viernes, 27 de junio de 2025

A qué viene tanto jaleo

La verdad, yo no sé por qué hay tanto jaleo mediático con todo lo que sucede, porque aquello que está sucediendo es —justamente— lo que siempre sucede cuando nadie prevé con anterioridad que acabaría sucediendo. Me explico, pese a la claridad con que lo he dejado escrito. Si en un país, en un momento dado, unos señores que se juntan para redactar una Constitución tras varias décadas de dictadura, creen que la probidad, honradez y desinterés (propio, no general) de los partidos políticos será suficiente para velar por los intereses de la nación, y a ello confían la suerte y destino de la nación, cualquier cosa que posteriormente ocurra porque los partidos políticos han dejado de ser probos, honrados y desinteresados, será un desastre. ¿Mejor así?

Aquellos señores que se juntaron para redactar la Constitución, no eran muy listos. O mejor dicho: tal vez sacaron muy buenas notas, lograron ser reconocidos catedráticos (en una época en que ser catedrático y disponer de obra propia de mucha calidad era algo accesible a los más conspicuos de la universidad, no como ahora, que cualquier mandanga logra serlo a poco que caliente el asiento) y se trataba de eminencias en lo suyo, pero suponer que los partidos políticos serían siempre dechados de virtud y nobleza, y no disponer controles para asegurar tan fundamental pieza angular de todo el entramado, tiene bemoles.

A la vista está. No hay un solo partido político donde no haya medrado el afán de lucro, la avaricia, la manipulación de los resortes de poder, el desvío a manos propias del dinero que gestiona el Estado, o directamente el nepotismo y la tiranía más férrea. Ni uno solo, oiga. Usted dirá: "hombre, caramba, qué cosas tiene usted, en todas las familias hay siempre ovejas negras". Y yo le responderé: "por supuesto que las hay, las hubo y las seguirá habiendo; pero se interponen controles en política (y en los negocios) para impedir que los ungulados negruzcos prosperen".

¿Quiénes han promovido —desde siempre— la eliminación de los controles: inspectores de cuentas, inspectores de todo tipo, etc.? ¡Los políticos, claro! ¿Quién si no? ¿Acaso la ausencia de control no les permite hacer con mayor desparpajo aquello que les da la real gana, como —por ejemplo— conceder obras y licitaciones y subvenciones y lo que sea sin considerar otra cosa que su propia opinión o voluntad? ¿Realmente alguien es capaz de creer, a estas alturas de la democracia, que los políticos son gente altruista y filántropa que, al finalizar su permanencia en el mandato, se vuelven a casa y a la vida sencilla y humilde que tenían antes? ¡Dígame uno solo que no se llame Rajoy! (sería un vago e indolente, pero al menos en eso tiene honor). Ministros, presidentes y no pocos directores generales salen todos ellos bien colocados en emporios de cualquier clase, siempre con sinecuras generosamente regadas, cuando no dispuestos a emprender y hacerse de oro a un ritmo que da vergüenza ajena. Véase lo que han sido capaces de conseguir tipos tan incapaces como Zapatero, Blanco, Bono... Oiga usted: si usted solo vale para una cosa, que es medrar entre los afines, métase a político y busque el éxito. La cuantía de su fortuna reflejará perfectamente la cuantía del empobrecimiento patrio.

Otro día hablaré del indocto que una vez quiso dirigir la OTAN a la que hora tanto desprecia (él y la panda de extremistas que lo rodean), sin olvidar el resto de escándalos. O cómo puede ser que un patán maligno como él solo pueda rodearse tan fácilmente de acólitos de todo tipo (ministros, periodistas, tribunales constitucionales, fiscales, hermanos, esposas y demás corruptos). Hoy, que ya es verano, quería dejar dicho algo tan, pero que tan obvio, que ya nadie repara en ello: que los políticos tras el poder, se creen dioses alejados de los mortales.

viernes, 20 de junio de 2025

Allá el tolá ese

Resulta esclarecedora las amenazas (grabadas en vídeo) por el ayatolá Alí Jamenei como reacción a los ataques de Israel, que han fulminado la capacidad nuclear de Irán. No reflejan sino lo que ocurre cuando el poder político se confunde con el destino (en este caso, religioso) y uno se aferra al conflicto como forma de legitimación de la propia política. En el caso iraní, no estamos ante una defensa de la soberanía ni ante una expresión de dignidad nacional, sino ante cinismo circense de un régimen que ha hecho de la guerra su oxígeno, de la hostilidad su retórica, y del terror su mejor herramienta para la conservación del poder.

Jamenei, como tantos otros antes que él, y mucho me temo que bastantes más después de su desaparición, no gobierna para el pueblo iraní. No gobierna para un país llamado Irán. Gobierna a pesar del pueblo iraní y del país al que suele referirse como República Islámica. Su mensaje no está dirigido a proteger a una ciudadanía que lo desafía cada vez con más valentía —mujeres sin velo, jóvenes en redes sociales, familias que aplauden los ataques contra sus propios opresores—, sino a perpetuar un aparato teocrático-militar que se alimenta del enfrentamiento con Israel, con Estados Unidos, y con cualquiera que desafíe su mito fundacional. 

Cuando el guía supremo afirma que no perdonará el derramamiento de sangre de sus "terroristas", lo que hace es revelar sin ningún tipo de ambages que sabe muy bien de lo que está hablando. No se trata de mártires inocentes ni tampoco de héroes exaltados, defensores de la verdadera fe del Islam. Se trata de milicianos, de operaciones eirigidas en la sombra, de misiles que parten desde zonas civiles y de guerras subsidiarias como las que arrasan al Líbano, a Siria, a Gaza o a Yemen. El chiflado ése lo que sabe hacer no es gobernar, es exportar la revolución con tal de importar el miedo.

Su rechazo a "una paz impuesta" es tan artificial como pretendida es su aceptación del martirio. En realidad, no acepta ninguna paz. De ningún tipo. La paz jamás ha sido conveniente a quienes necesitan mantener vivo el relato de una nación sitiada, de una fe asediada, de un enemigo que justifica cada ejecución, cada censura, cada velo obligatorio. Sin la guerra, la maquinaria ideológica se desmoronaría. La "entidad sionista" —que es como él denomina al estado democrático de Israel— le es más útil viva que muerta: le otorga la razón de ser, justifica los argumentos de sus discursos, y reproduce el miedo en sus propios ciudadanos.

La lógica del régimen iraní es la misma que en su momento sostuvo a Castro en Cuba, a Chávez en Venezuela, a Kim Jong-un en Corea del Norte (y a la ETA en las Vascongadas). Todos esos países son, actualmente, estados de excepción permanente camuflados bajo la causa revolucionaria, y en todos ellos el guía espiritual o político o patriarcal se presenta a sí mismo como el salvador, no como el jodido hijoputa que, con sus actos, perpetúa la condena a su pueblo al atraso, a la represión y al exilio. En el caso del ayatolá, sabe perfectamente que los iraníes que no responden bien al lenguaje de las amenazas son los mismos iraníes que ya no responden en absoluto a nada, sino que solo tratan de resistir o escapar. Ni siquiera puede concitar las ilusiones de un pueblo que está más que harto de él (como los venezolanos de Maduro, los cubanos de los Castro actuales, o los norcoreanos del gordinflas ése).

La escalada verbal contra Israel y Estados Unidos no busca evitar la guerra que ya está sepultando las estructuras de poder del régimen iraní. Sirve de excusa para mantener constante una tensión social que justifique la represión interna, por lo demás, ilimitada. Como hablar es gratuito, y la madre de todas las batallas sabemos que murió en parto prematuro, la invocación a ciertas "sorpresas graves" y las amenazas constantes a los barrios civiles israelíes sirven como contrapunto a las normas internacionales de convivencia, vistas por el ayatolá y sus turiferarios como un lujo occidental, no como una necesidad civilizatoria de su propia podredumbre religiosa. 


viernes, 13 de junio de 2025

Hoy una cortita

Hoy una cortita.

Nadie habla este viernes (día posterior al compungimiento y llanto del inútil que nos preside) de algo que se me antoja muy importante. Todos mencionan que la UCO ha destapado la corrupción del PSOE, algunos se atreven (aún) a corromper al propio indocto, por muchos perdones con que quiera disculparse ante los ciudadanos... Todo eso está muy bien. Va la Guardia Civil y te pesca no a uno, sino a dos capataces del PSOE, y todo lo que se le ocurre al inútil indocto es pedir perdón, asegurando que la cosa no iba con él (hermano, esposa, amigotes...). Claro. Seguramente la cosa va solo conmigo. 

He leído por alguna parte que esto no ha hecho más que empezar, porque ahora toca que unos cuantos directores generales (Carreteras) y presidentes de cosas medio públicas (Adif) sean acusados de prevaricación. Perfecto. Todos a la trena, que aún hay plazas (dejen una para el enamorado de su catedrátrica esposa). Pero... ¿y Acciona? ¿Va a salirse de rositas? Fue Acciona quien sacó la billetera para sobornar a los sobornables (corruptos). Las empresas que no pagaron a estos delincuentes, no se llevaron las obras (Acciona se las llevó casi todas, y las dos restantes de las que la prensa apenas habla, también pagaron).

Tenemos unas empresas ejemplares. Mucha ética, mucho negocio justo, mucha sostenibilidad y liderazgo, pero las obras se ganan pagando, en Be (de burro) a los que mandan. En unos días tiene Acciona la junta de accionistas: me encantaría contemplar sus caras. Lo mismo los escracha alguno (no caerá esa breva).

Veamos en qué acaba todo esto. Ya no caben más sancheces en este país (pero sí en las cabezas de los socialistas y militantes). ¿Dimitirá algún ministro? ¿Se marchará, indignado, algún director general? ¿Protestará con su voto algún diputado? Jajaja, qué risa. Mismas probabilidades de que el "sosoman" gallego le plante una moción de censura al indocto inútil. Será que tampoco toca.

Prefiero pensar en el amor y la pasión, que ya presto acude el estío.

viernes, 6 de junio de 2025

Sexto mes del año

De niño, y aun de jovenzano, siendo estudiante, disfrutaba enormemente de los días de junio. Este mes representaba el fin de las clases. Las temperaturas eran más cálidas, los días mucho más largos, el ambiente aún no aparecía agostado por los rigores caniculares del estío. En Maristas, donde estudié, tal día como hoy, seis de junio, se conmemoraba el fallecimiento del fundador de la congregación: Marcelino Champagnat, un sacerdote francés de la pequeña localidad de Le Rosey, en el departamento de Loira. Entonces era beato, hoy es ya santo: lo canonizó Juan Pablo II. Era bastante frecuente que nos obligasen a escribir alguna redacción (ese tipo de ejercicios literarios que ya no se llevan a cabo en las escuelas o institutos) sobre su vida. El problema era que su vida resultaba tremendamente aburrida e insulsa. Fíjense que a mí me gusta escribir, pero nunca me sentí capaz de articular dos frases con entusiasmo sobre un folio en blanco. Sí recuerdo, en cambio, haber escrito mi primer poemario, allá por séptimo de la EGB, y en las fiestas de junio me concedieron una medalla por aquel mérito. 

Durante mis años de universidad, en cambio, junio representaba el esfuerzo de preparar los exámenes finales de la carrera y, al mismo tiempo, el esfuerzo de resistir las tentaciones de abandono al verde campus, bajo la sombra de los árboles, en lugar de consagrar docenas de hora al estudio. Sé que no es muy respetuoso hablar de otros estudios, pero he de señalar con total sinceridad que, durante el mes de junio, los de Físicas (nosotros) celebrábamos con júbilo que, por fin, los de Derecho se pusieran de una vez a hincar los codos, porque se pasaban el año de fiesta en fiesta (seamos nobles: no digamos que todos, solo que muchos de ellos). Si hay una diferencia sustancial entre dos carreras universitarias, por ejemplo las dos que menciono personificando el ejemplo, no estriba en el menudeo bibliográfico o la asistencia a las clases: solamente en la necesidad del cerebro de estudiar de manera continuada (Físicas) o poderlo hacer a sopetones, con verdaderas empolladas, casi épicas (Derecho). Sin soslayar la variabilidad intrínseca existente entre tipos de estudiantes, tipos de profesores o tipos de asignaturas, argüiré que la curva normal (o campana de Gauss) sale siempre en defensa de esta tesis, para escarnio de muchos.

Hoy todo aquello me parece fenecido para siempre. Por descontado, no he de regresar jamás a ese mejor pasado de mis años de estudiante, con los junios vivaces y fértiles, que anticipaban los meses de la cosecha en el terruño arribeño de Salamanca, de los que mucho he hablado en estas páginas. Incluso los veranos me parecen ahora más cortos, más abreviados en su extensión ociosa, y menos significativos que cuando -entonces- los esperaba sin disimulo. Afortunadamente, siempre fui empollón: quiero decir, que todo lo aprobaba, y con buena nota, en junio, sin necesidad de acudir a las repescas de septiembre, calamidad calamitosa (que decía un amigo mío, ya fallecido) para cualquier jovenzano de oficio estudiante. Ahora, aunque sea buen trabajador, y siga pensando que mi velocidad sináptica supera con creces a la inmensa mayoría de los colegas con quienes comparto labores, el verano me asalta como una suerte de refugio de las muchas penalidades que conlleva la vida. Pero nada más. Sin tareas de recolección, sin el libre albedrío de una bicicleta por cualquier paraje, con la servidumbre obligada de los móviles y las dichosas redecillas asociales, este presente se presenta, diariamente, ante mis ojos, como insufrible. 

Tengan ustedes un magnífico mes de junio, mientras éste sigue caminando hacia el estío.  Esta columna también ha querido ser un descanso del trajín de majaderías y sinvergonzonerías gubernamentales que nos asolan por todas partes.

viernes, 30 de mayo de 2025

Los fontaneros cobran caro

No sé a qué viene tanto revuelo con las noticias sobre la señora esa, tan pasada de peso como de cara de mala persona y peor personaje, que pertenece a los gremios de la militancia socialista y al de la fontanería o pocería, según vayan las referencias. A mí, a estas horas de la película, ni frío ni calor: me dicen que encuentran cadáveres en las cloacas de la Moncloa, y casi me parece hasta razonable. Los militantes socialistas eligieron como secretario general al idiota este monclovita que comenzó queriendo hacer pucherazo en sus votaciones internas, y tras su confabulación multipartidista contra el vago del presidente pepero que fumaba puros y leía solo el Marca, los simpatizantes de la izquierda lo eligieron para presidir este país (entre acuerdo y acuerdo, y tiro porque me toca). Absolutamente toda su gestión, desde el primer día, está preñada de corrupción, de egoísmo, de nepotismo, de chulería y de idioteces (las "sancheces") muchas y variadas. Dígame usted una sola ley que pueda recordarse con honor. Nómbreme uno solo de los ministros de cuya memoria quepa hablar de eficacia y anchura de miras (fíjese que yo siempre me acuerdo del astronauta, y no para bien). 

Que hayan saltado a las páginas de los medios las hechuras mafiosas, como dicen (en realidad son simplemente barriobajeras), de unos y de otras, es casi lo de menos. Lo dábamos por descontado, aunque no lo llegásemos a imaginar, porque en esto de la creatividad, los indecentes y peligrosos, como el monclovita y sus secuaces, siempre tienen más imaginación que el resto (por eso son indecentes y por eso mismo son peligrosos). Yo, de lo único que me quejo, es de su intensidad. No hay día que no salten noticias nuevas. Llevamos ya tantas que se me van olvidando las primeras. Por ejemplo, lo del cargo adjudicado a dedo al hermano músico (de escaso talento, como el monclovita) y plagiador (como el monclovita), nos hace olvidar que una de las primeras decisiones adoptadas por el indocto fue enchufar a dedo a un amigo arquitecto en una Dirección General de algo para hacer no sé bien qué cosas. Creo que se trataba de ciudades sostenibles o algo parecido: qué más da. A todos sus amigotes los ha colocado en alguna parte, aunque no valieran para nada. Recordemos aquello, y lo del uso y abuso del avioncito donde se hacía fotografiar con gafas de sol (como el casposo que es), o la porquería de gestión de la pandemia (¿alguien pensó entonces que lo hacía bien?). Ya de último a esta parte tenemos el resto de escándalos: la amnistía a los secesionistas, las constantes marrullerías del Tribunal Constitucional (con un tipejo al frente, feo como el demonio, e igualmente maligno, que solo busca complacer al amo), el uso privativo de la Fiscalía para mancillar a oponentes, las formas absurdas de casi todos sus ministros (por lo general, gente poco capaz, y el que lo hubiera sido -como el de interior o la de defensa- devenido incapaz igualmente), el apagón de la red eléctrica, su bipolarización constante, la estrategia de usar a otro tipejo como Zapatero para vaya usted a saber qué (el bambi tontaina que, oh sorpresa, siendo igualmente maligno e inútil, descubre que su vocación es cubrirse de oro apoyando a dictadores déspotas y bananeros), lo del Sahara (ese tema esconde mucha más mierda que todo esto de ahora, créanme), la subida catedralicia de la esposa (seguramente por aquello de que si él, no sabiendo una palabra de la carrera de económicas que cursó en una universidad privada de medio pelo pudo hacerse con un doctorado aún más vergonzoso y plagiario, por qué ella no podría estar también en lo más alto del escalafón universitario: no me digan que no suena a trauma de tipos que se saben poco inteligentes y quieren paliarlo con un título de tómbola), lo de su número dos y las muchas corruptelas (éste es un tipo listo, aunque igualmente maligno, pero tiene la particularidad de que le gustan lo mismo el dinero que las jovencitas, cuestión ante la que le alabo el gusto)... Fíjense que hablo de memoria y sin consultar las hemerotecas, porque de hacerlo, este apartado precisa capítulos.

Pero volvamos a lo de las hechuras mafiosas... De todo el párrafo anterior, ¿qué diría usted que se desprende como caracterización perfecta del monclovita? No es su pasión por el dinero (que sí tiene su esposa, su hermano, su número dos, su...), ni es solo su pasión por el poder (cosa habitual en los que se saben inútiles y poco inteligentes): es su odio intestino e inveterado por todos los que intentan oponerse a él. El indocto es, ante todo, un cretino rencoroso y vengativo. Con tal de alcanzar sus fines, pisotea (o al menos lo intenta con ahínco) todo aquello que desprecia y permite los excesos de todo aquel que le ayuda. Eso no quita que sea benefactor con la familia y los amigos, aunque sea ilegalmente, pero su obsesión es el odio. Odiar a todo el que le recuerde que hace las cosas rematadamente mal o egoístamente mal, por mucha capacidad de mandar que él considere tener (gobernar es algo que no exige intelecto alguno al que manda: ahí tienen los casos de Zapatero o el del puro). 

Y si me piden una conclusión, una sola, sería esta: ¿por qué la sociedad calla ante todo este cúmulo de despropósitos? ¿Por qué no se ha denunciado ya al Gobierno? ¿Por qué seguirá habiendo sociatas que voten al monclovita?

viernes, 23 de mayo de 2025

La agenda fascista del Gobierno

Hasta ayer mismo, cuestionar el modelo migratorio que se ha impuesto en prácticamente toda Europa representaba una herejía sancionable con la hoguera en plaza pública. Los cónclaves progresistas, reunidos habitualmente en el sancta sanctorum de las páginas impresas y digitales, nunca han reparado en racionalidades y la calificación de fascismo, palabra de uso bastante extendido y frecuente, era habitual. Hoy, sin embargo, los mismos que entonces agitaban las pancartas antifascistas en defensa del multiculturalismo irrestricto, ahora redactan planes de deportación masiva con letra temblorosa, y grande compungimiento en los ojos, pero asegurando la rúbrica. El espectáculo, que no es nuevo en absoluto, sigue siendo fascinante: la ortodoxia progresista se reinventa como garante de las esencias nacionales mientras se ajusta el nudo de la corbata frente al espejo.

En el Reino Unido, su primer ministro, un hombre que hasta hace dos cafés defendía las fronteras porosas de su imperial nación como ejemplo de progreso y valores adecuados, ha descubierto de repente que quizá, solo quizá, aquello de las fronteras permeables fue un experimento fallido. Qué inesperado. Pero más inesperado aún es que lo proclame con la serenidad y fe del converso. El primer ministro laborista habla con desparpajo de recuperar el control, omitiendo su admisión de que tal vez la política vigente se les ha ido de las manos. En lugar de convenir el giro ideológico copernicano, afirma su total responsabilidad institucional. Los catecúmenos siempre mantienen que la religión verdadera solo la han descubierto ellos.

Esta comedia que, por cierto, bienvenida sea, porque Europa, y otras partes del mundo, había devenido en la mesa de tócame Roque, se representa con disimulo en el patio trasero, tras las plateas, en las estadísticas antes tildadas de fake news racistas y que comienzan a publicarse en los mismos medios que antes las ocultaban por higiene moral. Por ejemplo: que el 91% de los detenidos por hurtos en Cataluña son extranjeros. Ahora no es una afirmación de la ultraderecha (espectro sociológico que, para un progresista, representa todo aquello que no sea él mismo) sino una noticia firmada por periodistas que hasta hace nada se dedicaban a impartir cursos de aprendizaje sobre lenguaje inclusivo. Que la mayoría de los presos en las cárceles catalanas no tengan pasaporte español ha dejado de ser una constatación xenófoba para devenir reto para la convivencia. Sin rectificación ni disculpa, porque errare humanum est, aunque solo para los de izquierdas, claro.

El caso alemán es el colofón. Alice Weidel lanza cifras como puñales en el Bundestag y Friedrich Merz —recién llegado al poder— se traga el discurso entero como si fuera suyo. "Demasiada inmigración descontrolada", dice el canciller con cara de preocupación. Pero ese diagnóstico ya estaba escrito hace décadas en los panfletos que nadie quería leer porque estaban contaminados ideológicamente por el fascismo.

En realidad, aunque lo llamen así, no se trata de un problema que atañe a las políticas de inmigración. O no solamente. Es el síntoma más visible de un fin de ciclo profundo: la bancarrota moral de una élite que solo reconoce la realidad cuando le amenaza el sillón. Durante años, la progresía social ha estado construyendo una hegemonía discursiva basada en el insulto preventivo (fascista, xenófobo, retrógrado) y la negación de cualquier evidencia, imposibilitando con ello los debates. Ahora, al descubrir que la realidad no se deja gobernar por sus adjetivos, quienes criminalizaron el disenso, pretenden recuperar la iniciativa. El truco, como siempre, es presentarse como salvadores de un problema que ellos mismos contribuyeron a fabricar por aquello del buen rollito.

Ojo, que todo lo anterior no identifica solamente a los partidos alojados en el espectro izquierdo, o progresistas. Buenas parte del espectro derecho comulga con las mismas ideas, y las ha defendido con igual empeño. En España tenemos ejemplos nítidos de esto último. Los políticos, y opinadores públicos, observan el mundo desde el fondo de una caverna porque, en realidad, no les interesa en absoluto acudir a él para verificar si lo que proponen es, cuando menos factible, cuando más beneficioso. Que la realidad nunca malogre una brillante teoría.

Quienes lo vieron antes —y, en algunos casos, pagaron el precio del ostracismo o del escarnio— siguen sin recibir ni una mención. En esta tragicomedia europea, la reflexión es la única ONG que sigue sin estar subvencionada.

viernes, 16 de mayo de 2025

Inversión moral

En octubre de 2023, hay que ver lo rápido que pasa el tiempo, Hamás lanzó el ataque más brutal contra civiles judíos que se haya perpetrado desde el Holocausto. Cientos de personas fueron asesinadas en sus casas, niños secuestrados, bebés descuartizados, mujeres violadas, ancianos masacrados. Fue una carnicería meticulosamente planeada, ejecutada sin piedad y celebrada por sus autores como una victoria religiosa y política. Aquel día marcó el inicio de una guerra que Israel no buscó, pero a la que no podía dar la espalda. Tampoco nosotros se la hubiésemos dado. Unas pocas semanas después, buena parte del debate público europeo parecía haber olvidado tan despiadado y abyecto aniquilamiento. El "relato", que dicen ahora los bobos, ya no hablaba de la masacre del 7 de octubre, sino del genocidio que estaba perpetrando Israel en Gaza, de la respuesta desproporcionada por parte del estado judío, y de las innumerables víctimas palestinas inocentes. Para una parte importante de la sociedad, Hamás pasó de perpetrador a ser víctima, de agresor a mártir. 

Es difícil plantear respuestas a cómo hemos podido alcanzar una inversión moral tan profunda, especialmente desde las ideologías de izquierdas, pero también en buena parte de una población no alineada a ultranza con ninguna de las opciones de la panoplia política. La respuesta, sospecho, es muy incómoda: porque en amplios sectores de la opinión pública se ha instalado una idea distorsionada de Oriente Próximo, donde Israel aparece siempre como una fuerza ocupante de territorios que no le pertenecen y toda forma de violencia palestina se interpreta como legítima resistencia. A finales de 2023, muchos nos dimos cuenta de que realmente no importa cuál sea la barbarie perpetrada, su bestialidad o ferocidad. Ni tan siquiera cuán nítida y evidente sea la intención de aniquilar perpetrando un descuartizamiento minucioso en la población civil. Cuando la víctima es Israel, siempre hay excusas. Cuando el agresor es islamista, siempre hay comprensión. Es cierto que en Gaza mueren civiles. Cómo vamos a negarlo ni olvidarlo. Pero también es cierto que Hamás ha utilizado a los civiles históricamente como escudos humanos con objeto de proteger su infraestructura militar en hospitales, escuelas y zonas densamente pobladas. Hamás, como en España lo hizo la ETA durante cuarenta años, es experta en hacer del sufrimiento civil una eficientísima propaganda. Llama la atención que tantos países europeos, con sus sofisticados servicios de inteligencia, no supieran (o no quisieran saber) que buena parte de la ayuda económica que enviaban a Gaza terminaba en manos de quienes construían túneles de guerra, no escuelas.

Durante años, Hamás ha gobernado Gaza con un mandato popular. No se trata de una dictadura impuesta por la fuerza externa. Fue elegido, consolidado y mantenido por una sociedad que, al menos en parte, lo ha legitimado. Ignorar esa dimensión política —el apoyo social que Hamás ha tenido— es infantilizar a los palestinos, tratarlos como víctimas perpetuas sin agencia ni responsabilidad. Pero sobre todo, es ignorar la realidad que ha permitido que el conflicto se cronifique y se radicalice. De igual modo que ha de quedar muy claro que Israel tiene derecho a defenderse. Más aún: tiene la obligación de hacerlo. De lo contrario, supondría aceptar que la muerte de sus ciudadanos (con independencia de su crueldad, que en este caso fue máxima) puede quedar impune. Por eso el objetivo militar de desmantelar la infraestructura de Hamás no es ningún acto de venganza: lo es de prevención. Israel no se pasea por Gaza violando a las mujeres gazatíes o descuartizando los cuerpos de sus bebés. Lo que Israel se juega en Gaza no es solo el futuro de una franja de tierra, sino el principio elemental de que los Estados tienen derecho a existir sin ser objeto de exterminio.

Lo pienso con total convicción. La única salida plausible de este conflicto es una victoria clara de Israel sobre Hamás. No hay solución negociada con quienes no buscan otra cosa que el aniquilamiento del otro, en parte porque Hamás no desea negociar nada en modo alguno. No hay paz posible con quien proclama abiertamente que su misión es destruir al pueblo judío. Ha podido fracasar la diplomacia: no lo discuto. Pero lo que definitivamente sí ha fracasado es la ingenuidad de creer que es posible razonar con fanáticos religiosos, armados hasta las cejas y financiados durante años con la complicidad, directa e indirecta, de muchas cancillerías europeas. Quienes se niegan a mirar de frente esta realidad siguen prefiriendo atacar a Israel. Lo hacen desde un supuesto humanismo, pero muchas veces lo que late detrás es un viejo antisemitismo disfrazado de causa progresista, o el atávico antiamericanismo de la izquierda proyectado sobre el estado judío, su aliado en Oriente Próximo. 

Hay algo profundamente inquietante en esa forma de pensar. Porque cuando la civilización empieza a justificar al verdugo y a condenar a quien se defiende, significa que está perdiendo, definitivamente, el juicio. 

Postdata: Creo innecesario criticar al indocto por calificar a Israel de estado genocida. Piense el lector de este inefable idiota lo que quiera.

viernes, 9 de mayo de 2025

Apaga y vámonos

Ayer mismo hablaba con un compañero de trabajo, ingeniero para más señas, sobre el funesto apagón peninsular, dejando entrever la pésima imagen que hemos trasladado como país y que, seguramente, repercutirá en las decisiones de inversión de muchas empresas multinacionales que aún pensaban muy bien de España (por ejemplo, y porque me toca de cerca, el sector de los centros de datos, para quienes una desconexión de un segundo supone una hecatombe). Este ingeniero, que se dedica a vender, principalmente, refirió lo mucho que le preocupaba que "desaparecieran de repente 15 gigawatios de electricidad". Hay ingenieros que, como diría mi padre (que era ingeniero agrícola), son de secano.

Imagino que, en el magín de este tipo de personas, persiste diez días más tarde el argumento de las repentinas desapariciones, como si un agujero negro se hubiera tragado la energía o los extraterrestres hubieran abducido la corriente eléctrica para llevársela a su planeta de origen. Conviene mencionar que dicho argumento lo trasladó a la opinión pública un ignorante de primer orden (o burrinculto, que es como suelo denominar a quienes sueltan perlas de ese tipo sin avergonzarse de ello) como es nuestro indocto presidente, el mismo que tardó seis horas en dar la cara para solo decir que no diésemos pábulo a los bulos (los bulos ajenos, claro está, no los suyos propios) y otras cinco horas más para soltar lo del misterio de los gigawatios perdidos, la culpabilidad de las centrales nucleares, y lo mucho que iba a exigir explicaciones a las empresas privadas de lo de la luz. Por supuesto, ni quiso mencionar por su nombre a Red Eléctrica, cuyas salas nobles son, en realidad, un patio de monipodio donde recaban con bien nutridas sinecuras los más fieles secuaces de cualquier partido en el gobierno, con independencia de su signo (para quienes aún tengan por costumbre leer o haber leído, con la referencia cervantesca habrán adivinado lo que he llamado a tales sectarios con aquello que acabo de nombrar; de quienes no tengan dicha costumbre, me da lo mismo lo que piensen, en verdad). 

Nadie en su sano juicio puede poner en duda la capacidad de los técnicos que trabajan en Red Eléctrica. Son profesionales realmente extraordinarios que -¡ay!- han de dirimir con las decisiones políticas que se adoptan desde las más altas alturas, esas que nos gobiernan (o desgobiernan) y casi nunca (por no decir nunca) reparan en cuestiones técnicas cuando lo que cuenta es sacar pecho de los beneficios de tu ideología (renovables 100% cuanto antes). Concuerdo plenamente en la necesidad de dar palos al indocto y su desGobierno a causa del apagón. Es un tipo de necesidad casi taumatúrgica, porque realmente un milagro es lo que venimos necesitando para encontrar alivio de lo mucho y malo que nos está pasando como país. Pero no en la polarización "Solares sí, Nucleares no", y viceversa, con que se viene ensañando una buena parte de la prensa y los medios. No porque Solares solo sepa a agua, y lo nuclear no deje de ser cuestión principal, sino porque es saludable aclarar lo que realmente pasó. O, cuando menos, poner un poco de orden en las conjeturas.

Aquel lunes se produjo una serie de fluctuaciones en la frecuencia en la red eléctrica. Es gracioso el concepto, ¿verdad? Fluctuaciones de frecuencia. Eche usted un vistazo a la letra pequeña de sus electrodomésticos. Verá que los aparatos funcionan con unas cifras que ponen 50 Hz. Este valor tiene su origen en las postrimerías del siglo XIX, cuando empresas europeas como AEG lo adoptaron porque suponía un punto medio entre la eficiencia y la facilidad de diseño de motores y generadores. En cambio, en Estados Unidos, Brasil o Corea de Sur, la frecuencia es de 60 Hz, valor que permite motores más pequeños y eficientes, pero también más pérdidas por efecto Joule (la generación de energía eléctrica también produce calor) y por radiación de campos electromagnéticos de baja frecuencia. Japón es un experimento raro, porque una parte del país (el este) funciona a 50 Hz y la otra (el oeste) a 60 Hz, debido a que a finales del siglo XIX, cuando aún estaban en el tránsito que acabaría con los samurais, Tokio compró un generador a una empresa alemana (50 Hz) y Osaka a una estadounidense (60 Hz). Y al carecer de un estándar nacional, cada región desarrolló su red eléctrica de manera independiente. El caso es que ese numerito ha de mantenerse constante para que los equipos eléctricos funcionen correctamente. Si baja o sube demasiado, los motores, transformadores, relojes... se pueden dañar. Es el motivo por el que un operador como Red Eléctrica monitorea su valor en tiempo real y ajustan la generación o el consumo dentro de ciertos parámetros alrededor de 50 Hz. Dicho de otra manera, totalmente equivalente, las fluctuaciones que se producen cuando el valor de la frecuencia no es constante, es un indicador para Red Eléctrica del desequilibrio existente entre la generación y el consumo de electricidad. Incluso desviaciones de 0,2 Hz (arriba, abajo) pueden ser críticas. Por eso, cuando se alcanzan ciertos valores que no se tienen que alcanzar, se activan una serie de protecciones automáticas en las centrales eléctricas y en las subestaciones, desconectando cargas y generadores para evitar daños mayores. Si este problema no se corrige de inmediato, se produce un efecto dominó. Es el motivo por el que Francia se desconectó del sistema español. Francia es clave para nosotros porque es hacia donde enviamos la electricidad sobrante en un momento determinado (o de quien tomamos lo que nos falta, tanto da). Al desconectarse su red de forma automática, por seguridad, originó en España una total imposibilidad de corregir la fluctuación excesiva, por lo que todos los sistemas se desconectaron (algo que sucedió al mismo tiempo). Técnicamente: hubo una caída abrupta de apoyo inercial y de tensión.

Y ahora viene cuando toca explicar lo de la inercia, y que usted seguramente asocia a la brusquedad de los frenazos en trenes y autobuses (y lo que le pasa a su cuerpo en esos momentos). En los sistemas eléctricos, la inercia se refiere a la capacidad del sistema para resistir esos cambios bruscos en la frecuencia. Esta inercia proviene principalmente de los generadores síncronos tradicionales (como los de centrales térmicas o hidroeléctricas), cuyos grandes rotores giran a una velocidad constante. Este palabro, síncrono, lo que indica es que el dispositivo que genera electricidad lo hace de tal manera que se sincroniza con la frecuencia de la red eléctrica (50 Hz). Esto lo hacen muy bien las nucleares, las turbinas de vapor o las hidráulicas, que disponen de inmensos rotores que, al girar, por la fuerza del vapor de agua o del agua misma en tránsito, generan corriente. La energía del movimiento de los rotores es lo que actúa como inercia eléctrica. Son fundamentales en las redes eléctricas tradicionales, justamente las que se están reemplazando por fuentes renovables, que no aportan inercia. Los aerogeneradores modernos o los inversores solares (esos chismes electrónicos de los que hablan las empresas que le llaman para que usted instale paneles solares en el tejado) no disponen de nada que gire de manera sincronizada con la red. Por eso se dice que no aportan inercia de forma natural, aunque es cierto que están desarrollando tecnologías como la inercia sintética para compensarlo (son justo las tecnologías que faltan en España, que ha desplegado un inmenso parque fotovoltaico).

Y ahora viene lo esencial: el sistema eléctrico no colapsó. Hizo lo que está diseñado para hacer en una situación tan crítica como es una fluctuación de la frecuencia fuera de los parámetros de seguridad: ejecutar desconexiones selectivas para evitar lo que después, empero, sucedió, el apagón total. Lo que se desconectó no fue un bloque de energía indeterminado, sino varias centrales —algunas nucleares, por petición expresa del operador, Red Eléctrica— y una parte muy significativa del parque fotovoltaico. La clave del apagón fue esa pérdida súbita de estabilidad, no la desaparición misteriosa de 15 GW. La potencia eléctrica siempre estuvo ahí, pero no fue inyectada en la red al funcionar los sistemas de desconexión. El sistema reaccionó protegiéndose, para mantener la integridad del conjunto. 

El motivo principal por el que Red Eléctrica excusa informar de las causas de esta crisis no responde a este escenario macroscópico. El análisis fino de lo ocurrido se ha de efectuar con los registros temporales que dispone el operador, y su escala es la de milisegundos. Saber que algo falló en tal o cual instante no basta: hay que entender por qué, cómo se propagó y qué respuesta se activó. Red Eléctrica ha declarado que dispone de una cantidad ingente de datos (como debe ser), pero que aún no están completamente procesados. Otra cosa es lo que explica el Gobierno y la presidenta de Red Eléctrica, cuyas declaraciones no son las de un alto responsable de una empresa (privada, pero controlada por el Estado), sino las de un sectario político a las órdenes del Gobierno. Lo que ella ha transmitido son las excusas habituales que usted encontrará en cualquier gerifalte de turno. La señora Corredor, ex ministra de Vivienda con Zapatero, y ex compañera de cartel con Pedro Sánchez, ha referido que casi han determinado ya el motivo del apagón, pero aún no lo suficiente como para ofrecer conclusiones; que disponen de una barbaridad de datos sobre lo que ocurrió cada milisegundo, pero que no los han analizado lo bastante como para saber cuál fue la fuente de energía que se desconectó, y que aunque la causa atribuible apunte a las fotovoltaicas, eso tampoco significa que sea así. Porque, oiga, el sistema eléctrico español es estupendo, la política energética es grandiosa y las inversiones del Estado muy atinadas. A Red Eléctrica y al Gobierno no cabe reprocharles nada, mucho menos el apagón total de toda la península ibérica durante dieciséis horas, porque su gestión es perfecta. ¡Oh, perdón! La entendimos mal: quiso decir que la sugestión (por ella y por el indocto y por el resto de lameculos ministriles) es perfecta. Ahí tienen: una inepta al frente de Red Eléctrica cuyas explicaciones son, punto por punto, lo que el paranoico indocto que nos desgobierna ya había explicado sin explicar nada. Incluyendo la desautorización explícita a sus propios directivos, que veinticuatro horas antes habían descartado el ciberataque del que habla el tontuelo de la Moncloa.

Concluyan mis caros lectores con lo que mejor crean, desde luego. Yo solo les diré que resulta mucho más fácil de entender por qué se produjo el apagón eléctrico de aquel lunes que el apagón de las luces de la inteligencia de este Gobierno y sus muchas redes de intereses creados: la maldad, la inepcia, la paranoia y la estupidez de todos los idiotas con cartera y con dirección general (o presidencias de empresas afines) es de tal complejidad en su explicación, que a estas alturas del siglo no hay Papa agustino que lo entienda.

viernes, 2 de mayo de 2025

El apocalipsis comienza siempre en el trasero

Cuando se produjo en España (y Portugal) el apagón de este pasado lunes, recibí una serie de llamadas alertándome de varias noticias: la primera, que en los supermercados empezaba a desaparecer el papel higiénico y el agua; la segunda, que se había declarado una guerra. 

La primera de las llamadas es, justamente, la razón por la que yo pienso que hay mucha gente tonta del culo (nunca mejor dicho). Tiene su lógica que quienes arramblan con todo el papel higiénico lo hagan por falta de agua en los grifos de sus domicilios (lo que también inhabilita la eficiencia del jabón). Algo parecido sucedió cuando se decretó el confinamiento por el Covid-19, si lo recuerdan: hubo gente que empezó a comprar de todo y sin medida alguna, posiblemente presa del pánico de que todo el planeta se encontrara a escasas horas de una infección mundial de zombis, por la que todas las fábricas, redes de abastecimiento y profesionales afines habrían de desaparecer del mapa. Todo, y todos, destruidos inexplicablemente por el maligno virus, salvo ellos, claro está, bien pertrechados en sus casas con kilos y kilos de papel (el culo de Europa, literalmente, bien cubierto), y un arsenal doméstico de arroz, legumbres y lejía, amén de carnes, huevos, pescados y demás alimentos prontamente perecederos. 

De esta clase de tontos está el mundo bien surtido, por desgracia. Son especímenes humanos en posesión de un pensamiento tan básico y superficial como profunda es su incultura y egoísmo: son la élite del sálvese quien pueda. No piensan en los demás, ni siquiera en la posibilidad de que no exista realmente problema alguno, o no tan apocalíptico. Su pensamiento es un remolino básico: acaparo, consumo y sobrevivo. Si acaso se plantean algo más, es si TikTok seguirá funcionando (nunca dejó de funcionar) o si podrán postear su angustia vital con filtros dramáticos en Instagram. Imagino que el lunes, al comprobar que el mundo seguía existiendo sin luz, se llevaron un disgusto enorme cuando las redes de datos comenzaron a fallar una tras otra. La profundidad intelectual de estos nuevos preppers de supermercado es inversamente proporcional al volumen de sus carritos. Queda claro que también desconfían de las autoridades, por mucha calma que éstas pidan y aseguren que no hay ni habrá desabastecimiento puesto que el país, aunque sea de manera renqueante, seguirá funcionando (en verdad, no les culpo por desconfiar del indocto dictadorzuelo que nos gobierna desde el palacio monclovita).

Luego están los alarmistas del conflicto bélico. Gente que, tras percatarse de un apagón en toda la península, llega a la conclusión de que ha comenzado una guerra, tal vez mundial. ¿Quién? ¿Los rusos? ¿Marruecos? ¿Acaso los extraterrestres enfadados por la falta de respeto a sus crop circles? Todo es posible en sus mentes moldeadas por películas malas y noticieros peores. La hipótesis más elaborada que manejan es que el país ha sido bombardeado, pero solo en sus redes eléctricas. Porque, claro, todo ataque serio empieza con fastidiar el frigorífico. El enemigo ha lanzado misiles y bombarderos poderosos contra todas nuestras líneas de distribución de energía sin que los demás países se enterasen de nada y con el Gobierno huido (eso sí fue verdad) para salvarse a sí mismos en algún búnker. Todo lo cual induce a pensar que, de manera similar a los tontos del papel higiénico, esta otra clase de idiotas vive en una ficción donde cualquier cosa sucede siempre que lo crean ellos posible, como por ejemplo que el espacio aéreo sea atravesado por misiles mientras coches, aviones y paisanos siguen con su vida normal, pese a la extrañeza y espanto por el apagón; y también, que por su infantilismo social (y psicológico) no tengan ni repajolera idea de lo que pasa en el mundo y en Europa, donde un país -Ucrania- lleva en guerra (una de verdad) con Rusia desde hace tres años, y sigue teniendo luz y agua -aunque a trompicones, dependiendo de la zona arrasada por el enemigo-. 

Y en este contexto de histeria por parte de algunos, aparece un tercer actor: el Gobierno. Tarda seis horas en decir algo, y cuando lo hace, no informa de nada. Solo pide que no creamos bulos (qué obsesión con ser ellos los transmisores de las verdades eternas). Uno piensa, de inmediato, que si no informan de nada es porque no saben nada aún, y en ese caso uno se pregunta, igualmente, por qué no han arrastrado a la Corredor (sociata, torpe, pésima, montada en el dólar) de las orejas hasta el palacio monclovita para exigir explicaciones, y que por lo menos salga el indocto en la radio a mostrar algo de autoridad. Claro que, visto lo que pasó casi doce horas después, con el tonto mayor del Reino de España de nuevo ante los micrófonos para abroncar a las eléctricas, a las nucleares y a todo el mundo, menos a sí mismo y a la Corredor, por tener al país a oscuras durante un rato ya demasiado largo, uno piensa de inmediato que ni con una catástrofe de tan colosales dimensiones (y descomunal vergüenza ajena) el tipo va a admitir su inutilidad congénita. Y mientras tanto, la gente aplaudiendo al volver la luz, como si hubiéramos sobrevivido colectivamente a la guerra nuclear que los tontos del conflicto bélico pensaban que estaba sucediendo, y bien sentados en las terrazas a cervecear con ese espíritu épico que solo surge tras haberse enfrentado al horror de poner el móvil en modo ahorro de batería, sin conexión a Internet ni al streaming ése donde echan películas (de zombis y de guerras, seguro). 

Téngalo claro: cuando todo falla, no se recurre al sentido común ni a la cooperación. Solo al papel higiénico. Porque si el mundo se va al garete, al menos que te pille sin el culo al aire.



viernes, 25 de abril de 2025

El pensamiento que ha de permanecer

Ha muerto el Papa Francisco. Como figura que ha ocupado el centro simbólico de millones de personas, su partida merece respeto y una pausa. Pero también, si uno cree que la palabra debe decir la verdad aunque duela, merece juicio. Durante el último medio siglo, la Iglesia católica ha estado marcada por tres rostros profundamente distintos. Tres formas de entender el mundo, la fe y, sobre todo, al ser humano. Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco no solo ocuparon el mismo cargo: representaron tres modos divergentes de pensar lo divino y lo humano. 

Benedicto XVI, para mí, fue el más lúcido de todos. No porque su teología fuera accesible —que no lo era—, sino porque detrás de cada frase se intuía una arquitectura del pensamiento que ha desaparecido de casi todos los ámbitos del discurso contemporáneo. Ratzinger no escribía para emocionar, sino para comprender. En Spe Salvi, por ejemplo, leemos una crítica del progreso moderno que no se agota en lo religioso, sino que habla también a la filosofía de la historia, al deseo humano, a la finitud. En Caritas in Veritate, ofrece una lectura ética de la economía global que aún está por leerse a fondo. Fue un hombre silencioso y profundo, tan elegante en su pensamiento como solitario en su camino. Sus tres libros sobre Jesús de Nazaret debería formar parte de la biblioteca personal de todo creyente.

Juan Pablo II, en cambio, supo mirar al mundo. No con la distancia teológica de un académico, sino con el ojo de quien ha conocido el totalitarismo, la precariedad, el miedo, y aun así confía en el ser humano. Su personalismo fenomenológico, su defensa de la dignidad humana, y su voluntad de unir fe y razón hacen de Fides et Ratio una obra mayor. Pero fue también el primero en intuir que las grandes cuestiones del cuerpo, de la sexualidad, de la vida en el siglo XXI, necesitaban un lenguaje nuevo. Lo intentó. A veces cayó en el normativismo. Pero nadie puede acusarlo de indiferencia. Fue un Papa extremadamente querido, viajero, que supo conectar con una sociedad cansada de la guerra fría, de las tensiones del comunismo, de las diferencias abismales entre continentes, un Papa que levantó a las masas. Pero también fue un distinguido teólogo, capaz de dotar de profundidad religiosa su praxis.

Francisco, en cambio, no supo —o no quiso— pensar a esa altura. Su discurso fue pastoral, narrativo, hecho de gestos y llamados, de denuncias sociales y apelaciones morales. Todo lo cual puede ser útil, incluso necesario. Pero su pensamiento, comparado con el de sus predecesores, carece de densidad. En Laudato Si’ y Fratelli Tutti encontramos intuiciones justas, pero poco desarrollo, o ninguno. En sus encíclicas falta estructura, falta concepto. Francisco habló con el pueblo, sí, o al menos con un pueblo torpe y mítico que solo piensa en términos de "diosito" (el concepto sudamericano de la fe es así de mezquino) o de preceptos y dogmas (la Iglesia sigue empeñada en vindicar la universalidad de sus fundamentos más antiguos), pero olvidó a quienes, sin creer, lo que buscan es comprender, y a quienes, creyendo, lo que necesitan es modernizar sus creencias.

Y eso es lo que más lamento del papado de Francisco. Como ateo, no espero coincidencias doctrinales. Pero sí exijo —a quienes ocupan lugares de trascendencia simbólica— que se tomen en serio la inteligencia. Que no reduzcan la fe a la consigna a la que la inmensa mayoría de los creyentes la han reducido, ni la ética a una compasión estúpida y absolutamente alejada de la realidad del mundo. Ratzinger lo hizo. Wojtyła también. Francisco, no. Su papado ha sido, desde mi mirada, intrascendente. No porque haya hecho poco, sino porque ha pensado poco, o nada. Seguramente nunca fue un hombre destinado a iluminar el pensamiento ajeno, pero me pregunto en qué medida ha iluminado a unas masas suficientemente aborregadas en lo doctrinario y el pensamiento mágico. Porque al querer ser cercano, dejó vacía la cátedra.

El lunes falleció un Papa. Acompaño el duelo de quienes lo han amado. Pero también reclamo, desde el margen, el derecho a decir que lo que permanece, al final, no es la simpatía ni el aplauso fácil. Lo que permanece es el pensamiento. Y en eso, la historia pondrá a Benedicto XVI por encima. Y a Juan Pablo II en la memoria eterna de todos.

(Puede leer un desarrollo más completo del texto anterior aquí)

viernes, 18 de abril de 2025

Fe rota y ciega (y el arte de no pensar)

En ocasiones consuela comprobar cómo la parte cultural y artística de la religión católica, que tanto se evidencia estos días de Semana Santa, es con toda justicia exaltada y admirada. Aunque sea como una suerte de parque temático de orígenes oscuros y, en alguna medida, evitables. Casi podría decirse que resulta más valiosa para quienes no acaban de aceptar los preceptos cristianos. Y no hay nada de excepcional en ello. El cristianismo que se predica hoy, el que se canta con guitarras en las salas de culto o se exalta desde los balcones episcopales, tiene muy poco que ver con los textos, los conflictos, la sangre y la pasión que lo fundaron. Ya no es la fe de quienes esperaban el fin del mundo, ni la de los que se estremecieron al ver morir a un justo. Es, más bien, una religión de identidad. Una pertenencia. Un hábito cultural o una defensa de valores abstractos que nadie vive realmente.

Ni el Jesús apocalíptico, ni el Cristo místico, ni las cartas de Pablo, ni la formación del canon, ni la tensión escatológica, forman parte, en realidad, de la fe cotidiana de la inmensa mayoría de los creyentes. Los cristianos actuales no vive en el drama teológico, sino en el consuelo emocional. No debaten sobre las interpolaciones en las epístolas paulinas ni sobre el simbolismo mistérico del bautismo. Rezuman piedad, pero no exégesis. 

Y tal vez no haya nada más humano. Lo que la gente suele llamar “fe” no es una interpretación escatológica del tiempo, sino una proyección afectiva de su necesidad de sentido. Para muchos, Dios no es el absolutamente otro, ni el que irrumpe en la historia a través de la cruz. Es un padre atento, un Jesús dulzón que escucha súplicas, que se preocupa por la salud del gato, que ayuda a encontrar las llaves perdidas, que manda señales a través de canciones o nubes. La escatología se ha convertido en autoayuda. El Reino de Dios en bienestar personal. La cruz en decoración. Y la oración en una especie de carta a los Reyes Magos.

El dogma, en este contexto, se acepta como se aceptan las supersticiones: sin comprenderlas, sin querer comprenderlas, como una contraseña tribal. La Trinidad, la encarnación, la redención, el pecado original... todo se repite con un asentimiento automático, pero desprovisto de su filo histórico y existencial. Son misterios no porque desafíen la razón, sino porque ya nadie se atreve a pensarlos. La teología —cuando no se sospecha de ella como amenaza— es considerada innecesaria, incluso presuntuosa. La ignorancia se disfraza de humildad, y el pensamiento se mira con sospecha.

No es una crítica moral, sino cultural. La fe se ha democratizado hasta hacerse inocua. En vez de estremecer al sujeto, lo protege. En vez de desinstalarlo del mundo, lo reconcilia con él. Y, por eso, la figura de Jesús se ha infantilizado: de profeta escatológico a superhéroe espiritual, de signo de contradicción a terapeuta afectivo. Se ha domesticado el fuego del Evangelio. Se ha silenciado el grito del Apocalipsis. Se ha reducido el Reino a una sonrisa.

Y, sin embargo, hay algo que persiste incluso en medio de esa vulgarización: la necesidad de creer. De que alguien escuche. De que la historia no termine en la tumba. De que el amor tenga la última palabra. Tal vez no es la fe de los Padres de la Iglesia, ni la de Pablo, ni la de Jesús mismo. Pero es fe al fin, aunque confundida, aunque disfrazada de infancia espiritual.

Quizás algún día esa fe vuelva a arder. Quizás la teología vuelva a ser respirada como necesidad, no como escolástica. Y entonces, el Cristo escatológico dejará de ser una figura de papel para volver a ser lo que fue: la interrupción del tiempo, la grieta en la historia, la promesa viva en medio del absurdo.

Yo, en estos días de Pascua, les invito a que lo hagan desde aquí.

viernes, 11 de abril de 2025

Patos nadando o volando

 A los mandamases (máximos dirigentes de uno de los tres poderes del Estado) suele encantar mucho confrontar a los máximos dirigentes de los restantes poderes del Estado y, con especial empeño, el de la justicia, porque las cuadernas de los parlamentos ya viene arboladas por idénticas representaciones estadísticas a las que los llevan a ellos, mandamases ejecutivos, a Gobernar en nombre de todos (lo que debería ser), de unos pocos (lo que, de hecho, es) o de nadie salvo ellos mismos (lo que jamás debería ser). El escrutinio de la ley es el que es, guste más o guste menos, y quienes hemos probado los sinsabores de las lentitudes, subterfugios y mendacidades que lo conforman, sabemos de las dificultades por las que atraviesan los jueces a la hora de encausar los delitos. Y suele suceder, porque jamás sucede lo contrario, que el gobierno de la ley opere contra los mandamases ejecutivos en cuestiones que no sean abusos legales, corrupciones muchas y sometimientos a la población. 

En España, este extraño país que todos admiran fuera y que tantos repudiamos dentro por la velocidad con la que se reproducen los idiotas y mediocres, especialmente en los zoológicos partidistas, llevamos un tiempo soportando las veleidades de un tipo mediocre, malo (en todos los sentidos), iletrado, tan rematadamente torticero (y buen conocedor de los entresijos del poder) que para cubrirse las espaldas, se ha arrogado el afán protagonista en instituciones como el Tribunal Constitucional, la Abogacía del estado o la Fiscalía General, con los resultados por todos bien conocidos, salvo a quienes, hooligans de sus ideologías, comulgan con las hostias reconsagradas de las que hablaba la semana pasada, y que no son pan ácimo precisamente, sino panes como tortas directamente percutidas en la boca de los estómagos de quienes solo podemos hacer dos cosas: pagar cada vez más impuestos y callar (acaso pataleando). 

Todas estas cosas suceden porque, alrededor del mequetrefe indocto, hay un puñado de gentes a las que se creía buenos profesionales en lo suyo, pero que por ansia de ser ministros (aunque sea de marina), han pasado por una reconversión que ríase usted de la industrial de los años 80. Y como, pase lo que pase, nunca pasa nada, salvo en las mesas de Waterloo, donde pasa todo lo que pasa en la España que detestan, nos hallamos en la tormenta perfecta de la inmoralidad de un Gobierno títere tanto de sus cabritunos socios como de su primer ejecutivo, abrazador de cuantos conceptos le pongan para firmar encima de la mesa como pago a seguir durmiendo en el palacio monclovita otro día más (único espacio en el que poder hacerse rico, como le ha pasado a posteriori al otro idiota, el Zapatero aquel de las coces chinas y venezolanas). 

Abundan, y no solo en España, los ejemplos de cuán profundo es el deterioro de la política en el mundo. Nos reímos del pato Donald, cuyo parpeo mantiene en vilo a medio mundo con sus constantes locuras ucranianas y arancelarias, pero la crisis de cuanto sucede de puertas para adentro no es menor, sino muy superior, incluso respecto a la de nuestros vecinos europeos, que también tienen lo suyo. Óiganme, corren malos, muy malos tiempos para la lírica política. Aquí y allá, los mandamases establecen como objetivos no el trabajo duro y constante en pos del bienestar y la mejora de vida de los ciudadanos, sino cualquier cosa que los mantenga a ellos en el poder por tiempo indefinido. Y, ya de paso, a sus esposas, amantes, hijas, hermanos y amigos de la escuela. Así pasamos los días, y así los vamos a seguir pasando.

viernes, 4 de abril de 2025

El parentesco como arte escénico

Han pasado tantas cosas, y tantas siguen pasando, que casi lo henos olvidado. Y eso que sucedió,  como diría el otro, ayer mismo. José Luis Ábalos fue ministro de Fomento, número dos del PSOE y mano derecha de Pedro Sánchez en sus tiempos más correosos. Era, según la liturgia socialista, uno de los “hombres fuertes” del Ejecutivo. Hoy es, más bien, el protagonista de un vodevil institucional que combina escoltas, mascarillas, asesoras de belleza inquietante y un número indefinido de sobrinas de presencia discreta pero fulgurante. Buen material engendraban sus hermanos de sangre o políticos. Por supuesto, no se trataba de sobrinas de sangre —como se insinuó torpemente en un aún más torpe intento de evitar nombrar el tabú por su designación auténtica— sino de una curiosa constelación de mujeres bastante atracables a las que el entramado de Ábalos (y afines) proporcionaba piso, ropa, viajes, sinecuras y otras gabelas. Pero la realidad es que podrían haber pasado perfectamente por asesoras de imagen y asistentes de dietas alimenticias, pero nos tememos que la bendiciíon de los panes y los peces no correspondía en este caso al señor mío cuya pasión en breve se procesionará por toda España, sino a otra pasión mucho más casposa y escabrosa donde las imágenes semi desnudas no corresponden a un hombre torturado sino a hembras asobrinadas de encantos torturadores. 

Pero bueno. Mientras tanto, el jefe, el indocto monclovita, en lugar de sobrinas iba teniendo hermano y esposa a los que atender. Se trata del mismo personaje de quien decimos que es el presidente de este país y quien ni tan siquiera se ha molestado en declarar que no se enteraba de nada cuando Koldo firmaba contratos a golpe de comilona, o cuando sus ministros usaban la administración como agencia de colocación estética y de importación de carillas mascarillas. Y que, por cierto, cuando su propia vida marital hizo aguas por rumores sobre una periodista, coincidiendo con la información privilegiada de que a su señora la iban a categorizar de investigada en un proceso judicial (o varios, ya he perdido la cuenta), se encerró cinco días en Palacio a escribir cartas de amor como si el Estado debiera esperar mientras él se curaba las heridas del ego, de la vergüenza y de los cuernos.

No hay política sin cuerpo, al margen del ministro de economía, pero lo de Ábalos ha sido toda una exhibición involuntaria de banalidades y carne intuida: el del ministro lo era no en el sentido foucaultiano, sino en el literal. Su cuerpo, su sombra, sus silencios, su séquito de escolta y sus sobrinas buenorras. El cuerpo como símbolo de la impunidad al margen de su propia fealdad. Porque el caso Ábalos no es solo una mancha en la biografía de un ministro ya caído y obligado a enfrentar su oprobio y desgracia. Es una herida abierta no en la confianza ciudadana, que ya estamos a vuelta de todo con tanto como sigue sucediendo (qué aburrida solía ser la política antaño, por favor) sino en la propia confianza de los sociatas que aún conservan imaginación suficiente para comulgar con estas ruedas de molino que el contexto pedrosanchístico les coloca sobre la lengua. Por supuesto, el pobrecito hombre que paseaba en coche oficial a amigas maquilladas de parentesco y firmaba contratos con personas hoy investigadas, no ha pedido perdón. No ha devuelto un céntimo. No ha dimitido por iniciativa propia. Y aún se pasea por los platós pidiendo comprensión. En cada uno de esos actos de fe (defensa o ataque o lo que sea) hay un manotazo estampado en nuestra cara que recuerda los jolgorios de su reciente vida, donde las confabulaciones venezolanas y las señoritas de a bastantes miles de euros la noche y el día, son solo una parte del modo de entender la política por parte de esta gente.

Y da rabia. Y da envidia. Ábalos no es precisamente un latinlover. Ni un Casanova, ni un Don Juan, ni siquiera un secundario de culebrón. Es más bien un señor que vende fotocopiadoras usadas en una feria de barrio. Y, sin embargo, ahí lo tenemos: rodeado de mujeres despampanantes que entran y salen de hoteles, ministerios y despachos con la categoría genérica de sobrinas, muchas sin estudios, otras sin experiencia, y todas sin parentesco. Miss Asturias, Jesica... Qué más da los nombres y las designaciones. Todo ese puñado de bellezas de contorno generoso y currículum vaporoso fueron surgiendo en el disfrute de un verano institucional con cargo al erario y a los regalos de aires europeos y pantanos venezolanos. Paseadas con escolta como si fueran altos cargos y colocadas donde tocase como si la competencia a demostrar fuera llevar con estilo un bikini, mientras el tal Ábalos les sonreía con esa cara de oso fatigado que parece pedir un café y una napolitana de crema. Un tío que parece salido de una novela de funcionarios grises y que, sin embargo, ha sido capaz de vivir su propia saga hormonal con recursos públicos por la simple razón de que acompañó en un Peugeot al idiota que solo quiso mandar más que nadie y enriquecerse con ello (y en ello aún anda, para oprobio de la oposición).

Que la historia comenzara a tambalearse cuando se destapó el escándalo de las comisiones millonarias por mascarillas gestionadas desde el entorno de su ex-asesor Koldo García, es lo de menos. El hedor de la no proviene de que un ministro tenga amigas a las que tirarse por ser vos bondad infinita. Lo grave es que se hayan buscado fórmulas tan grotescas para el lío de las sobrinas acompañantes y los niditos de amor. A nadie parece mal que un señor feo como el demonio y con poder absoluto en el Gobierno guste de jovencitas que dan muy buen paisaje a las fotos de viajes y los coches oficiales. Pero esa medicación anti-edad tan eficiente en caballeros de compostura sombría debería estar incluida en la seguridad social. 

Así cualquiera.

viernes, 28 de marzo de 2025

Fogones vetustos

Un señor algo mayor cuyo trabajo consiste en ser el dueño de una conocida marca de supermercados, a los que yo jamás acudo a comprar, todo sea dicho, ha mencionado en una entrevista que dentro de 25 años no habrá cocinas en las casas. Los resaltados y titulares de las entrevistas siempre hay que considerarlos con algún cuidado, porque a la prensa no le duelen prendas adaptar, cuando no directamente tergiversar, una frase concreta extraída sin contextos ni gaitas para que cuadre bien con el impacto emocional que buscan siempre en los lectores (lo llaman atraer la atención, pero es otra cosa).  

Estoy convencido de que, para mucha más gente de las que imaginamos, la cocina es un lugar sobrante. No hay más que ver la cantidad de comida precocinada que se vende. Cada día los estantes se encuentran más poblados de ella. ¿Para qué calentar el horno y preparar un pollo asado si en el correspondiente paquetito sellado y con buen diseño ya hay un ave desplumada y horneada y lista para ser zampada? ¿Por qué molestarse en preparar una rica paella, sea la original o cualesquier arroces con pinta levantina, si en el supermercado te venden las raciones que quieras, extrayéndolas de una paella inmensa a la que siempre le falta cierta cantidad, señal inequívoca de lo bien que se prepara y lo mejor que se vende? Además: ¿sabe usted cocinar los callos? ¿Acaso tiene usted paciencia suficiente para hacer una bechamel deliciosa con trocitos de cocido o pollo o jamón, y con ella preparar esas deliciosas croquetas que a todos gustan, habiéndolas en una bolsa de congelados? 

Cuando mis padres, en Zaragoza, se mudaron de piso, en previsión de su desembarco continuado en el terruño arribeño, lo hicieron a otro cuya cocina era no solo pequeña, sino diminuta, para mayor disgusto de mi madre, a quien encantaba cocinar, lo hiciese mejor o estupendamente. Lo compensaba en su fuero interno con saber que el resto de la casa era de un tamaño razonable, luminosa y bien distribuida. Pero el tamaño de la cocina siempre le supuso más que un engorro, una decepción. Por suerte, en la casa del terruño habilitó una cocina enorme, porque ella siempre fue del tipo de mujer cuyo espacio sagrado y casi exclusivo en el hogar era la cocina. Y no por patriarcalismo. 

Los arquitectos, esos seres especializados en levantar construcciones para distintos fines, y en concreto los arquitectos que diseñan casas y pisos, casi siempre con la única consigna de que sus costes sean igualmente diminutos (que no los precios), tienden o bien a soslayar las cocinas, o bien a soslayarlo todo. Empezando por las paredes, cada vez más finas y delgadas, compensadas (eso dicen) por potentes aislantes que nunca aíslan de nada. El caso es que en las cocinas modernas, al menos las de los pisos fabricados mediante producción en serie, no hay forma de conseguir que sean funcionales y que dispongan de espacio suficiente. Yo creo que los arquitectos se anticiparon en muchas décadas al pensamiento del dueño del supermercado... 

Es graciosa la cosa en muchas de sus variaciones, porque las cocinas anuncian que van a desaparecer, pero se diría que todo el mundo tiene empeño hoy en día en devenir grandísimos cocineros. A los concursos aquellos de cocina que había en la tele, tan horrendos, han seguido las redes sociales con vídeos extra cortos y extra rápidos donde cualquiera exhibe la preparación de una receta y su posterior degustación por parte del mismo que la ha cocinado, sin faltar esos rostros de inmensa autosatisfacción. Ya lo he dejado escrito no hace mucho: es el colmo de la estupidez y de la mentira. Es la cocina espectáculo: solio de una nueva estirpe de cocineros que no necesitan marmitones ni sollastres porque todo lo hacen ellos solos rematadamente bien, y rematadamente veloces, sin posibilidad de acceso a la molicie ni al aburrimiento. Yo pensaba que la cocina era un arte extra lento y extra dilatado en el tiempo. Me gustaría saber qué opina Arguiñano (el pionero del espectáculo rico rico, y que lo sigue haciendo francamente bien) de estos competidores novísimos o incluso del tipo ese ricachón que vende comida industrial a medio orbe en sus supermercados y opina que las cocinas sobran. Tal vez me llevase una gran sorpresa: ya me la llevé al comprobar que bastantes chef no tienen reparos en rubricar las bazofias que algunas empresas venden al público (caso de las multinacionales de comida rápida y basurera), y que en los supermercados se pueden encontrar paquetes de comida precocinada firmados por alguien con toca ("toque blanche", que dicen los franceses, los culpables de que llamemos chef a los cocineros) a quien generalmente no conozco. 

Imagino que al común de las generaciones venideras, lo de "perder el tiempo" con pucheros y sartenes les parecerá una actividad bastante exótica. Abrazarán con agrado cualquier iniciativa que les reste tiempo de cocción, o lo elimine por entero. Si la NASA ya nos metió por los relojes el uso de un aparato tan nefando como es el microondas (electrodoméstico que modifica la estructura molecular de los alimentos para -mediante vibración- producir calor interno: debería llevar adherida una etiqueta con la calavera y las dos tibias), qué no nos querrán meter por ojos y nariz las empresas que se dedican a preparar alimentos procesados, y los supermercados que desean venderlos en ingentes cantidades. 

Luego nos extraña que medio planeta sufra de todo tipo de alergias, intolerancias y distracciones gástricas. Brillante futuro les espera.

viernes, 21 de marzo de 2025

La toga de los falsos dioses

En estos tiempos de malos cronistas e indisimuladas corrupciones, de todo tipo y al mismo tiempo, la épica constitucional parecía estar de capa caída. Diríase que sobreviene el colapso total y definitivo del Estado de Derecho. Responsables hay muchos, tantos que parece una metástasis, pero uno de ellos, uno solo, refleja la peor sinvergonzonería de todas: el Pompidou, así conocido el ente metafísico que, con gravedad bíblica, bajó de los cielos jurídicos para instaurar un nuevo orden político disfrazado de sentencias jurídicas. Todo ello desde la plenipotestad que le concede la presidencia de un órgano, el Tribunal Constitucional, anejo al Poder Judicial, pero sin formar parte de él, que bajo su liderazgo ha asumido responsabilidades de casación y redención de aquellos propios, nunca de extraños, perseguidos en aras de la justicia. Casi nada, que diría el otro, si tuviera ganas.

La pobre y muy provinciana Audiencia Provincial de Sevilla, pese a las lluvias contumaces y los tambores y saetas de las pasiones cristianas, ha osado recientemente cuestionar a esta falsa deidad okupante de un Olimpo togado que jamás fue erigido para tal menester. Hemos de referir que ese cielo de los falsos dioses (llamado TeCé) está nutrido por facciones tan enfrentadas como los partidos del hemiciclo, si no más, y que en buena medida han conseguido calar en el grueso de la sociedad (entre siesta y siesta, entre viaje y viaje de turismo o playa) la idea de que sus decisiones son superiores en todo a los altos tribunales de la nación, incluso más justas y mejor fundamentadas. ¿Y qué han hecho los diosecillos ante tamaña afrenta? Lo propio de cualquier organización criminal disfrazada de institución: aplicar el artículo primero del Manual del Mal Supremo, edición Deluxe. Porque si uno lee con atención —o simplemente con el ceño muy fruncido y una taza de indignación caliente— se da cuenta de que en realidad no estamos hablando de derecho, sino de una especie de tragedia shakespeariana mal guionizada, donde cada gesto del Pompidou no responde a argumentos jurídicos sino a vendettas personales del indocto que lo encumbró, así como sus respectivos humores palaciegos (sin los cuales no se sostiene el monclovismo al que el nefasto gobernante y sus parientes tienen tanta adoración) y, por supuesto, a ese plan maestro consistente en hacer que los sociatas consigan destruir España, pero quedándose ellos con el control del BOE. Ahí es nada.

Y claro, si uno parte de la base de que cada sentencia del TC es, en realidad, una pieza más del puzle sanchista y que cada voto particular se halla escrito con la tinta roja de los sótanos de Ferraz, donde imploran los corruptos y acusados a quienes quieren escucharlos, que son todos, entonces los matices técnicos sobre la malversación o la prevaricación dejan de importar. Porque lo relevante se convierte no en delimitar las razones jurídicas: más bien en adoptar un tono épico de resistencia institucional ante el avance irrefrenable del extremo-derechismo, cáncer tan extendido en los medios de comunicación, entre los jueces y en el grueso de la sociedad que lucha contra los destrozos de las danas, como bien es sabido. Se entiende que entiendan (todos ellos) que la Audiencia de Sevilla haya planteado una cuestión post y pre judicial como si fuese un torpedo togado, probablemente bendecido por el espíritu de Montesquieu y empuñado por una heroína anónima de la judicatura que osó enfrentarse a los falsos dioses.

Mientras ello ocurre, en las salas olímpicas se han sucedido escenas dignas de una telenovela venzolana, tan del gusto del indocto y el parásito bobalicón que, no obstante su incapacidad, sabe muy bien olfatear la alternativa al dinero que nadie quiere darle (y me refiero al Zapatero, sí): gritos, mails reenviados, aspavientos, conspiraciones internas, alguna mirada asesina entre compañeros... Eso es la neutralidad objetiva de Pompidou, quien en público solo habla de salvar la democracia, aunque para ello deba arrastrar por el barro a la pobre justicia enceguecida. En su reino de Mordor, solo hay espacio para un único anillo del poder: el del indocto que lo nombró.

viernes, 14 de marzo de 2025

La guerra en el otro fin del mundo

El odiado Trump no es sino un viejo ricachón metido en política. Quiero enfatizar el adjetivo y aislarlo como sustantivo. Es un viejo. Tan octogenario como repulsivo. Tan millonario como lamentable. Pero lo votaron los estadounidenses, principalmente por falta de comparecencia del adversario, pues la desaparecida Kamala Harris era, realmente, una vaciedad insoportable teñida de progresía woke. Trump, el viejo, ha decidido modificar la posición de EEUU respecto a la guerra en Ucrania (no entiendo por qué es mayoritario el uso de la preposición "de", como si la guerra fuera solo suya). Si Ucrania está en Europa, lo mismo que Rusia (al menos hasta los Urales, que es el trozo de Rusia donde se concentra el poder y el dinero), Trump, el viejo, ha pensado que Europa es quien debe liderar esa afrenta y lidiar con la guerra, estando como está a las puertas. Por citar una ejemplo de las extravagancias escuchadas en el viejo continente tras la decisión, diremos que para un tipejo llamado Rodríguez Zapatero, esta decisión de Trump pone en peligro los valores europeos. Ese inmundo tipejo resulta que es el amigo de un dictador infame llamado Maduro, quien seguramente representa de manera inequívoca esos valores europeos y europeizantes a los que se refiere el encumbrado en oro venezolano. Y así andan las cosas en cuanto a la izquierda por estos pagos, seres tan volubles como codiciosos, capaces de juntarse con asesinos y sus cómplices y coadyuvadores para reivindicar la paz (léase Bildu y su prole). 

Aunque no nos demos cuenta, Europa es el escenario donde sucedieron las dos guerras mundiales, con permiso del Pacífico y de Japón en la segunda contienda. Europa engendró a Hitler, a Stalin, el holocausto, los pogromos, los gulag... todo ello en los últimos ochenta años (la edad de Trump, el viejo). Solo los dictadores de izquierdas en Asia mejoran el récord de exterminio de nuestros europeos satanes. Por lo sucedido en Europa se creó la ONU, ese organismo inservible, de mayor inutilidad que nuestro Senado, adonde van a parar las glorias obsoletas que se quedan sin empleo y no saben hacer la o con un canuto (Bibianas y Pajines, por ejemplo). Rusia, el viejo elefante a quien parece encantar la guerra, es un miembro permanente del organismo fundado para preservar la paz. Rusia es el Bildu del mundo. Por eso, en respuesta a las decisiones de Trump, el viejo, los países de Europa han decidido que necesitan una política común en cuestiones de defensa (defensa de Rusia) y, tal vez, un ejército europeo, porque lo de la OTAN era una forma de expresión yanqui, por mucho que digan.

Trump, el viejo, basa su criterio rupturista en mentiras e insultos hacia Ucrania (hacia su presidente y gobierno). Dice que Ucrania ha engañado a su país, involucrándolo en su guerra contra el invasor (Rusia). Pero la verdad, la diga Agamenón o su porquero, es que todos nosotros jaleamos desde el primer momento en apoyo a Ucrania, prometiendo permanecer unidos a su suerte hasta derrotar al putinesco dictador que se cree Alejandro Magno y es más bien chiquito (en estatura y en estrategias). Ucrania está desolada, repleta de muertos y obligada a defenderse con los recursos aportados por la generosidad europea y yanqui. Como Rusia tiene armas nucleares y el Baldomero ese es un imbécil muy capaz de caer en la tentación de emplearlas, tanto Europa como estados Unidos han estado viéndolas venir en los cuerpos sin vida y los edificios e instalaciones derruidas por Rusia. De hecho, mucho demonizar Europa al putinesco cretino, pero le siguen comprando gas y petróleo. 

Seguramente la única baza que puede blandir ya el enano baldomero sea su rechazo frontal a que Ucrania pertenezca a la OTAN. Sobre todo considerando que la invasión por él promovida ha sido un tremendo fiasco (deberíamos estar hablando del hazmerreír del gigante achacoso, pero no lo hacemos). Trump, el viejo, hizo bien en liderar el argumento de que la guerra ha de acabar, de un modo u otro. Pero no estuvo fino agrediendo al agredido y defendiendo al agresor. En eso se evidencia que está achacoso y que jamás en su vida ha sido un tipo inteligente o fino. Tendrá muchos millones, que las secuelas del Titanic se prolongan hasta su fortuna, pero no tiene ninguna noción de estrategia geopolítica. En Europa nos hemos puesto enseguida a insultar a Trump, el viejo, tal vez con mayor desgarro que el empleado para insultar el otro viejo, el enano Baldomero. Lo que no hemos hecho ha sido reflexionar sobre nuestra confortabilidad e hipocresía. Y, como es habitual, hemos hecho exhibición de la nadería en que se han convertido los prebostes europeos. 

Andan todos los gobiernos excitadísimos con reconvertir militarmente a Europa, para lo que se ha de aumentar el gasto en defensa y la deuda pública, ya de por sí exageradísima. Yo espero que Zelenski, el heroico cómico, no preste demasiada atención a la Comisión Europea ni a los estados miembro. Ucraniana ha impedido heroicamente la invasión de su país y ese es un dato con el que afianzarse a una realidad factible. Permitir compensar la deuda bélica con estados Unidos permitiendo que exploten sus tierras raras, es una satisfactoria manera de liquidar servidumbres (teniendo en cuenta que jamás había explotado esos recursos ni tenía planes para hacerlo). No puede entenderse con Europa: este viejo continente, mucho más viejo que Trump, está repleto de mindundis al frente de sus gobiernos. No tienen ningún plan ni saben ponerse de acuerdo en nada. Con quien tiene que entenderse, pese a todo, es con Trump. Guste más o no guste nada. 

viernes, 7 de marzo de 2025

El vértigo de la nada

Vivimos en la era de la distracción imperecedera. No porque falte tiempo, algo de lo que todo el mundo se queja y siempre sin razón, sino porque nos aterra el silencio en nuestras mentes y cada segundo es un vacío del intelecto que hay que rellenar a toda prisa y a toda costa. Lo hacemos con pantallas, con ruido, con movimiento. Por esa razón miramos sin ver, escuchamos sin oír, nos entretenemos sin estar realmente aburridos.

Nos dijeron que el progreso aporta libertad, pero en realidad nos ha convertido en meros prisioneros del entretenimiento. De las actividades a cualquier costo. A las reuniones con amigos y conocidos o con quien sea. Lo hacemos así porque no sabemos estar solos. No sabemos qué hacer con el tiempo cuando no está pautado por una agenda o por el flujo incesante de las redes. No sabemos estar con los demás sin un móvil entre las manos. Y el mundo, de súbito, se ha configurado para que la vida pase velozmente y enseguida. Tan es así, que nos hemos acostumbrado a la velocidad, a la cascada de imágenes, a la sucesión de estímulos que no dejan espacio para la pausa ni para la pregunta. Y sin embargo, la inquietud sigue ahí. La saturación no apaga el vacío; solo lo maquilla. Por eso, todo está diseñado para que sigamos moviéndonos: el deporte como evasión (y lucimiento personal ente los demás), el trabajo como distracción en espera de que llegue el momento de ocio, los viajes como fuga bajo la excusa de aprender otras culturas (se aprende mucho en un viaje de una semana, ¿verdad?). Nada de todo eso se soporta desde una visión ontológica de nuestra existencia. La filosofía hace tiempo que es una cuestión museística. Hay que hacer, hay que moverse, hay que mirar hacia afuera. Nunca hacia adentro. Llenamos el día de ocupaciones, de metas pequeñas, de consumos sin trascendencia, porque detenerse a pensar asusta. Pensar lleva a cuestionar. Cuestionar lleva a sentir el peso de la existencia. Y preguntarse por el sentido de la vida, incomoda. Exige esfuerzo. Exige aprender, leer, buscar respuestas y no encontrarlas, y reiniciar la búsqueda. 

Y, sin embargo, la pregunta sigue ahí. ¿Para qué todo esto? ¿Por qué, si tan entretenidos estamos, este cansancio de fondo, este hartazgo de lo inmediato, este desasosiego que no se calma por más contenido, más experiencias, más novedades que experimentemos? Las dolencias de moda son la depresión, la angustia, el estrés, la ansiedad, la sensación de fracaso, la envidia insubsanable, la búsqueda de ídolos, la destrucción del pasado donde una vez todo tuvo mucho más sentido. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que la vida jamás fue solamente un tránsito entre pantallas o un tiempo entre viajes a lugares exóticos o el eterno retorno que son los espectáculos deportivos que mueven a masas (donde todo es siempre lo mismo, pero es siempre nuevo)? 

No basta con entretenerse para vivir. Porque lo que nos falta no es diversión, sino sentido. Lo que nos pesa no es la rutina, sino la ausencia de propósito. Estoy convencido de que la verdadera revolución es detenerse, apagar el ruido, mirar el mundo sin filtros, atreverse a hacerse la pregunta esencial sin miedo a la respuesta. Porque, aunque lo disimulemos con distracciones, con tecnología, con urgencias prefabricadas, todos, tarde o temprano, terminamos frente al mismo espejo. Y más vale llegar ahí con la valentía de haber pensado, en lugar de con la fatiga de haber huido.

viernes, 28 de febrero de 2025

La Memoria Histérica (o el Gran Circo de la Nada)

Recién arribado de los Estados Unidos, ese país inmenso que, en la actualidad, está ínfimamente gobernado por un inmenso, viejo y estúpido tontorrón, me doy cuenta de lo fácil que resulta transgredir la Historia para reconvertirla en historieta. Basta con que a nadie le importe en absoluto las consecuencias. El país al que regreso, España, es bastante peculiar. No porque haya dado al mundo a Cervantes, Velázquez o Goya, sino por haber logrado domesticar la Historia hasta convertirla en un género de ficción. Al menos en los Estados Unidos, donde sus ciudadanos no andan demasiado preocupados con las bobadas del tipo al que eligieron porque, enfrente, se extendía la vaciedad más absoluta, los escasos doscientos años de su historia no se reescriben cada cinco semanas (pero de este tema hablaré próximamente: aún no toca). Aquí,sí. Desde hace décadas, la llamada memoria histórica, rebautizada de muchas formas, todas ellas estúpidas, se ha convertido en el juguete favorito de una élite política de izquierdas y sin talento, que ha decidido que lo único que puede ofrecer a los ciudadanos es un teatro de sombras, un retablo de títeres donde la única verdad será la que ellos escriban para acallar, cuando no eliminar para siempre, las páginas recientes de un país donde lo fundamental es el fútbol, la playa y odiar al contrario.

Y ahí los tienen, oiga: titiriteros y marionetas, desempolvando cada cierto tiempo el espantajo de Franco, como ha sucedido en este arranque de año, lo mismo que si fuera un personaje de guiñol, resistente al paso de los años sin que nadie repare en que se trata solamente de eso: de un muñeco en el que uno esconde la mano, o los cables que mueven sus extremidades, para hacerle parecer lo que parezca más pertinente a cada paso. Aunque, bien mirado, estaba pensando que quien sigue moviendo los hilos no es el indocto o alguno de sus secuaces y turiferarios, sino el mismo Caudillo que murió en la cama y a quien veneraron millones de súbditos al estirar la pata. Se trata de un enigmático asunto de vida post-morten, con tintes paranormales, o para anormales (compre usted la blasfemia que mejor prefiera). Lo dudoso del asunto no es que algunos sigan creyendo saber vender este viejo cuento de la petaca, sino que todavía haya quien se lo compre y, por tanto, participe igualmente en el guiñol como trasunto de Polichinela, y vaya usted a saber quién le maneja los hilos. En cualquier caso, hace falta una clientela muy especial, moldeada por un aparato de propaganda que trabaja con la misms sutileza que un martillo pilón.

El problema, digámoslo francamente, no es Franco. El problema es que, sin Franco, lo único que pueden ofrecer (y están ofreciendo) es, lisa y llanamente, el desastre del desmoronamiento consciente de la entidad que les otorgó el poder.  La justicia se desmorona entre los desbarres del presunto Fiscal General, de quien ya nada queda de general y menos aún de fiscal, o las afiliaciones ideológicas del nada presunto presidente del Tribunal Constitucional, ese señor con aroma a museo parisino que, desde su situación, procede a parchear las resoluciones judiciales que le son desfavorables al chuloputas que nos desgobierna, y que son casi todas, por no decir todas. Y mientras todo ello sucede, Moncloa condona 15.000 millones de euros de la deuda catalana como pago a los socios independentistas que lo mantienen en el poder, garantizando que los separatistas sigan actuando con dinero ajeno, bajo la timba de extender la quita al resto de taifas, como si los dineros del reino fuesen cosa sencilla de socializar (que lo es) y de desfalcar (que también). Pero, pese a los muchos escándalos, que ahí siguen, y debido tal vez a su existencia, vuelven a enarbolar el cartel del "No pasarán", como si la democracia española estuviera amenazada por fantasmas distintos a su propia casta política. Franco y extrema derecha, extrema derecha y Franco. Y Ábalos, y la barragancita de la Jenifer, y los descoloques del Napoleonchu diplomático, o de la inculta que gestiona los dineros, por decir unos pocos, pues del resto desconocemos hasta el nombre.

En fin. éramos bienvenidos a la gran hazaña de la transformación de la memoria en un mercado de abastos donde solo se venden los productos que ellos eligen. Unos huesos aquí, una exhumación allá, una ley a medida para que los enemigos de ayer lo sean también hoy y mañana, un recetario de odio aderezado con discursos impostados y lágrimas de cocodrilo para que parezca que todo es por el bien de la democracia... Porque de eso va la cosa: de disfrazarse de héroes antifranquistas con ochenta años de retraso, en una España donde ya no queda ni rastro del dictador, salvo en las cabezas de los que lo necesitan como excusa para justificar su propio vacío. Y así fue como llegamos al gran circo de los cien actos, cien, cual fiesta pagada con dinero público donde los ministros desfilan todos ellos con cara de circunstancias, cual elenco de una película de Berlanga basada en un esperpento de Valle-Inclán. Prometieron aplicaciones móviles para jugar con la memoria, nos dicen, y juegos y dinámicas para aprender y disfrutar de aquella tragedia (la Guerra Civil como escape room)... La Historia convertida en un parque temático, con Franco en una atracción y el presupuesto público como tómbola. Lo más llamativo de todo es que, después de tanto bombo y platillo, nadie sabe exactamente cuántos actos se han celebrado ya ni cuántos se celebrarán. Ni siquiera el Gobierno ha publicado un calendario oficial. Lo que debía ser un gran despliegue conmemorativo ha resultado ser otro castillo de naipes: mucho anuncio, cero concreción. Pero claro, ¿para qué comprometerse con fechas y cifras cuando lo importante es simplemente que la propaganda siga sonando? Ni siquiera necesitan que se hagan los actos. Basta con que se anuncien.

Pasen y vean: el gran espectáculo del indocto. Solo apto para mentes anormales.

viernes, 21 de febrero de 2025

Sin tetas no hay cultura (ni divulgación)

Esta era digital que nos toca vivir no se aproxima, en absoluto, a la era digital que todos soñábamos cuando sucedió el advenimiento de lo web y el multimedia, palabras que ya nadie recuerda. Allá por 1992, para los pocos que teníamos acceso a las redes, entonces limitadas a universidades y centros de investigación, el mundo que se abría ante nosotros se caracterizaba, principalmente, por la proximidad, la generación de sensaciones de amistad entre personas distantes que compartían intereses anejos, y de un profundo respeto por el prójimo, evidenciado en modales exquisitos, y una exhibición de espléndida educación en cada una de las líneas que se intercambiaban. Había debate, había incluso disputa, pero siempre dentro de los límites propios de la dialéctica. El futuro estaba por explorar, y en él cabían todas las suposiciones y fantasías. La realidad no era una alternativa: era el sustento. Algunos buscaban en aquella lenta e incipiente internet una escapatoria a los males diarios, a las rutinas penosas, a los problemas que siempre surgen (la vida no es sino una continua resolución de dilemas, una ocupación constante en los más diversos asuntos). Había, ante todo, diversidad, como si fuese un ecosistema. Quien fuese un depredador (intelectual) en la vida ordinaria, lo era igualmente en los correos electrónicos y los foros de noticias. Quien, por el contrario, se sintiese estimulado por compartir, por ayudar, por enseñar, allí dentro acababa siendo objeto de los más diversos agradecimientos. Porque, fuera de las pantallas, todo seguía. La televisión, la radio, los coches, los anuncios, los periódicos... 

La era digital que nos toca atravesar, la real que se ha ido desarrollando a golpe de talones y de dinero, es de lo más lamentable y mediocre que se pueda concebir. No solo porque la creatividad parezca haberse rendido ante la fotocopiadora de tendencias (cualquier bien u objeto o idea que consumimos en las redes sociales tiene aspecto de haberse reciclado y empaquetado con la misma insulsa estética, las mismas inanes frases y la misma pose ensayada). Les pondré un ejemplo de lo más inocente. Tienen mucho éxito los vídeos de cocina donde miríadas de cocineros (profesionales o no, generalmente no) exhiben el modo de guisar un alimento siguiendo una receta (que, normalmente, no es suya propia). La estética es muy parecida a la de un videoclip de cuando les contaba cómo internet se desarrollaba tímidamente al margen de la televisión: edición rápida de cortes precisos (que ocultan los fallos); ingredientes que caen y se definen con gracia cinematográfica; planos de reacción forzados; guisos que se condimentan en proporciones matemáticas; limpieza a ultranza (algunos incluso cocinan siempre en un bosque, junto a un río con rápidos o una cascada de fondo); emplatados y presentaciones dignas de Juan María Arzak; y, por supuesto, el grandioso momento final en el que el chef de turno prueba su propio plato con una sonrisa de éxtasis tras degustarlo, con expresión de estar alcanzando el elíseo con aquello tan deliciosamente sobrenatural que solo él sabe crear (aunque "aquello" más bien parezca un engrudo infame y poco apetitoso). Aún no he encontrado un solo plato que dignifique la cocina como sí sucedía entre las ascuas de casa de mi abuela, donde los pucheros, viejos y deslucidos, se arrimaban a las ascuas lo suficiente para hollinar sus bases y replicar, en salmodia, los borbotones de lo que dentro se cocía, lo mismo patatas que garbanzos.

He puesto el ejemplo de los cocineros, pero es obvio que podría haber elegido otro cualquiera de los miles que hay.  Este circo digital de influencers (o youtubers, o tiktokers, o instagramers, o lo que sea como diablos quieran denominarse) ha perfeccionado el arte de la repetición y el plagio hasta el extremo: un fondo impoluto, un outfit casual (pero calculado), frases repletas de obviedades y, sobre todo, una actitud de sabiduría impostada hacia los espectadores. Es todo copia, no hay originalidad, no hay ni tan siquiera, talento para proponer algo novedoso. Qué más da. El mundo no busca la eternidad del intelecto, sino la infinitud de las cuentas corrientes. El mundo de las redes sociales solo brilla para quienes han sabido encontrar el camino del éxito, de la fama, del dinero. Los visualizadores anónimos, los espectadores que dejan sus comentarios y pulgares hacia arriba o corazoncitos de aprobación, son todos ridículamente envidiosos, o encefaloplanos, o simplemente envidiosos. Convierten a mindundis con gracejo (o sin él) en estrellas de un universo cada vez más colapsado y finito, y las empresas de la publicidad los convierten, a su vez, en millonarios. Ha cambiado el medio, pero no el contenido: lo que triunfa, es debido a la publicidad (lo mismo que en el fútbol o en la fórmula 1). De todo ello, he de confesar que a mí solo me atrae la exhibición de cuerpos perfectos que muchas muchachitas (o no tan muchachitas) tienen a bien incluir en sus idioteces. Las redes se han convertido en un escaparate de tías buenas (y supongo que de algún que otro musculitos, aunque por razones obvias esos no me atraen lo más mínimo) que, entre fotos de espaldas en la playa y tutoriales de cómo vestirse con videoclips, acumulan millones de seguidores en base a la más vieja estrategia de todas: mostrar carne, a veces sin necesidad de insinuar nada. Lo de menos es el contenido; lo importante es la pose. Da igual si hablan de dietas milagrosas, astrología para mentes dispersas o consejos de autoayuda de profundidad nula. La fórmula es siempre la misma: luz perfecta, sonrisa medida, carnes prietas y un mensaje que, con palabras rimbombantes, de esas que Paulo Coelho debió patentar en su día, no dice absolutamente nada.

Incluso asuntos tan aparentemente serios como la divulgación científica (o la histórica) ha caído en la misma trampa. De hecho, creo que es así desde que el astrofísico deGrasse -que es un señor negro que siempre que puede comenta que lo fascinó, siendo jovencito y estudiante, el grandísimo Carl Sagan- introdujo el famoseo en este campo. Como las experiencias astronómica y astrofísica son visualmente poderosas, por mucho que aborden conceptos para los que la mente humana carece de referencia (como el tamaño de las galaxias o el universo o los quarks), han encontrado en la animación por computadora y los minutitos de Instagram o TikTok su lugar perfecto para asombro del público que lo mira. Basta con ver los vídeos de Brian Cox, un inglés de dicción perfecta que explica, una y otra vez, los lugares comunes de siempre, los mismos contenidos que se han venido explicando millones de veces en miles de otros lugares. Y uno de los problemas más graves que tiene este tipo de contenidos (común a otros tipos, como la divulgación histórica) es el de disponer de la capacidad de reemplazar a los libros y artículos que son revisados y verificados por terceros antes de su publicación. Dicho de otra manera, el entretenimiento reemplaza a la profundidad y rigor científicos, primando lo visual y la emocionalidad de aquello que se dice, así como el empleo recurrente de científicos que, con independencia de sus trabajos profesionales, ahora resulta que funcionan muy bien en las redes sociales. Por cierto, si usted quiere un trabajo muy bien desarrollado de divulgación en la ciencia, puede consultar "Una historia de casi todo" del periodista y escritor (que no científico) Bill Bryson. Pero me estaba desviando: quería ejemplificar cómo unas aportaciones aparentemente serias, también quedan vinculadas a la intención de deslumbrar con sus planos visuales espectaculares, la música inspiradora (aunque todos casi siempre eligen al aburrido de Hans Zimmer y su torturante banda sonora para Interstellar, película que en mi fuero interno representa una de las más horribles abominaciones cinematográficas que se hayan pergeñado sobre exploración espacial), una atmósfera casi mística y el divulgador expresando lo que pronuncia como si de un profeta se tratara, repitiendo conceptos sobre el universo con una cadencia hipnótica. Sí, es bonito de ver, pero, sinceramente, prefiero las muchachas con poca ropa. ¿Realmente se divulga para aprender algo nuevo, para mostrar lo sabio que es el divulgador, o por consumir sedicente ciencia reconvertida en espectáculo?

Todo lo anterior sucede desde que los libros pasaron del plano físico, que dicen algunos, a ser estantiguas amedrentadoras de ufanos consumidores de información breve. Por ese motivo, y no otro, el ecosistema digital confunde monotonía y coherencia: el público exige certezas prefabricadas, aunque no estén verificadas, porque en su rebuznadora ignorancia, cree todo aquello que observa boquiabierto: lo mismo la planitud terrestre que las especulaciones inciertas de la física teórica (consideradas pseudociencia, por no poderse falsar). Es en este punto donde confluyen recetas de cocina, críticas de cine, y ciencia divulgada. Tan heterogénea representación de una "cultura McDonalds" solo puede significar una cosa: el mundo se ha vuelto indolente, más aún de lo que ya era, y en un ecosistema así proliferan las mamarrachadas tipo reguetón o trap (con su finura y lirismo al hablar de amor), tipo enésima receta de pasta a la bologensa, tipo exhibición vulgar (por el contenido) de cómo desayuna una gachí criada en vivero (nada vulgar, desde luego, y bien desatendida del "memento mori") para mayor bochorno de propios y extraños, que jamás lograrán ni desayunar así, ni alcanzar esas cotas de fibrosidad. ¿Para qué molestarse en desarrollar una opinión propia si el éxito proviene de reforzar la burbuja de un público complacido y resignado a partes iguales? Por descontado, los cientos de millones de consumidores de la basura de las redes sociales ignoran (o simplemente desprecian) que este conformismo empobrece, priva de los matices, impide descubrir enfoques inesperados. Si cada receta, cada reseña, cada influencer y cada divulgador han de encajar su mensaje en el molde predefinido de la vistosidad repetida, ¿qué nos queda? Una masa de contenido indistinguible donde el pensamiento crítico es un lujo en peligro de extinción.