desde la batalla de Kosovo (1389). Los irlandeses nacionalistas construyeron su narrativa sobre las hambrunas del siglo XIX y las represiones británicas. Hamás y la causa palestina se inscriben en este patrón. La identidad como pueblo sufriente, expoliado y perseguido, se convierte en argumento de legitimación. Lo paradójico es que esta estrategia es compartida por los israelíes, cuya identidad nacional moderna se forjó al calor del Holocausto. El conflicto se vuelve entonces un duelo de memorias históricas, donde ambos bandos reclaman el estatus de víctima fundacional. La educación para la guerra no es exclusiva de Oriente Medio. En la Alemania nazi, los niños eran adoctrinados desde la Juventud Hitleriana para morir por la patria. En la Camboya de los Jemeres Rojos, los más jóvenes eran los más fanatizados. En todos estos casos, el futuro de los niños no era la paz, sino el sacrificio ritual por una causa. Hoy, los sistemas educativos de ciertos territorios palestinos están diseñados no para preparar ciudadanos libres, sino mártires. La historia enseña que un pueblo educado en el odio perpetúa los conflictos, como ocurrió entre hutus y tutsis en Ruanda, donde los manuales escolares fueron herramientas del genocidio.

La propuesta de reasentar poblaciones para evitar conflictos tiene un historial complejo. Tras la Segunda Guerra Mundial, millones de alemanes fueron expulsados de Polonia y Checoslovaquia. En 1947, India y Pakistán intercambiaron millones de personas en un proceso traumático. La partición de Palestina (1947) fue otro intento fallido. La idea de reasentar a los palestinos en otros territorios, como se sugirió durante los acuerdos de Oslo, fracasó por razones similares: la identidad nacional no es transferible como mercancía. La historia muestra que el vínculo emocional con la tierra, aunque conflictivo, es central en los nacionalismos modernos. Intentar exportar la solución, como sugiere la ironía de trasladar Palestina a Europa, no haría más que trasladar el conflicto.

La historia de Gaza es, en realidad, una historia de repeticiones. La guerra como espectáculo, la propaganda como arma, el niño muerto como emblema, la impotencia de las instituciones y la persistencia del odio como motor político. Todo esto ha ocurrido antes.

jueves, 24 de julio de 2025

Titulados en Nada, máster en Morro

Llevamos años criando a una fauna política que, en su mayoría, no sabe hacer la o con un canuto (aunque convendría precisar que saben criarse solitos siempre que paguemos nosotros -los de siempre- por supuesto). Hay quienes piensan que con plantar un taconazo y una sonrisa de LinkedIn, hala, ya basta para devenir nueva promesa. Pero como la cosa no parece lo bastante sólida como para justificar las responsabilidades asumidas y el duro trabajo que ello conlleva, conviene fundamentar el "dedazo" (porque a esas alturas es como se elige al personal) con un currículo epatante capaz de convencer al personal del extraordinario intelecto que encierra la cara bonita (o fea, eso es lo de menos). Es algo que les funciona, siquiera por un rato, al menos aquí, porque en el resto del mundo los méritos académicos es algo que se aprecia por lo que realmente es: mérito y prueba de esfuerzo y dedicación.

Estos días presenciamos la divertida aventura de una diputada del PP de 35 años que ha dimitido de todos sus puestos al descubrirse que se arrogaba títulos universitarios que no poseía. No es la primera vez que pasa algo parecido en este partido. El anterior escándalo ocurrió en 2018 cuando Cristina Cifuentes alegaba disponer de un máster de la Universidad Rey Juan Carlos a cuyas clases nunca acudió presencialmente, cuyas evaluaciones fueron falsificadas por la propia universidad, y cuyo preceptivo trabajo de fin de máster tampoco redactó ni presentó. Lo mismo que aquel lumbreras palentino, Pablo Casado, que alegó ser licenciado en Derecho por la Complutense de Madrid y disponer de un grado en Administración y Dirección de Empresas y un máster en Derecho Autonómico por la Universidad Rey Juan Carlos (URJC), todo ello en tiempo récord, con convalidaciones dudosas y todo tipo de irregularidades.

No hablaré de los muchos casos similares que salpican al Psoe, o a Podemos, o a Sumar, o a cualquiera de los partidos que carecen de procedimientos estrictos para la contratación o promoción de su personal en puestos considerados de responsabilidad. Ahí están los ejemplos. Basta contemplar el del indocto, que sí dispone de título de licenciado (conseguido en una universidad de medio pelo) y un título de doctor con una tesis de chichinabo escrita por otros plagiando textos de una reducida biblioteca. Usted alegará que los títulos están y no han sido anulados, pero el andoba también infló un simple programita en liderazgo tildándolo de máster por el IESE, cosa que corrigió al cabo de unas cuantas legislaturas, cuando estalló el escándalo de la Cifuentes. La conclusión obvia es que muchos de ellos no tienen carrera, pero oiga, eso las ha dado lo mismo porque lo que sí tienen es una eficiente carretilla donde llevarse sinecuras, dietas, sueldos y halagos, mientras son políticos, y después maestría en puertas circulares. De hecho, si observamos al indocto o a sus antecesor, el Zapatero y el Rajoy, convenimos en que ni siquiera necesitan haber leído nada (el Marca no vale). 

En fin. Parece común que los políticos se avergüencen de los estudios que, tras haberlos iniciado, no han llegado a completar, o que conviertan en gigantes aquellos estudios cortos y simplones que sí se atreven a culminar. Será que el trajín diario en favor del partido les impide acabar aquello que comienzan, especialmente en una materia tan delicada como es la formación, o dedicar su comprometido tiempo a empresas educativas verdaderamente nobles. Y eso significa dos cosas: una, que aquello para lo que son elegidos no necesita formación reglada y certificada; que en lugar de tomar la decisión de seguir cursando unos estudios que consideran muy necesarios, prefieren atajar y darlos por obtenidos sin atravesar las amarguras y sacrificios que ello conlleva, o directamente travestirlos de lo que no son. La mediocridad, la desvergüenza, la corrupción o el puterío son la consecuencia de una manera de entender la política como servidumbre y docilidad, jamás como resultado al mérito. 

Pero, ¿saben una cosa? Alardearán todos ellos (los sinvergüenzas) de sus títulos, sus másteres, o sus excelentes meninges, aunque no las tengan o las hayan disfrazado. Pero son sabedores, en la intimidad del silencio, que todo lo que llevan por dentro es un gran vacío al que no tienen más remedio que rodear de mentiras. 


viernes, 18 de julio de 2025

El rebaño y su caudillo

Pedro Sánchez nunca ha gobernado. Su gobernanza se reduce a un sueño húmedo orientado al solo objetivo de dormir en la Moncloa el mayor tiempo posible. No es un caso aislado, ni único, pero sí probablemente uno de los más simples de que se tenga noticia. Con su biografía, difícilmente puede pergeñarse un esbozo apresurado del Macbeth shakespeariano. ¡Ya querría él! Los seres mediocres, cuando la suerte llama a su puerta y logran acceder a designios mucho más egregios que sus méritos, reducen las miras de su ingenio a lo único para lo que están capacitados: el enaltecimiento de su ego y la codiciosa labor de mantenerlo. El indocto, incapaz siquiera de escribir los libros que firma o la irrisoria tesis con la que pretendió denominarse sabio, en distintas ocasiones ha reflejado su deseo de pasar a la Historia. Y es cierto, su nombre figurará en los anales aunque que nadie los lea, pero no precisamente para bien. 

En muchos aspectos su trayectoria resulta asombrosamente similar a la de aquel infame y solemne bobo que es José Luis Rodríguez (Zapatero): la perfecta inutilidad de su gobernanza, regalada (antes que obtenida) por las oscuridades del Estado, solo le sirvió a él mismo (y a sus más estrechos colaboradores) para hacerse con una no pequeña fortuna a cambio de erigirse en la bisagra de algunos de los más abyectos y repugnantes dictadores y terroristas del planeta. En eso, al parecer, significa ser de izquierdas (aún desconocemos la interpretación de ser de derechas, tan confusos campan muchos de ellos por sus prados). No hace demasiados días, un parlamentario con más de rufián que de noble, lo corroboró en el hemiciclo: la izquierda es honrada, no es corrupta. Por supuesto, puede ser delincuente, puede ser insolidaria, puede incluso ser terrorista (que de todo ello fueron sentenciados unos cuantos, bastantes, de sus compañeros de partido o de andanzas), pero con honradez, oiga, con honradez. Unos y otros, desde esa honorabilidad izquierdosa, coadyuvan a que ellos y otros como ellos copen las altas esferas del poder tanto público como privado (este último es imprescindible cuando el primero concluye por orden popular), al tiempo que construyen argumentarios de progresía y reformismo social, tal vez por aquello de que siempre habrá pobres en el reino de los cielos, y la pobreza suele ir acompañada de una frustración secular que impide observar los derroteros de la historia con clarividencia. 

Volviendo al indocto, ese inculto que nos desgobierna desde hace ya un buen puñado de años, y que jamás ha podido erigirse con su política en emblema y admiración de unos u otros (cosa lógica si volvemos a lo expuesto en el primer párrafo), conviene repetir cuantas veces sea necesario que su lógica social, preñada hasta los cancanujos de violenta polarización, jamás ha buscado promover el bien común. De hecho, como París bien vale una misa para los hugonotes con aspiraciones a reinar, él ha abrazado con fe de converso las proclamaciones más radicales del comunismo patrio. Debe advertirse que los adalides del bolchevismo patrio no son obreros o parias de abolengo humilde, hijos de la tierra o del duro trabajo en las fábricas y sentinas de la nación, sino pijos y niños bien que jamás han debido partirse los cueros para sobrevivir y ahorrar unos cuartos. Sin embargo, son ellos los que han logrado concitar (en mayor o menor medida, siempre para ese rango ideológico) las simpatías y los votos de quienes aún siguen creyendo que este mundo es una lucha de clases donde solo quienes piensan igual están en posesión de la verdad. Exactamente lo mismo que el indocto. Llevamos bastantes años comprobando lo que significa que gobiernen los pijos neocomunistas. Ellos alcanzan a disponer de mansiones, pensiones cuantiosas y ningún temor por el futuro, defendiendo, en aras de no sé qué pretendida justicia social, a los más miserables e indignantes despojos humanos: ex-terroristas, okupacionales, inmigrantes inasimilables en sociedad alguna, irredentos secesionistas... Son tiempos de gobierno de la más ultraizquierda que haya podido verse desde los tiempos de la Bastilla, pero unos y otros, por aquello de la incultura epigonal de sus simpatizantes y votantes, no dejan de proclamar su temor a que sobrevenga la extrema derecha en el poder, llamando de esta guisa a cualquiera que se mueva un ápice al margen de sus idearios. El indocto, porque le interesa, es uno de estos catetos con escaño. 

La lógica política del monclovita tan enamorado de su mujer, aunque mucho más enamorado de sí mismo (hombre hecho a sí mismo que ha demostrado que la incultura, la ausencia de lecturas y de respeto hacia los demás no es óbice para hacerse con el poder) hace demasiados años que viró hacia el aseguramiento de su permanencia al frente del Gobierno y de su partido, un patético PSOE, algo que no deja de ser -con total verosimilitud, tras tantas pruebas manifiestas- una abyecta operación de supervivencia personal. La Historia demuestra que tal afán solo puede ejecutarse desde la autocracia y la dictadura más inmisericorde. De hecho, es algo que repite como un mantra de autoafirmación: que él y quienes lo sustentan, son más que todos los demás. Si lo suyo es dormir en la Moncloa otra noche más, lo de sus afines (que lo son por conveniencia o por conveniencia, no hay más) es esquilmar los dineros y poderes del Estado hasta no dejar en él ni las raspas. Por eso no le importa cuántos escándalos le salpiquen, cuántos colaboradores caigan, cuánta podredumbre se ventile alrededor de su círculo más próximo, o cuántos méritos esté él mismo acuñando para acabar con sus huesos en la cárcel. Él sigue. Sus conjugaciones verbales solo contienen presente de indicativo: el futuro es incierto y se dirime en un subjuntivo que ya nadie usa. 

Lo más grave de todo este panorama, a mi parecer, es lo que retrata la horrible partitocracia en que vivimos, sistema que no atesora ni un solo beneficio para los ciudadanos. Si hablamos del PSOE zombificado en que ha convertido el indocto a su partido, resulta esclarecedor que nadie en su Comité Federal haya discutido con claridad las tropelías que el individuo comete (hay quienes, dentro del partido, sí lo discuten, pero son voces prontamente menguadas, incluida la del propio Felipe González). Que él y todos sus ministros descuellen en incompetencia y sean chantajeados cada minuto del día por un puñado de delincuentes y expresidiarios, infamia ante la que el indocto, como sola respuesta (aún llamada eufemísticamente por algunos "acción política") solo ha sabido hacer una cosa -conceder-, y que nadie dentro de los canales de gobernanza de su partido haya sido capaz de elevar la voz, se explica por la simple razón de que, en ese Comité Federal, solo están los borregos que él mismo ha ido colocando hasta convertir el órgano de gobierno del partido en un redil para sus fieles ovinos. De hecho, a estas alturas tanto ha concedido, tanto ha entregado a secesionistas, delincuentes, prófugos, ex-terroristas y los vascuences de la txapela que solo se acuerdan de su patrón cuando se les invoca el nombre del marrano, que muy probablemente ya no sepa encontrar qué más regalar a los extorsionadores. Y los demás, los suyos, militantes o simples smpatizantes y votantes, a callar. Este canalla y su equipo no son los únicos responsables del desatino en el que vivimos. Disponen de más de siete millones de cómplices que aún se creen la historia de su destino como capos que han de erradicar el extremaderechismo del país para que ellos, los ultraizquierdistas, sigan haciendo de las suyas sin oposición alguna. Este horrendo fenómeno circense... digo, político, va mucho más allá de un simple caso de personalismo. Como hemos mencionado, el indocto ha consolidado en su partido una estructura cesarista disfrazada de democracia interna. Es cierto que pasa lo mismo en todos los partidos, donde se liquida a cualquiera que abra la boca para emitir una opinión distinta a la de su caudillo y líder (de nuevo, los males de la partitocracia). Y ese es el punto en el que estamos, porque incluso el más patán de todos los socialistas del Congreso (un individuo lerdo y de pocas luces, con portavocía en el Congreso, que una vez gobernó en las Vascongadas) ha sido capaz de decirle al famoso jarrón chino fundador del felipismo (y que hubo de irse del Gobierno a causa de los Gal y otras corrupciones) que se vaya por donde ha venido. El más inútil y patán tiene mando en plaza. Acabáramos. Las implicaciones de estas actitudes causan estupor, cuando no honda preocupación. Impera la obediencia acérrima incluso ante el más tremebundo de los escenarios: así se vaya todo el país a tomar por el culo, los parlamentarios seguirán aplaudiendo ensoberbecidos hasta que les sobrevenga la muerte, política o no. Y obviado el Comité Federal, por imposible, ¿qué pasa con la militancia? ¿Dónde están esos miles de afiliados socialistas que antaño llenaban las casas del pueblo con debates encendidos, discusiones ideológicas y propuestas de país? Se lo respondo yo: callan los pocos y aplauden los más. Es en lo que fundamentan los tiranos su destino (y en la historia reciente de Europa hay unos cuantos ejemplos) : en la movilización de sus hipnotizados seguidores. Los alemanes de la década de los treinta solo despertaron de su locura cuando fueron aplastados militarmente por los aliados y su país pasó a ser ocupado. A las masas les cuesta un universo y medio apartarse de las consignas burdas, zafias y populistas, da lo mismo que hayan devenido inveraces. En este país, fueron los propios militantes socialistas quienes entregaron el partido a un hombre de probada incapacidad intelectual y quienes, una vez en el gobierno, le han venido respaldando pese a que su única praxis es concentrar todo el poder, no responder ante nadie y permitir que los suyos medren por donde quieran. La militancia ha pasado de ser el alma del PSOE, con capacidad tanto crítica como de alabanza, a ser una muy vulgar coartada. La excusa para que el indocto se crea legitimado en cada atropello que acomete: "yo respondo ante las bases". Pero esas bases, más que sostenimiento, han devenido alfombras. Nadie construye una farsa de este tamaño sin una masa predispuesta hasta los cancanujos a obedecer la palabra ideológica, aunque provenga de alguien que no tiene ninguna. La militancia es cómplice por acción y también por omisión. No solo ha renunciado a su función deliberativa y entregado su voz. Se ha incapacitado a sí misma para enderezar el decurso de encallamiento de sus siglas. Las primarias,  ese bálsamo de Fierabrás llamado a democratizar los partidos, solo han servido para una cosa: ser el caballo de Troya por donde se adentran los tiranozuelos que piensan y sienten y viven al margen de cualquier conducta moral o púdica. El primer secretario general del PSOE elegido por primarias es, al mismo tiempo, ¡oh, casualidad!, el primero en comportarse como un dictador cualquiera.

El resultado está a la vista: un Gobierno que funciona como una desbaratada sala de máquinas con la sola misión de parir cualquier barbaridad que los secesionistas y proterroristas y demás comparsas quieran para sí mismos. Por supuesto que no dispone de un proyecto de país (nunca lo ha tenido) o un presupuesto (se cree por encima de la Constitución y la manosea como quiere coadyuvado por toda una recua de inmorales que lo siguen aborregadamente). Por supuesto que no queda ni rastro de esa izquierda que pretendía renovar España. Y mientras tanto, el país entero entra en la fase más obscura y profunda de su decadencia política. Y así seguirá sucediendo mientras el indocto Sánchez siga, mientras los ladrones que esquilman y roban al resto de España sigan.

El verdadero problema no es que Sánchez no se quiera ir. Es que tiene aún todo un ejército multifuncional que lo defiende y sostiene.

viernes, 11 de julio de 2025

La fiesta somos nosotros

Sanfermines. Fiestas del toro. Fiestas sin toros. Verbenas. Fiestocas. Guateques (nadie los llama ya así)... Pero, ¡qué maravillosas son las fiestas populares! ¿Verdad? Esa gloriosa suspensión de la realidad donde todo se permite salvo quedarse sobrio. La liturgia que comienza con un chupinazo, o con un  edicto, o con un simple bando, o con el repique de campanas, o como sea, y termina indefectiblemente con un vómito colectivo. El ambiente no es solo jovial, festivo, vivaracho: además huele a vino peleón escanciado sobre las aceras y asfaltos, a sudor consentido y micciones esquineras, a miasmas de libertad gritona y repelente. Eso, por no hablar de lo que los modernos denominan el "dress code", porque lo de la etiqueta hace tiempo que, como muchas otras palabras de nuestro diccionario, ni se emplea ni se sabe lo que significa. Las gentes visten de peña, digo de pena, con camisetas feas y sucias, desfavorecedoras, de blanco (o el color que sea) sedicentemente impoluto porque, de un modo u otro, están manchadas con tinto barato, copas de garrafón vertidas sobre los hombros y residuos de alimentos bravíos, fritangas y repugnancias varias. El resto de la vestimenta son lo mismo bragas en la cabeza que calzoncillos en el sobaco. En todo caso, la dignidad en paradero desconocido. 

San Fermín -por poner un ejemplo- es solo una excusa. Santos y vírgenes actúan como intermediarios entre el inexistente cielo donde moran y el mundanal ruido de las calles, porque de alguna parte había que adoptar una patrona o un patrón. En mi terruño, que antes -cuando el pueblo rezumaba vidas-  festejaba por Santa Isabel (prima de la Virgen María, 2 de julio), y ahora festejan los fines de semana más próximos -porque el pueblo rezuma soledades entre semana-, o cuando mejor le conviene a la hija del alcalde -las corrupciones no conocen dimensiones menores-, las fiestas empiezan con una suelta de cohetes, repique alegre de campanas, procesión (a Santa Isabel la llevan los mozos sobre los hombros y a la Virgen las mozas, y nadie protesta), Santa Misa, convite y lo demás -incluida la inexcusable verbena- son actividades pagadas por todos, esto es, por la Diputación, porque otra cosa no, pero de las fiestas de los pueblos es de lo único que se ocupa. Antaño, cuando ya digo que en cada casa del pueblo vivía una familia, y no el aire o el polvo, acudían bastantes feriantes. Ahora no va ni el tato: los feriantes de pueblo pequeño también han desaparecido. Y las verbenas con orquesta, aunque sea de tres músicos, se hacen con DJ. No sé si la gente baila lo mismo. Hace más de treinta años que no voy por allá. Ni ganas que tengo.

En fin, quería decirles que lo de San Fermín (sanfermín, secularicemos todos) puede ser también la feria del jamón, la semana grande, la fiesta de la patrona, la bajada del santo o la tomatada padre. Lo que importa no es lo que se celebra, sino lo que se desata. Una catarsis, dicen los más poéticos. Una excusa para que adultos hechos y derechos se comporten como si la civilización hubiera sido una mala idea. Durante esos días, se caen las formas lo mismo que se cae un botellín al suelo. Y no pasa nada. Porque "es normal", "estamos en fiestas", "todo el mundo lo hace". El alcohol y las gamberradas democratizan la torpeza, y la ingente masa orteguiana siento libertad para borrar los límites, porque nada hay que envalentone más que los gritos colectivos. Cuando el jolgorio finalmente acalla, las voces silenciadas siguen musitando: oye, ¿realmente todo esto os vale? Y no, no me refiero a las vaquillas (los toros mueren en los cosos con arte y dignidad, pese a quien pese, pero las pobrecitas churras sufren todo tipo de maldades y abominaciones antes de acabar siendo filetes). Como tampoco a las manadas asalvajadas que asaltan doncellas. Me refiero a las personas como usted y como usted (porque yo a fiestas no voy).

Los festejos, en el fondo, no inventan nada. Lo que sí hacen es amplificar. Son el antecedente del ciudadano anónimo de las redes, bajo cuyo pseudónimo se arroga el derecho de ser Atila. Es lo que somos cuando nadie vigila. Luego usted podrá glosar loas al espécimen humano y señalar el altísimo valor de cada vida. Si el inconsciente, en el siglo XIX, ocultaba personas ocultas dentro de la persona física de mayor relevancia que la pública, en el siglo XXI, con los dos últimos dígitos intercambiados, lo que sale a flota es pura inmundicia. Es lo que sentimos cuando creemos o consideramos o advertimos que no hay consecuencias. Aunque muchos crean que los festejos son un paréntesis en la vida, porque rompen con las rutinas penosas del día a día, en realidad son un espejo de azogue perfecto. Tan perfecto que apenas nunca devuelve una imagen amable de nosotros mismos. Más bien, una lamentable. Eso son las fiestas: vulgaridad exacerbada.

Durante siglos, las fiestas sirvieron para romper la rutina, para recordar los ciclos, para conectar con la comunidad. Ocurría en mi terruño. Cada día del estío era un día de duro trabajo. Pero máquinas y personas paraban por Santiago o la fiesta patronal o la Virgen de agosto (los animales, lógicamente, nunca). Hogaño es posible irse de fiesta cada día de cada semana de cada año, y los fines de semana mucho más. ¿Para qué necesitamos un refugio emocional y anestesiar lo que ni siquiera sabemos nombrar, que es nuestro pavor por el silencio y la calma? Cuesta sentir, estar... por eso necesitamos ruido. Mucho ruido. Música atronadora, fuegos artificiales, carreras, masas, empujones, vomitonas, animales mancillados, comilonas, borracheras... Quizá por todo ello nos aferramos a la fiesta como a un salvavidas, porque nos recuerda que somos capaces de sentir algo en este mundo del que, nosotros mismos, hemos erradicado la reflexión, la erudición, el conocimiento, el pensamiento crítico, la ataraxia... y lo hemos hecho de forma torpe, exagerada, burda, buscando volver al sentimiento de recua, de tropa, de manada, no importa cuánto digamos estar solos, cansados, sobrecargados de todo lo que no se celebra.


viernes, 4 de julio de 2025

Descripción de horrores

A mí no me cabe ninguna duda de que, en el momento presente, aquello que muchos vienen denominando como crisis constitucional, y que refleja una realidad casi terrorífica dominada (no solamente) por las políticas sectarias y devastadoras del actual Gobierno, no es un concepto entendido correctamente por la ciudadanía. Las gentes saben de tipos que se lo han llevado crudo con los sobornos perpetrados por el partido en el poder (el PSOE), pero no sabe nada de lo que está sucediendo en Indra o Telefónica, donde el unto no es manteca de carreteras o puentes o túneles, sino estrategias militares a muy largo plazo, y los montos superan en cuatro o cinco ceros (como poco) a los importes cerdáneos, que no dejan de ser unas migajas muy bien apañadas (para quien se las lleva) ante las que siempre hay políticos colúbridos dispuestos a dar el bocado (para eso se meten a políticos, aunque usted siga pensando lo que le diere la gana al respecto). Las gentes saben que el Gobierno mueve los hilos de instituciones de apariencia independiente como la Fiscalía General del estado, el Tribunal Constitucional o la Abogacía del Estado (independiente significa que no admite intervención ajena: ¿no le da la risa leerlo?), pero se resigna a encogerse de hombros, porque no puede hacerse nada, y contemplar indignadas las manipulaciones descaradísimas de esos altos sirvientes del Estado, devenidos consciente y proactivamente en títeres del poder dimanante del palacio monclovita sin que se les caiga la cara de vergüenza por ello. En puridad, no es que crean que no puede hacerse nada: es que tienen miedo de que las huestes del mal, encarnadas por el Gobierno y sus miles de comparsas, que entrañan todos juntos la más despreciable calaña que jamás antes haya parido esta joven democracia nuestra, acaben tergiversando cuantas lecturas constitucionales sean y promulguen leyes para perpetuarse ellos en la esquilma y extracción a la que se encuentran ya acostumbrados. Y cuando eso suceda, ocurrirá lo más horrendo de todo: tendremos que elegir entre convertirnos en un país amancebado con esa izquierda que ideológicamente acaba tiranizando pueblos enteros (véase Venezuela, México, Corea del Norte, Cuba...) o elegir la ruta de las asonada y levantarnos, si es necesario por las armas, contra todos ellos, sabiendo que nos acabarán matando, porque el dinero del Estado, el elemento más corruptor que existe en la naturaleza humana, concita la unión de quienes superponen su razón ideológica al bien de todos.

Esto que se viene denominando sanchismo, y por el que pasará a la Historia un individuo tan inútil e iletrado como maligno en su egotismo (porque las ansias excesivas de poder que llamamos ambición responden a este tipo de despreciable cualidad), no es cosa de un solo hombre: es una colección de muchos hombres y mujeres, por lo general perfectamente inútiles o devenidos baldíos con el tiempo, que gozan sobremanera imponiendo a diestra y siniestra su gansterismo, algo para lo que necesitan cuantos más secuaces mejor, sobre todo si están bien colocados (jueces, fiscales, directores generales, periodistas, ministros...). Ante esta realidad, que hogaño se evidencia con una crudeza y una acritud tan visible y ostentosa que causa daño a las mentes próbidas, viene a reafirmar que incluso un concepto idílico y romántico como es el de la democracia, se transforma con el tiempo igualmente en tiranía. Al final resulta que mis amigos árabes tienen razón: ellos piensan que la democracia no es el sistema político adecuado para sus naciones islámicas. Odio concluir que la democracia es solo un paso intermedio para la dictadura de las mayorías. 

Ya lo ven ustedes. Quien no ganó las elecciones y vindicó formar parte de una mayoría compuesta por cuadrillas de partidos políticos de diversa calaña (ex terroristas, insurgentes, mafiosos y resto de lunfardos), ha podido consumar el mayor crimen que un gobernante puede consumar: dividirnos a todos, destruir la convivencia civil y arruinar el entramado moral que denominamos Constitución en aras de una autoproclamación de progresismo que muchos ciudadanos necesitan para perdonar, o simplemente no querer ver, la profunda corrupción larvada en el palacio monclovita, y que no es solo cuestión de dineros (eso es casi lo de menos, aunque sea lo que más indigna), sino cómo se maniobra de continuo para que nacionalismos identitarios, con sus raíces xenófobas y supremacistas, que tantos en Cataluña y en las Vascongadas secundan desde la calle, herederos de la violencia terrorista y la mayor corte de comunistas hipócritas que ha contemplado jamás la piel de toro, destrocen el territorio en el que convivimos todos. Y sí, es un destrozo continuado, como el perpetrado por la Fiscalía (que el idiota designado para gobernarla esté imputado y se mantenga en su puesto frente a viento y marea entra dentro de la lógica de destrucción en que estamos inmersos), o como lo protagonizado por el Tribunal Constitucional con su resolución sobre la Ley de Amnistía, una ley escrita por aquellos que han de beneficiarse de ella, y pactada en complicidad por el socialista a quien se encargó formar las alianzas del gobierno y que se encuentra en la cárcel acusado de enriquecimiento y que era elogiado hasta hace unos pocos días por la misma horda de patanes que hoy intentan convencer a propios y extraños de que no lo conocen. Véase quién, dentro de ese Tribunal Constitucional al que muchos teníamos por adalid de probidad e imparcialidad, ha ejercido la ponencia de tan interesada causa: una señora con idéntica expresión de fealdad e hipocresía que el pompidú que la ha designado, experta en violencia de género y en satisfacer los apetitos de su inmensa y descomunal voracidad ideológica. A esto ha llegado el esperpento hispano, a esto hemos quedado reducidos los ciudadanos: en ser meros espectadores de las mayores infamias, sucedidas una detrás de otra sin descanso alguno entre ellas, mientras vemos cómo los peores catalanes y los peores vascos se llevan en crudo, y sin conmiseración alguna, lo que es de todos. 

Ah, sí: que este fin de semana ensalzan (nuevamente) a un gallego no muy cultivado, de quien ya se dice que será mejor presidente que candidato (aquí no se consuela quien no quiere), y que será quien lo arregle todo cuando este periodo de horrores incesantes desaparezca. Ya les contaré lo que hará el gallego: lo mismo que el otro.

viernes, 27 de junio de 2025

A qué viene tanto jaleo

La verdad, yo no sé por qué hay tanto jaleo mediático con todo lo que sucede, porque aquello que está sucediendo es —justamente— lo que siempre sucede cuando nadie prevé con anterioridad que acabaría sucediendo. Me explico, pese a la claridad con que lo he dejado escrito. Si en un país, en un momento dado, unos señores que se juntan para redactar una Constitución tras varias décadas de dictadura, creen que la probidad, honradez y desinterés (propio, no general) de los partidos políticos será suficiente para velar por los intereses de la nación, y a ello confían la suerte y destino de la nación, cualquier cosa que posteriormente ocurra porque los partidos políticos han dejado de ser probos, honrados y desinteresados, será un desastre. ¿Mejor así?

Aquellos señores que se juntaron para redactar la Constitución, no eran muy listos. O mejor dicho: tal vez sacaron muy buenas notas, lograron ser reconocidos catedráticos (en una época en que ser catedrático y disponer de obra propia de mucha calidad era algo accesible a los más conspicuos de la universidad, no como ahora, que cualquier mandanga logra serlo a poco que caliente el asiento) y se trataba de eminencias en lo suyo, pero suponer que los partidos políticos serían siempre dechados de virtud y nobleza, y no disponer controles para asegurar tan fundamental pieza angular de todo el entramado, tiene bemoles.

A la vista está. No hay un solo partido político donde no haya medrado el afán de lucro, la avaricia, la manipulación de los resortes de poder, el desvío a manos propias del dinero que gestiona el Estado, o directamente el nepotismo y la tiranía más férrea. Ni uno solo, oiga. Usted dirá: "hombre, caramba, qué cosas tiene usted, en todas las familias hay siempre ovejas negras". Y yo le responderé: "por supuesto que las hay, las hubo y las seguirá habiendo; pero se interponen controles en política (y en los negocios) para impedir que los ungulados negruzcos prosperen".

¿Quiénes han promovido —desde siempre— la eliminación de los controles: inspectores de cuentas, inspectores de todo tipo, etc.? ¡Los políticos, claro! ¿Quién si no? ¿Acaso la ausencia de control no les permite hacer con mayor desparpajo aquello que les da la real gana, como —por ejemplo— conceder obras y licitaciones y subvenciones y lo que sea sin considerar otra cosa que su propia opinión o voluntad? ¿Realmente alguien es capaz de creer, a estas alturas de la democracia, que los políticos son gente altruista y filántropa que, al finalizar su permanencia en el mandato, se vuelven a casa y a la vida sencilla y humilde que tenían antes? ¡Dígame uno solo que no se llame Rajoy! (sería un vago e indolente, pero al menos en eso tiene honor). Ministros, presidentes y no pocos directores generales salen todos ellos bien colocados en emporios de cualquier clase, siempre con sinecuras generosamente regadas, cuando no dispuestos a emprender y hacerse de oro a un ritmo que da vergüenza ajena. Véase lo que han sido capaces de conseguir tipos tan incapaces como Zapatero, Blanco, Bono... Oiga usted: si usted solo vale para una cosa, que es medrar entre los afines, métase a político y busque el éxito. La cuantía de su fortuna reflejará perfectamente la cuantía del empobrecimiento patrio.

Otro día hablaré del indocto que una vez quiso dirigir la OTAN a la que hora tanto desprecia (él y la panda de extremistas que lo rodean), sin olvidar el resto de escándalos. O cómo puede ser que un patán maligno como él solo pueda rodearse tan fácilmente de acólitos de todo tipo (ministros, periodistas, tribunales constitucionales, fiscales, hermanos, esposas y demás corruptos). Hoy, que ya es verano, quería dejar dicho algo tan, pero que tan obvio, que ya nadie repara en ello: que los políticos tras el poder, se creen dioses alejados de los mortales.

viernes, 20 de junio de 2025

Allá el tolá ese

Resulta esclarecedora las amenazas (grabadas en vídeo) por el ayatolá Alí Jamenei como reacción a los ataques de Israel, que han fulminado la capacidad nuclear de Irán. No reflejan sino lo que ocurre cuando el poder político se confunde con el destino (en este caso, religioso) y uno se aferra al conflicto como forma de legitimación de la propia política. En el caso iraní, no estamos ante una defensa de la soberanía ni ante una expresión de dignidad nacional, sino ante cinismo circense de un régimen que ha hecho de la guerra su oxígeno, de la hostilidad su retórica, y del terror su mejor herramienta para la conservación del poder.

Jamenei, como tantos otros antes que él, y mucho me temo que bastantes más después de su desaparición, no gobierna para el pueblo iraní. No gobierna para un país llamado Irán. Gobierna a pesar del pueblo iraní y del país al que suele referirse como República Islámica. Su mensaje no está dirigido a proteger a una ciudadanía que lo desafía cada vez con más valentía —mujeres sin velo, jóvenes en redes sociales, familias que aplauden los ataques contra sus propios opresores—, sino a perpetuar un aparato teocrático-militar que se alimenta del enfrentamiento con Israel, con Estados Unidos, y con cualquiera que desafíe su mito fundacional. 

Cuando el guía supremo afirma que no perdonará el derramamiento de sangre de sus "terroristas", lo que hace es revelar sin ningún tipo de ambages que sabe muy bien de lo que está hablando. No se trata de mártires inocentes ni tampoco de héroes exaltados, defensores de la verdadera fe del Islam. Se trata de milicianos, de operaciones eirigidas en la sombra, de misiles que parten desde zonas civiles y de guerras subsidiarias como las que arrasan al Líbano, a Siria, a Gaza o a Yemen. El chiflado ése lo que sabe hacer no es gobernar, es exportar la revolución con tal de importar el miedo.

Su rechazo a "una paz impuesta" es tan artificial como pretendida es su aceptación del martirio. En realidad, no acepta ninguna paz. De ningún tipo. La paz jamás ha sido conveniente a quienes necesitan mantener vivo el relato de una nación sitiada, de una fe asediada, de un enemigo que justifica cada ejecución, cada censura, cada velo obligatorio. Sin la guerra, la maquinaria ideológica se desmoronaría. La "entidad sionista" —que es como él denomina al estado democrático de Israel— le es más útil viva que muerta: le otorga la razón de ser, justifica los argumentos de sus discursos, y reproduce el miedo en sus propios ciudadanos.

La lógica del régimen iraní es la misma que en su momento sostuvo a Castro en Cuba, a Chávez en Venezuela, a Kim Jong-un en Corea del Norte (y a la ETA en las Vascongadas). Todos esos países son, actualmente, estados de excepción permanente camuflados bajo la causa revolucionaria, y en todos ellos el guía espiritual o político o patriarcal se presenta a sí mismo como el salvador, no como el jodido hijoputa que, con sus actos, perpetúa la condena a su pueblo al atraso, a la represión y al exilio. En el caso del ayatolá, sabe perfectamente que los iraníes que no responden bien al lenguaje de las amenazas son los mismos iraníes que ya no responden en absoluto a nada, sino que solo tratan de resistir o escapar. Ni siquiera puede concitar las ilusiones de un pueblo que está más que harto de él (como los venezolanos de Maduro, los cubanos de los Castro actuales, o los norcoreanos del gordinflas ése).

La escalada verbal contra Israel y Estados Unidos no busca evitar la guerra que ya está sepultando las estructuras de poder del régimen iraní. Sirve de excusa para mantener constante una tensión social que justifique la represión interna, por lo demás, ilimitada. Como hablar es gratuito, y la madre de todas las batallas sabemos que murió en parto prematuro, la invocación a ciertas "sorpresas graves" y las amenazas constantes a los barrios civiles israelíes sirven como contrapunto a las normas internacionales de convivencia, vistas por el ayatolá y sus turiferarios como un lujo occidental, no como una necesidad civilizatoria de su propia podredumbre religiosa. 


viernes, 13 de junio de 2025

Hoy una cortita

Hoy una cortita.

Nadie habla este viernes (día posterior al compungimiento y llanto del inútil que nos preside) de algo que se me antoja muy importante. Todos mencionan que la UCO ha destapado la corrupción del PSOE, algunos se atreven (aún) a corromper al propio indocto, por muchos perdones con que quiera disculparse ante los ciudadanos... Todo eso está muy bien. Va la Guardia Civil y te pesca no a uno, sino a dos capataces del PSOE, y todo lo que se le ocurre al inútil indocto es pedir perdón, asegurando que la cosa no iba con él (hermano, esposa, amigotes...). Claro. Seguramente la cosa va solo conmigo. 

He leído por alguna parte que esto no ha hecho más que empezar, porque ahora toca que unos cuantos directores generales (Carreteras) y presidentes de cosas medio públicas (Adif) sean acusados de prevaricación. Perfecto. Todos a la trena, que aún hay plazas (dejen una para el enamorado de su catedrátrica esposa). Pero... ¿y Acciona? ¿Va a salirse de rositas? Fue Acciona quien sacó la billetera para sobornar a los sobornables (corruptos). Las empresas que no pagaron a estos delincuentes, no se llevaron las obras (Acciona se las llevó casi todas, y las dos restantes de las que la prensa apenas habla, también pagaron).

Tenemos unas empresas ejemplares. Mucha ética, mucho negocio justo, mucha sostenibilidad y liderazgo, pero las obras se ganan pagando, en Be (de burro) a los que mandan. En unos días tiene Acciona la junta de accionistas: me encantaría contemplar sus caras. Lo mismo los escracha alguno (no caerá esa breva).

Veamos en qué acaba todo esto. Ya no caben más sancheces en este país (pero sí en las cabezas de los socialistas y militantes). ¿Dimitirá algún ministro? ¿Se marchará, indignado, algún director general? ¿Protestará con su voto algún diputado? Jajaja, qué risa. Mismas probabilidades de que el "sosoman" gallego le plante una moción de censura al indocto inútil. Será que tampoco toca.

Prefiero pensar en el amor y la pasión, que ya presto acude el estío.