viernes, 28 de noviembre de 2025

Adiós, Singapur

Singapur hay que contemplarlo como se observan las conchas surgidas en la arena dela playa. Con fascinación. En sí misma, esta ciudad-estado es como un sorprendente estallido de vitalidad sobre la humedad sempiterna del ecuador. 

En Singapur nada es fruto del capricho. Cada una de las avenidas (inmensas) y calles (modélicas) transpira la antigua voluntad de hacer que los seres humanos se conduzcan con orden y concierto. Cada jardín (y hay unos cuantos) es un pacto firmado por la luz del sol con la selva para que ésta se deje domar sin destruirla. En las ciudades occidentales solo hay orden y armonía en las exiguas herencias arquitectónicas del pasado: lo demás es un desbarajuste de colosales proporciones motivado por la dejación sempiterna de unos políticos (los alcaldes y concejales) a quienes jamás pasó por la cabeza pensar que, sin ese orden arquitectónico, al final las ciudades son un desbarajuste. Tal  desorden les dio ingresos y, por un tiempo, mantuvo las arcas llenas. Luego pasó y quedó el libre albedrío como manera de dignificar la mediocridad.

Vivimos un mundo consumido por los discursos inflados y por las excusas que anteponemos a toda dignidad. Singapur recuerda al orbe entero que el progreso también es un retoño al que se puede imponer una reglas, las del rigor y el sudor. Esta pequeña nación jamás invocó consignas ideológicas para acordar que todos sus ciudadanos se regirían por derechos y deberes nítidos, y leyes idénticas para poderosos que débiles. Puede sonar añejo decirlo, y tal vez lo sea, pero en Singapur la autoridad es una demostración de respeto y de acatamiento del orden establecido. 

Singapur, salvo por la selva que todo lo sumerge, es sobria. Algunos lo critican. He llegado a leer que el gobierno de esta ciudad-estado mantiene una compostura digna de la mejor regla monástica. Y es cierto. La disciplina se encuentra por todas partes. A nadie parece molestar esa aparente rigidez: la convivencia funciona y todos se benefician de ello. La libertad que tanto nos gusta proclamar, flor delicada que en muchos casos confundimos con la conveniencia, se manifiesta en esta ciudad-estado con una calma férrea que ha trascendido los propios planteamientos mundanos de quienes en ella moran.

No se trata de un paraíso perfecto. En puridad, ningún territorio humano lo es. Exige ese tipo de sacrificios que buena parte del mundo restante no quiere ni asumir ni plantearse: responsabilidad personal, constancia... En el mestizaje de sus razas y credos, ninguna particularidad (china o musulmana, europea o católica) trata de imponer su dogma. Y mientras muchos otros Estados se pierden en el espejo de la identidad y demás relatos simbólicos (e inventados), Singapur avanza con firmeza porque parece haber encontrado la fuente de la sabiduría: saber hacia dónde quiere orientarse. Por las calles no se percibe ninguna borrachera de símbolos o proclamas estúpidas, siempre egoístas o xenófobas o simplemente repugnantes. Diríase que ha comprendido (hace tiempo) algo que Europa parece haber olvidado (igualmente hace mucho tiempo), y no es otra cosa que ser consciente de que el futuro no se construye con interminables letanías sentimentales.

El milagro económico de Singapur, con todas sus contrapartidas, destila cierto aroma a satisfacción. En ella se ha consumado un estilo de civilización construido con enorme paciencia, siempre deseando lo mejor para sí misma y su destino. Es la razón por la que muchos contemplan a Singapur con tanta admiración como recelo. Y esa razón es que Singapur funciona. Y funciona porque ha preservado una verdad muy antigua que el mundo contemporáneo ha sepultado bajo inmensas toneladas de ruido, de olvido interesado, de historia tergiversada, de afinidades ideológicas. El orden de las cosas es lo que logra que el progreso sea sostenible. Los mismos que recelan de ella, que defienden en sus terruños una visión de la sociedad decididamente decadente, cuando vienen a Singapur abrazan sin ambages las premisas que rehúyen en sus países de origen. Qué fácil es profesar el buenismo social partiendo de la base de que cualquier cosa sirve, aunque no sirva para nada.

Me voy de Singapur. esta vez ya definitivamente. No creo regresar en breve, y tal vez nunca más lo haga. Seguiré pensando, hasta el fin de mis días, que Singapur no es realmente una ciudad-estado: es una ciudad-palabra, ciudad-compromiso, ciudad-futuro. Y cuando contemple la lluvia de primavera en España, pensaré con añoranza en las torrenciales tormentas que impiden a los edificios alcanzar el cielo mucho antes que los árboles.


viernes, 21 de noviembre de 2025

Fiscales a la huida

El esperpento de la actuación del (ya pronto) ex Fiscal General del Estado como artífice necesario de una escaramuza orquestada en la más amplia batalla del Gobierno contra su más terrible contrincante (una ayuso que siempre ha amenazado la imperturbabilidad del indocto que nos desgobierna), solo podía acabar de una manera: con más esperpento aún. Si todas las anteriores fases de esta refriega han revelado cuáles son las posiciones morales, políticas y judiciales de unos y otros, las que se avecinan, con una izquierda saliendo en tromba a oficiar de garantes de su estricto orden interno incluso con todos los elementos en contra (una sentencia del Supremo es algo demasiado importante como para no tenerlo en cuenta), va a convertir el majadal fétido del desgobierno actual en un lodazal donde rebozarse en la mierda (con perdón) será la nueva normalidad (palabro ambivalente, como cuando la pandemia y las mascarillas, con el que designar lo que unos quieren y el Gobierno no).

Nuestro presidente pudre cualquier institución (gubernamental, constitucional o privada) dependiente de su poder. Y las que son independientes, igualmente las quiere pudrir. Sus turiferarios (políticos, periodistas bajo cuerda, incluso elementos fácticos restantes, como los sindicatos y partidos separatistas) se vendan los ojos, tanto los de la cara como los restantes, y aplican una fuerte pinza a las fosas nasales para no percibir el hedor y la putrefacción de esos pensamientos con los que justifican su propensión a hacer de tal izquierdismo fatalmente extremista la dictadura extrema que necesitamos los restantes para no ser libres, libres de ellos. 

No tengo juicio suficiente para aseverar si dos años de inhabilitación es mucha o poca pena para el tipejo ése que fundió su cargo con su ideario político. Pero si le hubieran inhabilitado dos días, la conclusión sería la misma. Seguramente el indocto se desdiga ahora de todos los apoyos que le ofreció públicamente (qué no diría en privado), aunque primera tendrá que dejar pasar los días y su berrinche, y establezca que, por supuesto, la Fiscalía no depende del Gobierno (cosa cierta), aunque oculte que ESTA Fiscalía siempre la ha hecho depender de él. ¿Dimitirá el indocto? Qué risa. Ni acabando él mismo en la cárcel dimitiría. Ya que se erigió en dios y rey supremo, con mando sobre los jueces y los fiscales, sobre los ciudadanos y las empresas, sobre la Guardia Civil y los medios, lo menos que podía hacer es disculparse un poquito por los amedrentamientos proferidos por él y por su entorno, por los excesos verbales y de juicio (aquel "el Fiscal General es inocente, y más con lo que se está viendo en el juicio" no tiene igual en la historia de las idioteces, ya de por sí abundante en cuanto a su historia particular), e incluso por existir políticamente sobre una base extensa de putas y chaperos (las putas, de sus secuaces más íntimos; los chaperos, de su esposa y suegro), de corrupción rampante y de podredumbre moral bastante insólita.

viernes, 14 de noviembre de 2025

La inútil desgracia de mirar quinientos años atrás

Hay gobiernos que parecen haber encontrado la fórmula precisa para gobernar sin tener que gobernar. Casi mejor, para gobernar culpando siempre al pasado de las demencias que ejecutan en el presente. No es otra cosa que intentar, por todos los medios, que la Historia se convierta en el Ministerio de Propaganda. 

El caso de México puede considerarse, ahora mismo, una obra maestra de este género muy chiquito. Todos sus indicadores contemporáneos se han desplomado estrepitosamente (seguridad, educación, inversión, institucionalidad, incluso el indigenismo que defienden con la boca grande y que no sirve para proteger a las cada vez más diezmadas etnias indígenas). Sin embargo, sus líderes han decidido unánimemente que el verdadero enemigo no se encuentra en este siglo XXI, sino allá en el siglo XVI. Será que pedir cuentas a los muertos (o a sus tataranietos vivos) siempre viene bien.

El relato, tal y como nos lo cuentan, es digno de una ópera bufa. Con absoluta indignación, afirman que la conquista española fue un genocidio absoluto, que los pueblos preaztecas vivían en una armonía rousseauniana con su enemigo, y que todas las desgracias modernas (desde la violencia hasta la desigualdad) no es sino una secuela inevitable de 1519. 

No les aburriré, porque este caldo lo hemos probado ya muchas veces (algunos incluso vandalizan las obras de arte porque se lo pide el cuerpo revisionista o climático, según toque). Lo verdaderamente sorprendente es que el poder político, y no solo la izquierda occidental, que por supuesto, sino buena parte de la derecha conservadora y liberal, propugne este revisionismo como una manera magnífica de hacer terapia sin pasar por la consulta del psiquiatra. Como leer libros es una actividad cansada y aburrida, los dogmas establecidos son muy sencillos de repetir (y de inculcar),por mucho que ningún historiador serio lo afirme: la conquista fue una salvajada unilateral, a los pueblos indígenas los expulsaron del paraíso y el virreinato se cebó en ellos con una tiranía espantosa. Es una extraña liturgia, qué le vamos a hacer, pero las culpas selectivas siempre vienen en ese formato. Por eso el ejercicio consiste en flagelar a la España de ahora pasando por alto la esclavitud británica, las plantaciones francesas o el Congo belga, porque lo importante es arruinar el orgullo de sentirse español desde una perspectiva histórica. Lo cual es lógico porque, para muchos, Franco ya gobernaba cuando lo de cortés...

Lo cierto es que la conquista fue un proceso político complejo, con alianzas indígenas decisivas, un sistema administrativo que incorporó a los naturales, y un cuerpo legal —Leyes de Burgos, Leyes Nuevas, doctrina de Vitoria— que ningún otro imperio elaboró en aquel siglo. Frente al exterminio anglosajón, la monarquía hispánica desplegó una arquitectura institucional que creó universidades, hospitales, imprentas y ciudades que aún estructuran el espacio mexicano. Negarlo no es progresismo: es mala historiografía. Pero, qué más da. A quién le importa. Pidamos perdón por lo despiadados que fueron nuestros ancestros y callemos la boca, que estamos más guapos. 

El Gobierno del indocto, indoctamente, se ha plegado a los gobernantes mexicanos que saben de muchas cosas, pero ninguna importante (solo saben apaciguar a los cárteles). Su revisionismo no busca verdad, sino ser útil, vaya usted a saber para qué salvo que lo del chiste de "Franco estuvo allí" se lo crean de veras. Y el Gobierno del AMLO y su clon femenino, cargando de culpas españolas al pasado, puede permitirse vaciar el presente de responsabilidades. da igual que el estado mexicano pierda terreno frente al crimen organizado, mientras la educación retrocede a pasos agigantados y los indicadores económicos estén buceando en el lodazal. L invitación a indignarse con todo aquello que son, lo quieran o no, es una trampa brillante para que, pensando (mal) en lo que pasó quinientos años atrás, no se tenga tiempo de mirar cinco minutos hacia adelante.

Conviene siempre recordar un principio básico en la investigación histórica: el pasado no se juzga con la moral del tiempo presente. Ni los mexicas eran arcangélicos ni los conquistadores, demonios de manual. Los aztecas seguramente sí fueron unos bárbaros, como los incas un poco más al sur, pero no convirtamos el mensaje en algo demasiado prolijo, que luego no se entiende. La violencia, el dominio, la mezcla, la religión y la política han formado parte de un mundo que no ha lugar en la dialéctica infantiloide de víctimas y culpables. La historia comparada no funciona así. Ningún imperio del siglo XVI (o anterior) superaría jamás las investigaciones de un comité ético. Y, no obstante, algunos gobernantes (y mucha masa maniquea, insolente e inculta) no hacen sino insistir en convocarlo a cada minuto que pasa.

A veces me pregunto qué pensarán AMLO y la Claudia Sheinbaum cuando se miren en el espejo y no hallen en sus rostros ni una leve mota de la fisonomía azteca...  

viernes, 7 de noviembre de 2025

Cuando la curiosidad se delega a las máquinas

Una reciente encuesta, efectuada por una conocida empresa de análisis de mercado, asegura que una creciente mayoría de adultos estadounidenses cree que las computadoras ya son más inteligentes que las personas, o que lo serán en el futuro cercano. No puedo estar en desacuerdo. No se trata solo de las computadoras: los móviles, Instagram o Wikipedia, ya son más inteligentes que una porción estimable de las personas que conozco. No me refiero con ello a la cultura, en cuanto a ilustración, que no a civilización: lo doy por descontado. La mayoría de la gente, cuando desea conocer algo, es porque el móvil ha expulsado algún concepto en cualesquier redes sociales, desconocido para el interfecto que las escucha o ve o (menos probable) lee. Si la curiosidad es tal que precisa ser saciada, de inmediato acudirá a Wikipedia, aunque lo más lógico, ahora mismo, es acudir al chatgepeté.

A este paso, los computadores y móviles se volverán aún mucho más inteligentes que las personas. Ya lo eran. Pues más. Y, como decía mi abuela (muy sabia), a la gente lista conviene arrimarse y aprender. Luego aprenderemos de las máquinas que construimos, cuya capacidad de almacenamiento de información y de su interconexión es muy inferior a la del cerebro humano, pero cuya capacidad de no cansarse nunca de almacenar información (y utilizarla) es infinita, no como la nuestra, que se evidencia en tres minutos, a lo mucho.

Hay quienes fabulan ya con la posibilidad de que las máquinas adquieran conciencia, pero dudo que suceda mientras sus interconexiones no superen a las redes neuronales de los humanos. Los optimistas dicen que está al llegar. Algunos incluso fabulamos con inteligencias artificiales capaces de amar y de matar por amor, pero no deja de ser literatura adelantada. Hacer cálculos rápidamente es sencillo, conceptualmente hablando: lo difícil es materializar la experiencia subjetiva interior, la que aparece cuando uno deja de mirar el mundo de afuera con ojos de asombro, y comienza a asombrarse del universo que surge en los silencios de la propia consciencia. Felicidad, tristeza... Son demasiados millones de años de evolución que, en el fondo, nos creemos capaces de simular en una década, o eso opinan los optimistas (yo no lo soy).

Tal vez resulte cierto que el chatgepeté, en los nano-ratos libres que le dejen los usuarios, se deleitará leyendo el Quijote o a algunas de las obras de Shakespeare. Ese deleite no se produce por el hecho de aprender, no tan sólo: sobre todo estriba en el descubrimiento de la inmensa dimensión interior que una experiencia similar produce (de ahí la igualmente ingente lástima que me producen quienes desaprovechan una oportunidad tan preclara).

Aunque un computador, o un móvil, diga que posee experiencias subjetivas internas del mundo, media un larguísimo trecho hasta comprobar que tal eventualidad sucede con un altísimo porcentaje de verosimilitud. De hecho, me paso los días creyendo que mis congéneres carecen de esa experiencia subjetiva con solo oírles hablar o actuar. Pero, seamos optimistas, esta vez sí, también puede suceder que acabe sintiendo más afecto por una máquina que me miente por la ilusión que le hace creer que puede ser humana, que por un humano que no miente porque es incapaz de simular una mejor versión de sí mismo.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Día de Difuntos

Hay fechas en el calendario que pertenecen, sin discusión, no al cuerpo sino al alma. El Día de Difuntos (conocido en ciertos países con una expresión bastante más basta, El Día de los Muertos) es una de ellas. No se trata de una jornada festiva. Más bien es el avistamiento de un abismo, imperecedero en el tiempo, al que la conciencia humana (los animales ignoran que la muerte existe) se asoma y que no puede ni sabe comprender: la muerte. Y en ese asomarse, se revela la hondura de lo humano, que no solamente reside en la capacidad de entender y razonar. En este caso, supone también estremecerse.

Desde los orígenes de la cultura, la muerte ha sido el gran convocante de símbolos. Ninguna civilización ha prescindido de sus ritos funerarios, las plegarias por los muertos y cualesquier gestos sencillos por la memoria eterna de quienes ha ido perdiendo, con la terrible constatación de que toda existencia tiene por destino el olvido. El hombre, que puede olvidar casi todo, no quiere extraviar a sus muertos. Porque en ellos se atestigua el dolor y el misterio, un misterio que exige formas, ceremonias y palabras con que sostener el peso de lo inexplicable.

La tradición cristiana, en su doble jornada de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, articula una teología del recuerdo que es afirmación de la comunión ontológica entre vivos y muertos. La liturgia, con su lenguaje arcaico y su música grave, pretende no sólo consolar, también convocar la presencia de lo ausente, la memoria de lo eterno, el estremecimiento de lo sagrado. En otras religiones, el gesto es distinto pero el fondo es el mismo: el Yahrzeit judío, el Qingming chino, el Pitru Paksha hindú, el Gai Jatra nepalí... Todos son variaciones de una misma pieza, la imposibilidad de que la muerte signifique sólo una cosa: desaparición.

La cultura occidental, en su agonizante deriva hacia el absurdo existencial, ha ido reemplazando tan imponente trascendencia con lo único que, al parecer, le conmueve: la trivialidad. Los antiguos ritos han devenido espectáculo. La meditación (que no la contemplación, conceptos que casi todos confunden), carnaval. La muerte, que exige silencio, risas y jolgorios. Y así, en lugar de encender cirios, se encienden luces que relampaguean. En lugar de rezar, se grita. Y en lugar de recordar, se divierte uno como si nada de todo ello importase de veras.

Pero aún resisten algunos gestos. La representación del Don Juan Tenorio, por ejemplo, que durante siglos fue tradición por estas fechas, ha ido mutando hacia una teología escénica. Don Juan, que vive en la negación del juicio, se ve confrontado al destino que no puede eludir. Su última escena, en la que se juega la salvación de su alma, es una alegoría del drama humano: la libertad que se enfrenta al límite y el deseo que ha de medirse con la eternidad. Zorrilla, en su romanticismo, no hizo sino actualizar el viejo dilema de Pascal: "El hombre está entre la nada y el infinito".

La muerte no ha de contemplarse como un hecho biológico, el cese de la homeostasis de un ser vivo, que dice fríamente Wikipedia. Para quienes aún permanecemos en este mundo, representa el más insigne acontecimiento metafísico que podamos atestiguar. Epicuro, en su célebre paradoja, afirma que no debemos temerla porque nunca la experimentamos. Pero esa misma paradoja revela su carácter inasible: no se puede pensar la muerte sin que el pensamiento se disuelva como un azucarillo en un mar. Y sin embargo, ese intento fallido es el origen del pensamiento mismo. Como escribió María Zambrano, "la filosofía nace del asombro ante la muerte, no ante la vida".

Por todo ello, el Día de Difuntos no debería ser una fecha sin más, y mucho menos una fecha para la carnalidad disfrazada de idiotez. Su concepto más próximo es el de la detención ontológica, servir de instrumento para volver la mirada hacia lo esencial y recordar que lo humano viene definido no solo por sus logros y sus gestas, también por la reverencia que mantiene hacia lo perdido. Que no hay gesto más humano que el de inclinarse ante una tumba y advertir que somos el tiempo que vivimos, porque cuando moremos en ella el tiempo dejará de existir para nosotros, aunque siga permaneciendo para el resto. "Memento moris".

En la penumbra de una iglesia, en el silencio de un cementerio, en la lectura de un soneto antiguo, revelemos lo que ninguna máscara o disfraz puede ocultar: que la muerte es lo único que no muere. Y que quienes han cruzado su umbral son -verdaderamente- sagrados.

miércoles, 29 de octubre de 2025

Violencia, memoria y simulacro

La historia del terrorismo en Europa occidental durante el siglo XX y principios del XXI no puede entenderse sin el análisis de dos organizaciones que, desde contextos distintos, marcaron profundamente la vida de sus respectivas comunidades: ETA en el País Vasco y el IRA en Irlanda del Norte. Ambas nacieron como respuestas a conflictos políticos y culturales de larga duración, y ambas adoptaron la violencia como herramienta de transformación. Pero más allá de los atentados, las víctimas y los titulares, su legado más duradero y menos visible ha sido el desplazamiento humano, el éxodo de quienes no pudieron o no quisieron vivir bajo la sombra del miedo.

ETA (Euskadi Ta Askatasuna), fundada en 1959, surgió como una organización nacionalista vasca en oposición al franquismo. Sin embargo, su evolución la llevó a convertirse en una estructura armada que, durante más de cinco décadas, ejecutó una campaña sistemática de violencia. Entre 1968 y 2002, ETA cometió más de 3,300 atentados, dejando 856 víctimas mortales, más de 2,000 heridos y al menos 66 secuestros. Entre los asesinados, 21 eran niños, víctimas de atentados indiscriminados contra casas cuartel y espacios civiles. Su estrategia combinó asesinatos selectivos —dirigidos contra políticos, empresarios, jueces, periodistas y miembros de las fuerzas de seguridad— con atentados indiscriminados, como el de Hipercor en Barcelona (1987), que mató a 21 personas y dejó 45 heridas.

El IRA (Irish Republican Army), por su parte, tiene una historia más larga, pero su fase más activa y violenta se dio entre 1969 y 1998, con el surgimiento del Provisional IRA. Su objetivo era la reunificación de Irlanda y la expulsión del Reino Unido de Irlanda del Norte. En ese periodo, el IRA fue responsable de aproximadamente 1,800 muertes, incluyendo más de 600 civiles. Sus métodos incluyeron bombas en pubs, estaciones y edificios gubernamentales, así como tiroteos y asesinatos selectivos. En Londres, por ejemplo, se registraron más de 250 ataques con explosivos y 19 tiroteos vinculados al IRA.

Ambas organizaciones compartieron una lógica de guerra de desgaste contra el Estado, pero sus impactos sociales y demográficos fueron distintos. En el caso del IRA, el conflicto conocido como The Troubles provocó una reconfiguración sectaria de barrios y ciudades en Irlanda del Norte. Decenas de miles de personas fueron desplazadas internamente, huyendo de zonas donde su identidad religiosa o política los convertía en blanco. Sin embargo, este desplazamiento fue mayoritariamente interno y menos documentado oficialmente.

En el País Vasco, el fenómeno fue diferente. Según estudios como el del CEU-CEFAS, se estima que al menos 180,000 personas abandonaron Euskadi entre 1977 y 2022 por razones directamente vinculadas a la violencia de ETA. Esto representa cerca del 9% de la población vasca en 1977. A diferencia del caso irlandés, el éxodo vasco fue externo, silencioso y prolongado. No se trató de desplazamientos temporales, sino de rupturas definitivas con el territorio. Muchas de estas personas eran funcionarios, empresarios, profesores, periodistas o simplemente ciudadanos que no compartían la visión nacionalista radical de ETA y que fueron objeto de amenazas, extorsiones o campañas de señalamiento público.

La violencia no fue el único factor. El modelo político excluyente que se consolidó en el País Vasco durante los años de mayor actividad de ETA dificultó el retorno de los exiliados. La falta de garantías democráticas, el silencio institucional ante los asesinatos, y la normalización del discurso de “conflicto político” en lugar de “terrorismo” contribuyeron a que muchas víctimas sintieran que no había lugar para ellas en su tierra natal. A esto se suma la pérdida demográfica indirecta: hijos que no nacieron en Euskadi, familias que se establecieron en otras regiones, y una memoria colectiva fragmentada por el miedo.

Estos datos no son historia, aún no, porque por esa llaga abierta aún sangran muchas familias. Y, sin embargo, en pleno 2025, 71 homenajes a etarras han sido celebrados este verano en el País Vasco y Navarra, 25 de ellos promovidos por ayuntamientos gobernados por EH Bildu, según denuncia Covite. En estos actos, los rostros de asesinos condenados se exhiben en pancartas, se les dedica música festiva, aurreskus y hasta pregones. No hay fotos de los niños muertos. 

Sortu, el partido que lidera EH Bildu, agradece públicamente a terroristas recientemente fallecidos de causas naturales, como Jakes Esnal, "por trabajar por el país", ignorando que ese "trabajo" incluyó, en el caso del etarra que acabamos de mencionar, el asesinato de cinco niños en Zaragoza en 1987. Y mientras tanto, los poderes públicos callan. Ni siquiera hay una condena institucional firme. La Ley de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo exige que estos homenajes sean prohibidos. Pero no se cumple.

EH Bildu, con Sortu como columna vertebral, ocupa 27 de los 75 escaños del Parlamento Vasco, 6 diputados en el Congreso, 5 senadores, y más de 1,400 concejales en todo el país. En muchos municipios, gobierna. En otros, marca la agenda. Y en todos, normaliza el relato de que los asesinos fueron "militantes antifascistas", como ha dicho su secretario general, Arkaitz Rodríguez.

En todo este tiempo, la sociedad vasca, lejos de sanar, se ha desangrado demográficamente. Los jóvenes se marchan. Según estudios recientes, el País Vasco ha perdido atractivo migratorio interno, y la emigración exterior ha crecido tras la crisis. La percepción social endurecida hacia la inmigración y la precarización laboral han contribuido a un clima de desafección y huida. Porque el daño causado por ETA no terminó con su disolución en 2018. Hoy, el dolor se reactiva cada vez que el Gobierno de España, liderado por el PSOE, legitima políticamente a EH Bildu —formación heredera de la izquierda abertzale vinculada históricamente a la banda terrorista— y la convierte en socio parlamentario y municipal. Esta normalización no es solo una estrategia de supervivencia política: es una traición a la memoria de las víctimas.

El pacto del PSOE con EH Bildu para investir a Pedro Sánchez y para entregar alcaldías como la de Pamplona ha sido calificado por asociaciones de víctimas como una bajeza moral y un pacto de la vergüenza. En Navarra, donde ETA asesinó a 42 personas, seis víctimas se han alzado públicamente contra esta alianza, recordando que incluso 12 militantes del propio PSOE fueron asesinados por la banda. ¿Qué significa para sus familias ver cómo el partido que representa al Gobierno entrega poder institucional a quienes jamás han condenado el terrorismo y siguen homenajeando a sus autores?

La participación de EH Bildu en la gobernabilidad nacional y local no es un gesto aislado. En la XIV legislatura, EH Bildu ha votado a favor de más de 80 iniciativas legislativas del Gobierno. Pedro Sánchez, que en 2015 prometía no pactar "nada" con Bildu, ha roto esa promesa en múltiples ocasiones. La contradicción es evidente: mientras en Euskadi el PSOE critica a Bildu por no llamar a ETA banda terrorista, en Madrid lo considera socio fiable para sacar adelante sus políticas sociales.

Este doble discurso erosiona la credibilidad institucional y hiere profundamente a las víctimas. Covite y AVT han denunciado que el perdón que algunos dirigentes de EH Bildu han ofrecido es falso y no creíble, porque nunca va acompañado de una condena explícita del asesinato como método político. Mientras tanto, el PSOE vota junto a Bildu y el PNV para evitar que los crímenes de ETA se estudien en las aulas vascas, borrando así la historia reciente del terrorismo. 

La legitimación política de EH Bildu por parte del PSOE es mucho más que una cuestión fáctica. Representa el abandono de los principios democráticos en favor de la aritmética parlamentaria. Es el mensaje implícito de que el poder vale más que la memoria. Y es, sobre todo, una humillación para quienes perdieron a sus padres, hijos, hermanos o amigos por defender la libertad frente al terror, o simplemente por pasear por la calle. Por eso no es un asunto que hable de ideología ni de alternancia política. Se trata de ética, memoria y justicia. De no permitir que quienes justificaron el asesinato de niños ocupen espacios públicos sin una respuesta firme del Estado. Porque el olvido es el segundo crimen que se ha cometido con ellos, y ése no lo han perpetrado las armas y bombas de unos monstruos y sus muchos cómplices.

viernes, 24 de octubre de 2025

La plaza pública del alma desnuda

El ser humano siempre ha necesitado espejos, si bien la contemplación pura y exacta de su propia imagen no se universales hasta el siglo XIX. Mucho antes, se buscaba el reflejo del propio rostro en el agua quieta de un lago o el metal bruñido de los palacios. La cuestión es que, desde la antigüedad, el hombre ha buscado contemplarse, reconocerse y confirmar su existencia. 

Las redes sociales son el espejo último y más sofisticado. No solo devuelven la imagen, también la multiplican, la distorsionan y la ofrecen a la mirada de los otros. En ese gesto —aparentemente trivial, pero profundamente metafísico— se cifra el drama contemporáneo: la conversión de la intimidad en espectáculo y de la exhibición en principio de identidad.

Lo inquietante no es la vanidad, tan antigua como el hombre y hasta cierto punto necesaria para su afirmación. Lo verdaderamente perturbador es que las redes han disuelto los límites que nos anclaban a lo real. Nos abstraen de la condición material, del rango intelectual, de la edad y del decoro —esa forma de dignidad social que los clásicos consideraban el fundamento de la civilización. En ese espacio todo se mimetiza: el pobre juega a ser rico, el joven finge madurez, el adulto busca relevancia entre adolescentes, y el sabio, con tal de no desaparecer del ruido general, se rebaja al nivel del necio. Como advirtió Ortega, la máscara ha devorado al rostro.

La modernidad digital ha democratizado la palabra, sí, pero al precio de vaciarla de logos y de trivializarla. Lo que antes exigía deliberación, mesura y consecuencia —emitir un juicio, compartir una experiencia, expresar un sentimiento— se ha vuelto impulso, reflejo, ruido. Publicamos antes de pensar, opinamos antes de comprender y condenamos antes de escuchar. Lo que podría haber sido un ágora del pensamiento libre, un espacio kantiano de razón pública, se ha degradado en coliseo de pasiones: lugar donde el ingenio sustituye al argumento y la vehemencia eclipsa la verdad.

El problema no es sólo ético: es ontológico, como intuyó Heidegger cuando advirtió que la técnica no sólo modifica el mundo, sino la esencia del hombre. Las redes no cambian únicamente lo que hacemos, también lo que somos. Construimos nuestra identidad frente a la mirada del otro y, al hacerlo, dejamos de habitar el ser para habitar la representación del yo que somos hasta prácticamente hacerlo desaparecer u olvidar. Nos convertimos en entes de apariencia, esclavos del aplauso, ese sucedáneo contemporáneo del reconocimiento. Nietzsche ya lo había visto venir: el hombre moderno busca la admiración, no la altura; quiere ser aplaudido, no comprendido.

Sin embargo, esta misma lógica del espejo perpetuo contiene una ironía que La Rochefoucauld habría apreciado: por mucho cuidado que pongamos en disfrazar nuestras pasiones con apariencias de piedad y honor, siempre se pueden ver a través de los velos. Quiere decirse que las redes revelan mucho más de lo que sus usuarios pretenden esconder o falsificar en ellas. Lo que mostramos sin querer —la pobreza del lenguaje, la debilidad emocional, la falta de educación— nos delata más que cualquier biografía. Las redes amplifican nuestras carencias mucho más de lo que encumbran las virtudes. El odio, la envidia, la necesidad de atención no surgen como productos de un algoritmo, sino como emanaciones níveas del que actúa y habla sin freno. En cierto modo, el entorno digital cumple el sueño cínico de Diógenes: mostrar al hombre tal cual es, sin artificio. Pero la verdad sin contención degenera en obscenidad y lo que podría ser autoconocimiento se convierte en exhibicionismo.

Algunos celebran esta transparencia como una forma de liberación: “mostrarse sin filtros”, “ser auténtico”. Pero la autenticidad sin el cuidado de la expresión y su contenido es una antigua y bien conocida forma de barbarie. La ausencia de filtros no engendra ninguna verdad, del mismo modo que el desahogo no produce sabiduría. Platón enseñó que la verdad requiere anámnesis, es decir, memoria y silencio. El desahogo digital, en cambio, es puro ruido: catarsis sin el más mínimo pensamiento o desvelos tan continuamos como sin sentido. Llorar en redes no es lo mismo que llorar ante un amigo. Lo primero busca un eco; lo segundo, el consuelo. Entre ambos gestos se abre la frontera que separa la intimidad del exhibicionismo.

Por eso conviene rescatar una prudencia antigua, casi estoica: la de lavar la ropa sucia en casa. No por hipocresía, sino por dignidad. La discreción no es miedo: es nobleza, que es muy distinto. Custodiar la vida interior del ojo público es un acto de resistencia frente a la entropía moral de la exposición. En un tiempo en que se confunde visibilidad con existencia, el pudor se vuelve la más revolucionaria de las virtudes.

Las redes no desaparecerán ni tal vez deban hacerlo, aunque opino que solo deberian permanecer los contenidos y ser erradicadas de cuajo las opiniones y reacciones (quien quiera mostrar su apoyo o rechazo, que publique igualmente un contenido). Como tal ejercicio de mesura no va a suceder, seguirán siendo un espejo que deforme más de lo revelado. Entre mostrar y desnudarse hay una diferencia invisible: la del ser pensante que aún se respeta.

La tecnología no nos ha hecho más sabios, sólo más notorios. Quizá la sabiduría, esa vieja virtud socrática, consista hoy en saber callar, en no publicar, en aceptar que lo valioso no necesita el refrendo o la exaltacion ajena. Porque, al final, el alma no se mide por sus reflejos, sino por su silencio.

viernes, 17 de octubre de 2025

La proporción y el ladrillo

Dicen que las grandes civilizaciones se definen en la Historia por aquello que han inventado, conquistado guerreando y por lo que han construido para la posteridad. Sin embargo, la letra pequeña de estas interesantes historiografías se encuentra en la evolución de las viviendas que permitieron habitar a sus ciudadanos. 

Una economía no se mide solo por el PIB. También por el número de personas que pueden dormir bajo un techo que sientan suyo, aunque sea alquilado. Y digo "sentir suyo", auqnue sea una proposición cargada de subjetividad y sentimentalismo, porque en estos tiempos de hogaño, la vivienda, en muchos casos, no es un bien que una gran cantidad de ciudadanos identifiquen como algo propio. En esta ecuación, de tipo moral, es donde deberíamos encontrar el punto donde cruza la aritmética de los panfletos ideados por los gobiernos y la dignidad con la que viven las personas.

En España se trata de una ecuación se ha ido volviendo, paulatinamente, más y más inestable. El número de hogares crece mucho más rápido que la población. El Instituto Nacional de Estadística proyecta para 2039 un aumento del 19 % en el número de hogares —unos 3,7 millones más— al tiempo que advierte que su tamaño medio caerá de 2,5 a 2,3 personas. Esta cifra encierra una mutación social que no todo el mundo es capaz de percibir: más soledad, más movilidad, más precariedad (o todo junto, al mismo tiempo). Pero si no lo ha entendido, yo se lo explico a continuación.

Una caída de 2,5 a 2,3 personas por hogar implica cientos de miles de viviendas adicionales sin que aumente la población total. Si un país tiene, como por ejemplo España, 47 millones de habitantes, eso significa que con 2,5 personas por hogar, se necesita unos 18,8 millones de viviendas; si el número de individuos que ocupan la vivienda es 2,3, se necesita más de 20,4 millones de viviendas. La diferencia —esos 1,6 millones— surge porque vivimos más separados: más personas solas, más divorcios, más independencia juvenil tardía, más envejecimiento. Cada punto decimal en ese indicador implica millones de nuevas puertas, grifos, metros cuadrados y costes energéticos. El dato del tamaño medio no habla realmente de metros cuadrados, sino de cultura y de estructura económica. Cambia la demanda, cambia el precio del suelo, cambia el transporte, cambian los servicios públicos y cambia hasta la sociabilidad. Es el corazón silencioso del problema de la vivienda: necesitamos más hogares sin que haya más gente. O, si lo desea aún más nítido, se lo resumo en esta frase: más viviendas pequeñas y flexibles. 

Sucede que la estructura de la oferta sigue anclada en la lógica de otro siglo: pisos grandes, ubicaciones periféricas, escasa rehabilitación. En paralelo, los costes de construcción y financiación se han disparado. El resultado es una paradoja matemática muy inquietante: la demanda se fragmenta, la oferta se rigidiza, y el punto de equilibrio —el precio— se eleva. Según el Banco de España, el alquiler acumula desde 2015 un crecimiento superior al 40 % en las capitales de provincia y en las áreas costeras, pero los salarios apenas han avanzado un 10 %. Creo que eso lo dice todo. El esfuerzo medio dedicado para la adquisición (o alquiler) de vivienda supera ya el 30 % de la renta en los tramos más jóvenes y vulnerables.

Ante esa realidad, el discurso político oscila entre el sentimentalismo y un castigo inmisericorde al ciudadano que es, por definición postmoderna, analfabeto funcional en una amplia mayoría (no me diga, caro lector, que usted ha tenido dificultad en seguir las matemáticas que le he mostrado, por favor). Hay políticos que claman por el derecho a la vivienda como si se tratara de un axioma jurídico de cumplimiento inmediato; otros políticos culpan al Estado de toda ineficiencia y reclaman dejar hacer al mercado. Y ninguno de los dos polos entiende que el problema no es moral ni tampoco ideológico: es estructural. La vivienda obedece a las leyes del equilibrio, no a las de la retórica.

Cada vivienda nueva tarda entre tres y cinco años en completarse. Los visados de obra nueva crecieron un 17 % en 2024 —unos 127.000 proyectos—, pero se trata de una simple gota de agua frente a la marejada demográfica prevista. Buena parte del parque actual de vivienda está mal distribuido: hay 3,8 millones de viviendas vacías, un 14 % del total, todas ellas concentradas en zonas rurales o envejecidas. Las ciudades, en cambio, enfrentan una escasez relativa que empuja al alza los precios. No hay escasez de ladrillo: lo que hay es un problema de ubicación y adecuación. En eso, Spain is also different. La mayoría de los países de nuestro entorno han hecho evolucionar las áreas rurales hasta alojar en ella la industria y el mercado que fustiga el vaciamiento. 

Otro dato, aún más inquietante, lo hallamos en la renta: un 25,8 % de la población vive en riesgo de pobreza o exclusión. Es un cuarto del país el que se encuentra fuera del rango de solvencia que el mercado requiere. Ante eso, el alquiler se convierte en la única vía razonable, pero sin seguridad jurídica para el propietario, el sistema colapsa. En la práctica, se está castigando la oferta: los pequeños propietarios —que concentran más del 90 % de las viviendas arrendadas— se retiran, reduciendo el stock disponible. Y, mientras tanto, la izquierda política sigue defendiendo las okupaciones que favorecen mayoritariamente a mafias y truhanes. 

La economía enseña que cuando una variable se congela por decreto, otra estalla para compensarla. Los límites al alquiler, sin mecanismos de compensación, trasladan el coste a la oferta futura: menos inversión, menos rehabilitación, menos mantenimiento. En el largo plazo, los precios se vuelven más volátiles, no menos. La curva de oferta se vacía. Quien alquila o vende, no atiende a morales.

Sin embargo, el mercado, dejado a su inercia, concentra oportunidades donde hay rentabilidad, no donde hay auténtica necesidad. Y ésa, y no otra, debería ser la actuación del Estado. La ética pública debe corregir esa asimetría orientando los incentivos hacia la producción de vivienda asequible, facilitar la conversión de locales y herencias, y crear un sistema de garantías que reduzca el riesgo de impago, allá donde se necesita. Hacen (mucha) falta reglas estables que devuelvan la previsibilidad al cálculo privado de propietarios y arrendatarios.

Hay además un elemento temporal que rara vez se aborda: la vivienda heredada. En la próxima década, una parte sustancial del parque inmobiliario pasará a manos de una generación que ya posee casa. Esa transferencia podría liberar oferta —si se facilita su adaptación y arrendamiento— o agravar el estancamiento —si se bloquea por trabas fiscales y burocráticas—. La gestión de esa transición definirá el futuro de la vivienda más que cualquier plan quinquenal que los artistas del parlamento se saquen de la chistera.

El debate público suele plantear la vivienda como una lucha entre propietarios y desposeídos, pero la verdadera línea de fractura pasa por lugares muy distantes (aunque no casen bien con las prédicas izquierdistas). No se trata de prometer casas imposibles ni de abandonar a su suerte a quienes no pueden pagarlas. Se trata de entender que la justicia económica no es repartir lo que no existe, sino crear condiciones para que lo posible sea suficiente.

Quizá la sabiduría consista en recuperar la noción de proporción, tan cara a los clásicos: equilibrio entre deseo y límite, entre protección y responsabilidad. Una política de vivienda sensata no debería aspirar a hacer soportable los conflictos que siempre se generan. En eso consiste la civilización (y la economía): en gobernar la escasez.

Por desgracia, y aunque no se discutan los objetivos bonhomistas de las nefastas políticas de la vivienda que se vienen produciendo en España, la crítica hacia todos los planteamientos disfuncionales que han exacerbado el problema hasta la desesperación (en parte porque los políticos, ninguno de los que tienen mando en plaza, sufren escaseces ni penurias) ha de seguir existiendo. Lo realmente paradójico es que siempre acaban sufriendo aquellos que más necesitan del acierto de los políticos a los que votan para que les resuelvan el problema (otra cuestión es que, este Gobierno de España, lleva casi diez años sin resolver ninguno de los problemas que se plantean).

viernes, 10 de octubre de 2025

Ruines performativos

Dos años después del 7 de octubre no es la memoria y el recuerdo lo que más duele, sino la desgarradora descomposición moral que ha sobrevenido después. 

Aquel 7 de octubre fue un día en el que el horror se enseñoreó y fue celebrado con júbilo en los vídeos transmitidos por las redes socuales sobre la incursión de Hamas en los asentamientos judíos en las proximidades de Gaza. Vimos a multitudes adultos, ancianos, adolescentes, mujeres y niños gazatíes aplaudiendo con júbilo la carnicería que sus terroristas favoritos (Hamas) habían perpetrado, para colmo del estupor general. Vitoreaban a cada luchador que arrastraba por los cabellos a las judías que habían violado y los cuerpos de los bebés calcinados tras haberlos quemado vivos. Todo en nombre de ese patético y despiadado dios al que llaman Alá y su profeta Mahoma. Clamaban en pos del espectáculo público el contenido de toda aquella carnicería que los demás creímos desterrada de este mundo cuando Auschwiz fue clausurado. Lo que vimos, con espantosa claridad, fue el retrato de unas gentes palestinas que consideraban las muertes y humillaciones de sus convecinos judíos como un trofeo largamente deseado. 

Usted ya no se acuerda. Usted es, probablemente, otro más de los que hogaño borra aquellas imagenes de la retina con los editoriales condescendientes y las excusas académicas de siempre. Porque usted, subliminal e incapaz vecino mío,  y espero que nunca lector de estos artículos,  usted lo único que desea son argumentos infames y mendaces con los que blanquear las atrocidades de unos terroristas abominables a quienes una población alienada e igualmente despreciable ha protegido, cooperado y ensalzado hasta los límites del propio infierno. Los palestinos (no todos ellos, pero sí la mayoría de los palestinos gazatíes). Son ese mismo pueblo al que nadie quiere en parte alguna, ni en Arabia o Egipto o Qatar o Emiratos; ese pueblo mayoritariamente rabioso y colérico que lleva siglos ignorando lo que realmente desea y quiere, porque aquellos que sí han asumido su condición cívica hace muchos años que renegaron de sus orígenes. Pero usted, que solo sabe gritar la palabra genocidio para insuflarse ánimo como quien evacua la mierda en los retretes infectos de Oriente Próximo, usted hace tiempo que dejó de ser un ser pensante para convertirse en una marioneta más de entre las muchas que tienen cabida en este mundo infecto.

No lo culpo, pero usted me resulta despreciable. Ha cooperado de manera eficaz en la subsiguiente operación de blanqueo de los terroristas de Hamas, llamándolos a todos ellos palestinos e inventándose una persecución continua desde el origen de los tiempos; un blanqueo orquestado por las mismas personas de izquierdas que comienzan a pesar en la historia humana más que los más abyectos criminales a quienes protegen contra viento y marea. Usted ha logrado con ello nuevamente la inversión moral entre víctimas y verdugos, como ya sucediese no hace tantos meses en las Vascongadas con la ETA o hace varias décadas en Irlanda con el IRA. Usted, ser ingrato, es el mayor culpable de la actual traición a la decencia elemental: lógicamente, pues usted no dispone de decencia ninguna, aunque crea tenerla toda. Solo es un pobre infeliz, inculto, analfabeto, ideologizado e inmundo ciudadano de un planeta que no comprende.

Fue aquí mismo, en la calle de al lado, en la barra del bar, en la cena familiar, donde la aberrante traición hacia los valores en que usted ha vivido siempre dentro de las fronteras de este país llamado España, tuvo nombre propio y cobró forma. Los he visto con mis propios ojos proferir todas esas abominaciones, y les he escuchado pronunciarlas con voz firme y sin dudas. Se trata de amigos que se dicen cultos y que repiten consignas sin saber nada de ellas. Se trata de vecinos que se hinchan de moral de izquierdas (y algunos de derechas) mientras tragan la propaganda infecta como si estuviesen siendo sometidos a una violación mental de sus neuronas. Se trata de colegas del trabajo que prefieren la postura estética a la verdad o, cuando menos, a respetar el derecho de escuchar a todas las partes, empezando por las que fueron masacrados en primer lugar como hacía cincuenta años que no sucedía en Europa. Es a todos ellos, a todos vosotros, a quienes hablo. Sois la vergüenza de una civilización que perdió el pudor hace mucho tiempo. No sois mártires del progreso; sois cómplices por omisión y por entusiasmo.

No es un insulto gratuito llamaros hipócritas. Es un hecho tan obvio como radical. Porque la hipocresía tiene un gesto claro: indignarse con letra bonita en las redes mientras se aplaude el horror en el vídeo que circula, o llorar por la tele y luego celebrar en la plaza ajena. Eso es lo que pasó hace dos años. Pensasteis de inmediato que los judíos se lo tenían bien merecido por ser ciudadanos de una nación con Estado llamada Israel. Nación que os repugna por motivos que jamás habéis querido investigar. No os interesa ni la justicia, solo buscáis la sensación de onanismo que confiere un hashtag al que os unís sin recelo porque otros miles de descarriados lo han hecho antes. Vuestro heroísmo es de alquiler por horas, se factura en likes y se devuelve con el mismo desdén con que se contrató en un principio. Sois vendedores de una compasión que no os compromete, sois malos carpinteros de un duelo fútil y mendaz que a nada os obliga. Os importa un comino la suerte de los palestinos, tan poco os importa que hasta apoyáis una flota inventada de barcos con alimentos (inexistentes, esta es la invención) y después condenáis las palizas y torturas que dicen haber sufrido sus integrantes en los calabozos israelitas donde permanecieron alimentados y bien tratados. ¿Ayuda humanitaria? Dudo que ninguno de vosotros quiera alojar a los gazatíes en casa (podríais haberlo hecho ya). Solo os importa que unos terroristas masacres judíos, prendan fuego a sus bebés o violen a las mujeres, y todo ello por ese odio inveterado a lo judío, a lo israelí, que pudre vuestros corazones. 

Y no. No confundáis dureza con odio. Hay una diferencia: el odio destruye; la dureza os señala y os avergüenza. Y lo que hay que señalar es vuestra cobardía intelectual: esa comodidad de no leer, de no pensar, de dejar que otros —los periodistas de oficio dudoso, los activistas con intereses en seguir siendo inútiles, los profesionales del teatro humanitario— escriban por vosotros la cartilla moral a la cual ós sentís obligados a adheriros. Es más fácil alinearse con el bando que se proclama políticamente correcto por autodenominarse progresista (y antiamericano) que asumir el esfuerzo de distinguir si realmente las proclamas son correctas o una mera invención ideológica. Vuestra comodidad moral tiene un precio: la complicidad. Analfabetos funcionales ya parecéis serlo.

Decís que habláis en ayuda de los más débiles. Mentís. Habláis por vuestra imagen pública, por el prestigio que sedicentemente os habéis arrogado, por el alivio de no tener que responder preguntas difíciles porque es mucho más facil proclamar la palabra "genocidio", que suena muy insultante y os refuerza en vuestras insignificantes mentes, a enteraros correctamente de cuanto ha sucedido. Cuando la verdad molesta, os volvéis artistas del simulacro porque así os lo han enseñado. Ese mismo simulacro os resulta un plan perfecto para seguir pareciendo dignos siendo, realmente, colosales idiotas. Pero claro, es más sencillo amplificar los relatos de los terroristas (dándoles pátina de veracidad con ello) que ignorar las imágenes que contradicen vuestra fábula. Lo llamáis empatía humanitaria; yo lo llamo mendacidad progresista. Son trampas de retórica para encubrir vuestra turbia pereza moral.

La prensa que os sirve de espejo tampoco está inocente. Hay intereses, modas, clientelas. Hay premios y subvenciones que se consiguen sólo escribiendo el relato que habéis identificado en vuestra excelsa ignorancia como correcto. Y la industria de la compasión, que sabe rentabilizar vuestra impostura, gusta premiar estas versiones tan lucrativas. Y vosotros, por afán de pertenecer a esa secta, que maldita la necesidad que tienen de vosotros, repetís el libreto. Así se fabrica la verdad que más conviene: no la real, sino la más cómoda. Pero no hay heroicidad en vuestra estampida. No hay nobleza en vuestra conversión instantánea. Los conversos por comodidad o por ignorancia son mucho peores que los indiferentes: al menos los indiferentes no fingen. Vosotros, en cambio, sois actores de bolsillo en un teatro de miserias, y haciendo profesión de virtuosismo legitimizáis, sin saber o queriendo no saber, lo que sería inexcusable llamar por su nombre.

Quiero que os miréis en ese espejo: reconoced al menos la facilidad con que habéis cambiado de bando, la rapidez con que habéis sustituido el juicio por la indignación ofrecida por terceros en aras de una unión progresista que solo existe (tal vez) en vosotros, no en ellos. Pensad en las palabras que habéis repetido, en las imágenes que habéis evitado ver, en las risas que habéis sofocado por miedo a contrariar al círculo. Ese silencio cómplice os mancha más que cualquier opinión discordante.

Si hay un camino de redención —y siempre habrá uno para la conciencia— empieza por una sola cosa: el intelecto. Dejad de delegar el pensamiento en influencers y tertulianos. Leed, contrastad, mirad las imágenes completas, preguntad por las fuentes. La primera y más humilde tarea de un ser pensante es comprobar. La segunda es enfrentar la propia vergüenza cuando la comprobación contradice el orgullo.

Y si no queréis ese trabajo, entonces no os quejéis cuando alguien os llame imbéciles o cobardes. Porque cobardía es preferir el aplauso a la verdad. Cobardía es usar la moral como disfraz. Cobardía es transformar la compasión en espectáculo y llamar a eso justicia. Cobardía es conformarse con el primer pensamiento que atraviesa el colon y el recto. Los alemanes de la época nazi fueron, igualmente, cobardes, e igualmente destestaban a los judíos (como vosotros).

viernes, 12 de septiembre de 2025

Proscenios infectados

Durante siglos, las estructuras sociales y políticas de Occidente se fueron construyendo sobre cimientos que podríamos calificar de muy firmes: instituciones estables, normas claras de educación y convivencia, y una idea de progreso que se sostenía desde la razón y el compromiso colectivo. La historia del último siglo, sin embargo, ha contemplado la disolución prácticamente absoluta de esas estructuras. Lo que en algún momento (ciertamente controvertido) fue celebrado como la emancipación del individuo frente a las rigideces de la tradición, ha terminado por convertir la vida pública en un espacio dominado por la volatilidad del pensamiento, la más descarnada ceguera cortoplacista y, sobre todo, el predominio de las emociones como sustento de las ideas. Esta conversión, que muchos observamos como un retroceso inobjetable de la propia sociedad, sigue siendo, empero, jaleada por enfervorizadas masas de ciudadanos que, autonominándose de izquierdas, y no pocas de una derecha más bien socialdemócrata, han convertido el futuro inmediato en un tránsito fugaz hacia el más distante, que será el que permanezca otros cien años.  

Es en este marco de inestabilidad cultural y filosófica, y no en ningún otro proveniente de las injusticias sociales o el obsceno capitalismo rampante, aunque tendría algún sentido que así fuera, donde se inserta la deriva de buena parte de esa izquierda contemporánea que tan asumido tiene situarse en un espacio de superioridad moral, humana y política. Lo que, otrora, fue un movimiento que aspiraba a la igualdad y a la justicia social se ha convertido en un espacio ideológico que tolera y celebra el caos, que normaliza la violencia siempre que provenga del bando correcto (o sea, el suyo) y que confunde solidaridad con complacencia.

La izquierda actual denuncia con fuerza los abusos de gobiernos democráticos como el de los Estados Unidos o Israel, pero guarda silencio ante los muchos regímenes autoritarios declarados por sí mismos antiimperialistas. Ha sido capaz de justificar las agresiones de Putin contra Ucrania; ha cerrado filas en defensa de dictaduras como la de Maduro, aun cuando éstas han destruido la economía y la libertad de millones de personas. En las democracias occidentales, sectores radicalizados no dudan en intimidar o incluso asesinar a voces disidentes —como ha ocurrido en Estados Unidos con figuras que cuestionan la ortodoxia progresista— mientras se presentan como defensores de la tolerancia.

Lo del antisemitismo de la izquierda no tiene nombre, aunque bien cierto es que vivimos una era en la que el poco nombre que les quedan a los asuntos se encuentra en el olvido de los tiempos. Esta animadversión por Israel, un país que ha de luchar constantemente por su propia supervivencia frente a las teocracias islámicas más retrógradas del planeta, ha devenido el grito de guerra oficial de la izquierda española, que se pavonea de su humanismo al tiempo que agita banderas de Hamás en las plazas públicas. Se siente fuerte y amparada por la actual (y demencial) política de Estado. Las escenas nos retrotraen a tiempos infaustos de un pasado no tan lejano: hordas de progres coreando consignas homicidas, bloqueando calles, y poniendo en riesgo la vida de ciclistas (no solo de los israelíes) porque la ruta de la carrera pasa por su feudo ideológico. Cataluña y el País Vasco, en España, simbolizan este festival de los horrores nacionalistas, con el viejo odio tribal hacia España reciclado en fervor palestino. Me pregunto por qué, en lugar de arremeter contra los ciclistas israelitas, no acuden todos ellos también en barquitos a servir de parapetos de Hamas frente a los ataques de Israel... Qué torpe soy: sé muy bien la respuesta. A esa izquierda que comprende filoetarras y sus secuaces y apoyaderos, les encanta matar ellos, no ser matados, en las causas que persiguen. 

La izquierda española no defiende la libertad de los palestinos —que no la tienen ni tampoco la han pretendido— sino su propia cruzada contra el Occidente al que pertenecen. Son como ese hijo o sobrino adolescente, insoportable e insufrible, al que uno desearía agarrar por el cuello y zarandearlo hasta quedar extenuado, porque ni sabe, ni entiende, ni quiere saber o entender nada (pero luego, indefectiblemente, te pide dinero para hacer su vida). Por eso prefieren mirar a otro lado cuando Putin arrasa Ucrania o cuando los islámicos asesinan a cristianos en África, pero al primer bombardeo israelí se arrancan las vestiduras y exigen tribunales internacionales. Su preocupación por los derechos humanos es selectiva. Y, como el adolescente intragable que mencionaba hace unos instantes, mientras tanto, siguen ordeñando al Estado español con una mano y justificando a dictadores con la otra. Israel, guste o no, es la única democracia de la región y no puede permitirse perder: perder equivaldría a desaparecer. Que les moleste es comprensible; pero que algunos gobiernos de Occidente les haga coro es la parte obscena de toda esta farsa (no hablo del nuestro: nuestro Gobierno es una farsa desde el primer minuto).

El mismo patrón se repite en la política climática: en lugar de promover una transición energética racional, que proteja a los más vulnerables y revitalice la salud de las empresas y de los hogares, se obstinan en implementar medidas que tienen la sola consecuencia de encarecer la vida cotidiana de las clases medias y bajas, empobreciéndolas en nombre de una causa supuestamente superior. No se trata solo de una obsesión de la izquierda: en Bruselas, en los cuarteles de la Unión Europea, aburridos funcionarios y grises políticos buscan maneras cada vez más enloquecidas y creativas de empobrecernos a todos para salvar el planeta. Nunca han pisado un país de Oriente Medio o de lejano Oriente, y dudo mucho que quieran hacerlo si no es para ir de turismo a las paradisíacas playas de Malasia o Tailandia. Les da lo mismo. Ellos son leales a su fantasiosa imaginación, arrastrándonos a todos a la extinción de un planeta que, paradójicamente, pretenden salvar. Con la inmigración sucede algo parecido: el discurso se centra en abrir las fronteras sin distinción, ignorando los costos sociales, culturales y de seguridad de incorporar de forma indiscriminada a quienes no comparten —o incluso rechazan— los valores democráticos. Sobre este tema hablaré otro día, hoy se me acumulan las evidencias.

La izquierda ha sustituido el análisis racional por la emoción como criterio rector. No importa si los datos muestran que una política es contraproducente: si puede enmarcarse como progresista, debe aplicarse y, quienes objetan a ella, son todo filofascistas o ultraderecha, no importa lo que voten o dejen de votar. Es como una retroalimentación endiablada que surte efecto porque son ellos los que gobiernan o, mejor aún, los que deciden. Al final, la papeleta que llamamos voto, solo es un resumen reduccionista del tipo "ellos contra nosotros". De ahí que la objetividad sea vista con desconfianza, sobre todo si parece dar argumentos a la derecha. La discusión pública se vuelve el tribunal moral donde el que disiente es señalado como enemigo, racista, fascista o negacionista a combatir. Lo extraño es que no confiesen que les gustaría vernos muertos cuanto antes.

Digo lo anterior porque este es el marco ideológico que ha llevado a una peligrosa banalización de la violencia, a un desprecio creciente por la libertad de expresión y a la erosión de los consensos que permitieron la convivencia democrática durante décadas. Si todo es relativo, si la verdad depende del relato de cada colectivo, y algunos colectivos son más colectivos que otros, como diría Orwell, entonces nada puede sostenerse de manera duradera y cualquier imposición, por radical que sea, puede justificarse en nombre de la justicia social.

El desafío de nuestro tiempo está muy claro: recuperar un terreno común donde el disenso no sea criminalizado y donde la razón tenga más peso que el grito. No se trata de regresar a una modernidad sólida y petrificada, sino de reconstruir un espacio de debate donde las causas justas no se conviertan en excusa para la violencia ni en coartada para la tiranía, como actualmente pasa en España y en mucos otros lugares del mundo. Para ello, la izquierda debería volver a leer otro poco, a no dejarse llevar por sus ínfulas de grandeza, saber hacer números y recuperar su papel histórico como motor de libertad, igualdad y progreso para todos. No lo van a hacer, ya se lo digo yo (vean, si no, los nombres propios asociados a ella en el proscenio político español; pues eso).

viernes, 5 de septiembre de 2025

Bombazos caribeños y un zombi en la Moncloa

Recientemente, Estados Unidos ha hundido una narcolancha en el Caribe. Trump ha desplegado una imponente fuerza naval para luchar contra el tráfico de estupefacientes y no está siguiendo las normas del derecho internacional a la hora de abordar (nunca mejor dicho) esta situación. No detiene o registra las embarcaciones que interceptan: directamente las envía al fondo del mar, escudándose en la autorización del Congreso tras el 11-S, que permite emplear métodos de guerra contra organizaciones terroristas (islámicas). 

Hasta ahora, Maduro y su tropa representaban la imagen de una férrea dictadura capaz de conducir todo un país a la miseria y la inexistencia. Con Trump, Maduro es el líder de un grupo terrorista y narcotraficante, que ha usurpado la totalidad de un país para proteger sus negocios. A mí, personalmente, me bastaba con las ruindades del señor del bigote para querer enviarlo a criar malvas. Siempre me pareció sospechoso que Estados Unidos fuera tan condescendiente con un individuo capaz de condenar a millones de personas al exilio y dejar su propio país sumido en el fango hasta dentro de medio siglo, al menos. No era nada sospechoso, en cambio, que idiotas como Zapatero o el profesorucho aquel de la Complutense (Monedero) defendiesen a capa y espada al heredero del chavismo (un heredero con ambiciones, porque lo de lucrarse con la droga es un golpe magistral respecto a las enseñanzas del gorila aquél que lo designó). Ambos, y no sé cuántos más, han sido muy generosamente retribuidos por Maduro. Tal vez lo siguen siendo aún. Lo dicho. Uno no puede fiarse de la palabra del bobo solemne que fue presidente a golpe de bombazo y mentiras (las suyas), y mucho menos de cuanto es capaz de parir el engendro podemita. 

Solo Cuba sostiene a Venezuela (y viceversa). El baldomero (Putin) no les tiene mayor aprecio (aunque finja por aquello de ser contrario a Europa y Estados Unidos), y dudo que los chinos se fíen de un bigotudo que solo sabe matar a su gente y hacerse de oro con la cocaína. El gordinflas norcoreano es igual de desalmado, cierto, pero Asia nos queda muy lejos: Venezuela es patria hermana (o hija) nuestra. El caso es que Trump ha decidido dar caza al Nicolás, y solo queda preguntarse cuándo le enviará un misil para metérselo por donde escuecen más los pepinos. Israel, con menos poder y menos soldados, es experta en eliminar cúpulas militares y gubernamentales desde la distancia: los chicos yanquis no pueden ser tan torpes como para invadir un país sin ser necesario en absoluto. Veremos qué pasa al final. De momento, hunden esquifes sin conceder a sus tripulaciones entregarse. Y Maduro ha reaccionado como si la cosa no fuera con él. 

Lo escribí hace unos meses (Trump debería ocuparse de Venezuela), y aunque este verano nos han superado los líos dialécticos con Putin, el asunto no deja de ser relevante y de principal importancia. No sé qué han dicho los opinadores españoles, la verdad. No es que me interesen demasiado, pero siempre es conveniente anotar lo que dicen y contemplar el registro histórico como quien observa el proceso de una locura casi intergeneracional. El indocto que se va malogrando él solito, y más que desmejorará conforme el parapeto que se ha montado en el palacio monclovita para no acabar en la cárcel se vaya descomponiendo, tampoco ha dicho ni mu. No sé si puede. O sabe. En realidad, jamás pensé que podríamos contemplar a un zombi de verdad sentado en la poltrona de la presidencia del Gobierno. Allá él. Su mujer, al menos, sigue estando apetitosa: lo mismo pronto le sale cornamenta y todo (cabrón ya sabíamos que es un rato).


viernes, 29 de agosto de 2025

Polvo veda del pasado sin mañana

Aterricé en Chennai en la mañana de un domingo, tras haber volado toda la tarde española del sábado y haberle robado horas al día porque el planeta gira hacia el este. Lo primero que se siente, al descender del avión, es el aire espeso, muy espeso y muy cálido, saturado de humedad y de cansancio. Alguien dijo que, junto al golfo de Bengala, la atmósfera envuelve el cuerpo como un abrazo incómodo, pero a mí me parece una imagen muy poco positiva y distante de la realidad. El aire envuelve el cuerpo y lo hace sufrir con su calor y su densidad agobiante, pero permitiendo al individuo sentirse libre, manumitido, sin cadenas ni cerrojos que lo esclavicen a nada. 

El ruido en la india es constante porque todos los vehículos acostumbran a desplazarse advirtiéndose unos a otros con toques breves y continuos del claxon. No hay tregua para las bocinas de los coches o de las motos, o de los carricoches que tanto tiempo ha desparecieron de la faz de nuestras europeas ciudades. Es lógico que así sea. Si en nuestros países modernos, ordenados, obedientes, dos carriles por sentido en una carretera permite a dos vehículos circular en esa misma dirección, en la India los mismos dos carriles son colmados de tres, cuatro, cinco vehículos al mismo tiempo, porque allí nadie toma las señales horizontales en cuenta, y ni siquiera se respeta la regla elemental de circular por la derecha (sí, son británicos en ese sentido). Los cruces se suceden en cualquier punto donde se puedan efectuar, porque no hay señales ni semáforos que reglen el paso y pongan un poco de orden. Es un caos tan aberrante, y al mismo tiempo fascinante, que sorprende no contemplar ni un solo choque o accidente en ninguno de los arriesgados trayectos que allí se realizan. 

Y no solo impresiona la vertiginosidad del ruido audible del incesante tráfico caótico. La vista contempla, igualmente, a ambos lados del vehículo, una continuada concatenación de imágenes cuya adjetivación más precisa es la de, justamente, ser ruido. Ruido de calles sucias, pedregosas y terreras, mal asfaltadas y llenas de hoyos profundos. Es un mundo sin aceras, donde lo mismo estacionan motos, que tractores, que vacas o perros (están por todas partes), y nadie concede importancia a entorpecer la marcha de los vehículos y camiones.  Además, hay basura y suciedad por todas partes. Si preguntas a sus gentes, responden que los alisios y monzones impiden almacenar en contenedores las basuras, pero lo cierto es que yo no vi un solo camión recogiendo detritos, residuos, desperdicios, desechos, restos, sobras o despojos en parte alguna. De igual manera, está todo lleno de escombros. Es la visión del infierno en que las personas despojan al paisaje de su limpieza natural y su belleza, y se acostumbran a la destrucción que causan. ¿Realmente alguien puede pensar que allí preocupa el medio ambiente y las emisiones? No me hagan reír.

India eligió un camino distinto al de su vecina, igualmente masificada, China. Pero mientras ésta se transformó durante los últimos veinticinco años en una potencia industrial, India se aferró a sus tradiciones, a su burocracia, a su espiritualidad. Nehru soñó con una nación autosuficiente, cerrada al mundo, y ese sueño aún pesa. Pesa muchísimo. Los aranceles que ahogan las importaciones son muros invisibles que frenan el progreso. La infraestructura, precaria y fatigada, no acompaña ni al talento de sus ingenieros, ni la ambición de sus jóvenes. Y, sin embargo, hay señales de cambio. En los centros de datos que empiezan a surgir, en los proyectos que se gestan en silencio, en la energía de una generación que quiere más, se observa con claridad que la India, tan vasta en recursos humanos, dispone de la inteligencia y la voluntad para abrirse, modernizarse, construir sobre lo que ya tiene sin destruir lo que la hace única. Pero, de momento, yo no he visto esas ganas materializarse en una queja unánime por parte de sus habitantes. Viven tan dóciles a los sintagmas religiosos, tan sometidos a todo tipo de rituales dogmáticos, que uno se explica con facilidad cómo pueden reajustar sus criterios internos nada más aterrizar de cualquier país donde la calidad de vida sí sea paradigmática.

Me fui de India con más preguntas que respuestas, con el alma revuelta y la mente despierta. Dicen que hay países que no se pueden entender, porque solo pueden sentirse. India, sin duda, es uno de ellos. Si me permiten ser poético, caros lectores India es una herida abierta que no deja de sangrar, una promesa que jamás se verá cumplida, un poema carente de ritmo y de rima. No es un país cuya visita yo pueda recomendar a nadie.

viernes, 22 de agosto de 2025

España ha ardido

España ha vuelto a arder. Otra vez más. Castilla y León, Extremadura, Galicia... Media península sigue iluminando los telediarios de agosto con llamas que parecen alcanzar los límites del empíreo. Se cuentan hectáreas (esta vez por cientos de miles), se pierden casas, se lloran las vidas de los voluntarios perecidos en la extinción... Cada verano repetimos el mismo guion. Como los estíos se renuevan cíclicamente, en esta ocasión nos ha parecido todo mucho más terrible y opresivo. Pero el fuego, por sí mismo, no es una anomalía. El Mediterráneo convive con él desde hace millones de años; nuestras plantas han evolucionado para resistirlo, rebrotar tras las llamas o incluso depender de ellas para regenerarse. El problema no es que haya incendios, cosa bastante ineludible, por otra parte; el problema es que los gobiernos se obstinan en dejar que los incendios se conviertan en catástrofes. Casi parece una cualidad intrínseca de cualquier gobernante.

Este 2025 nos ha regalado una primavera insólita: lluvias abundantes, campos reverdecidos, ríos recuperados, pantanos colmados de agua... Lo habíamos celebrado como un triunfo frente a la sequía, una de las escasas bonanzas del ubicuo cambio climático, gotas frías al margen (cuyas devastaciones son también evidencia de la escasez de trabajo público de los que mandan). Pero muy pocos se atrevieron a decir en voz alta lo que los técnicos repiten desde hace décadas: tanta vegetación exuberante deviene, durante la canícula estival, combustible barato y abundante. Era previsible, de igual modo a como también era evitable. Se podían haber programado quemas prescritas en primavera, se podía haber contratado pastoreo dirigido, se podía haber sacado biomasa para calderas municipales o para compostaje agrícola. Se podía haber hecho muchas cosas, pero, como suele ser costumbre, no se hizo. Al filo del fin de agosto, las excusas son vuelos de golondrinas entre unos balcones y otros, arrojadas con fuerza para estamparse en la cara del adversario. Eso es algo bastante consuetudinario en el juego político, pero el Estado dispone de recursos humanos (funcionarios) y materiales para poder adoptar decisiones al margen del color del presidente de turno: casi me atrevería a decir que la falta de presupuestos de la nación es una de las causas de tanta dejación, pero de momento no apunto más arriba. 

Hay varias caras en esto del fuego. Los que provenimos de terruños agropecuarios lo sabemos muy bien. Se sueltan mucho las campanas con la causa "provocada" de los incendios forestales, y se celebra en la prensa la detención de quienes han sido identificados como causantes de los mismos. Pero no se trata de pirómanos, sino de pobres diablos que, como en tantas ocasiones, pecan de exceso de confianza (o simplemente de altanería y soberbia) y se niegan a dejar las quemas de rastrojos para más adelante, en la estación húmeda (en verano, la maleza es muy fácil de eliminar, porque todo está seco: también los matorrales de los montes cercanos). La cara del fuego a la que yo me refiero no es otra que el abandono rural, o la España menguante, que me gusta decir a mí. La agricultura y la ganadería extensiva retroceden y con ellas está desapareciendo (si es que no ha desaparecido ya) un sistema ancestral de prevención. Donde había cabras y ovejas, hoy solo hay matorral; donde había huertas y bancales cuidados, hoy tan solo se distingue maleza.

La política llora lágrimas de cocodrilo por esa España que se ha ido vaciando, pero tampoco crea incentivos para que el campesino se quede. Y es una cuestión en la que, a lo mejor, habría que ser muy creativos, porque la agricultura es un trabajo que no gusta, y las infraestructuras asociadas a este sector primario suelen dar auténtica pena. Las consejerías no pagan (o pagan muy poco) por los servicios ecosistémicos que limpian los montes, tampoco contrata pastoreo dirigido a urbanizaciones en interfaz forestal, ni reconoce que un rebaño en el monte es un cortafuegos con patas. Alentados por esa panda de ideólogos idiotizados llamados "los ecologistas" (¿o ahora se denominan "los bio"?), se les llena la boca de discursos sobre el desarrollo rural, pero en la práctica se trata de un concepto en el que no creen. De ahí que se permita que el mosaico agroforestal esté desapareciendo y se transforme en una alfombra continua de vegetación lista para arder.

La paradoja española es que gastamos millones en apagar incendios, y migajas en prevenirlos. El sonido del helicóptero o del hidroavión cargado de agua da réditos electorales, pero un plan quinquenal de selvicultura, no. ¿Quinquenal, dice? Eso no publica fotos. Tal es el motivo por el que el presupuesto se oriente hacia la épica de la extinción y muy rara vez hacia la discreción de la prevención. Pero la matemática es sencilla: cada euro gastado en prevención ahorra siete en extinción. Y sin embargo seguimos destinando el 80% a apagar y el 20% a prevenir. Nuevamente, lo invisible no da votos. Se trata de un sistema de prevención, por lo demás, bastante precario: por lo común, brigadas contratadas solo en campaña, sin estabilidad, sin continuidad en sus trabajos. Muchas de las ventanas de quema prescrita se pierden, así, por miedo a responsabilidades penales, cuando resulta que es la herramienta más barata y eficaz para reducir combustible en el monte. Y a todo ello unimos la endémica fragmentación institucional, resuelta en diecisiete comunidades con idénticas competencias, pero con planes que no casan entre sí; con cartografías diferentes y ventanillas que no hablan entre ellas. Hace unos días, ese elemento nefasto llamado García Page, famoso por soltar tímidamente algún que otro reproche al indocto, alardeaba de que había autorizado a que sus servicios forestales se desplazaran a Cáceres para ayudar en la lucha contra el fuego. Sus servicios. Page, el dios, el emperador, el magnánimo. Sigue faltando un mando único en prevención y un plan nacional que diga: aquí se limpia, aquí se quema, aquí se pastorea y aquí no se construye. En lugar de eso, desde el palacio de Lanzarote, que es de todos, pero solo disfruta el indocto y sus amigotes, se lanza un "pacto de estado" contra el cambio climático. ¿Para qué resolver lo menudo y mundano si uno ha sido llamado a liderar misiones que son pura trascendencia y epistemología? Este es el nivel que media España aplaude (y la otra media berrea). 

Tras el incendio, se da paso al ritual: declaraciones de zona catastrófica, promesas de ayudas, y muy pronto veremos fotos de los de siempre plantando árboles. No necesita el monte tanta reforestación (necesita la adecuada), pero sí una diagnosis que, desde la desaparición de los peritos agrícolas y forestales, ya nadie efectúa: erosión, bancos de semillas, regeneración natural, especies invasoras. Plantar por plantar es propaganda . Recuperar la funcionalidad del ecosistema y evitar que el próximo incendio sea peor, es un proyecto concreto. De todos modos, no lo veremos llevar a cabo, ni siquiera mínimamente. Los planes de paisaje resistentes al fuego deberían contar objetivos por cuenca y comarca, y ya ven ustedes cómo se encuentran; los pagos por pastoreo y contratos estables de ganadería extensiva para limpiar monte, jamás se van a rubricar; los protocolos de quemas prescritas seguras y masivas, con cobertura legal, tendrían que imponerse (y hacérselo entrar en la mollera de los miles de agricultores testarudos -que analfabetos ya no hay-); cuadrillas de monte todo el año, no solo los tres meses de verano y uno de primavera; la cartografía dinámica del combustible vegetal y realización de simulacros reales en zonas de riesgo, cosa de la que se podría encargar el IGN, por ejemplo, tampoco parece que vaya a realizarse... Y, sin embargo, todo lo anterior es práctica común en países como Australia, donde la lucha contra el fuego es parte del ADN del habitante. Aquí sabemos en qué consiste, sabemos incluso escribir los planes pertinentes y exponerlos en conferencias, pero el resultado jamás llega al territorio que se prende.

El fuego seguirá existiendo; lo que no es inevitable es que cada verano se convierta en tragedia nacional. Pero, para ello, depende de gobiernos (y oposiciones) que no prefieran apagar incendios y sí encender las excusas.

viernes, 15 de agosto de 2025

Repliegue ante el medievo

Saben mis caros lectores que viví varios años en países árabes. Posteriormente, he desarrollado proyectos profesionales en Oriente Próximo y, como consecuencia casi lógica de todo ello, conservo amistades musulmanas entrañables. Todos esos años me enseñaron que en el mundo islámico conviven dos realidades opuestas: una ética comunitaria cálida y solidaria, y un sistema doctrinal que, en la inmensa mayoría de los casos, se traduce en marcos legales y sociales que restringen la libertad individual con la total obediencia de sus fieles. Esto que digo no es una crítica a las personas, sino a una estructura de poder que convierte la sumisión a Dios en obediencia a hombres que se erigen en sus intérpretes. Sin embargo, no siempre fue así. Entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, ciudades como Estambul, El Cairo, Beirut, Túnez o Teherán eran centros de intenso debate intelectual. Allí se discutía cómo modernizar la educación, cómo redefinir el estatus de la mujer, cómo reconciliar la fe con la razón. Reformistas como Muhammad Abduh defendían el esfuerzo interpretativo —el iŷtihād— frente al seguimiento ciego, mientras otros como Qāsim Amīn abogaba por la educación femenina y la reforma del estatuto personal. Incluso pensadores como Alī ‘Abd al‑Rāziq se atrevían a cuestionar la obligación religiosa del califato, abriendo la puerta a la separación entre religión y política. En aquellos años, varios estados ensayaban reformas legales profundas: Turquía adoptaba una laicidad tajante y Túnez abolía la poligamia.

Todo ese impulso reformador e intelectualmente beneficioso se truncó. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mapa político cambió. La descolonización dejó en pie regímenes autoritarios que usaron la religión para legitimar su poder. A partir de los años setenta, la riqueza petrolera de los estados más conservadores financió la exportación global de una interpretación rígida del islam, eclipsando las corrientes reformistas locales. La Guerra Fría convirtió a Afganistán en un campo de batalla que, a su término, devolvió militantes religiosos formados en la guerra a sus países de origen. Y golpes simbólicos, como la Revolución iraní, reforzaron la idea de que el fracaso de los proyectos laicos debía remediarse con un "retorno a las raíces". El resultado fue un estrechamiento del espacio para la interpretación libre. El ideal ético-jurídico de la sharía se convirtió en código cerrado. La noción de que el iŷtihād estaba "cerrado" legitimó la obediencia ciega. En muchos países, las leyes de estatuto personal consolidaron desigualdades de género; las leyes de blasfemia y apostasía criminalizaron el disenso; y el monopolio del clero sobre el significado convirtió debates teológicos en doctrina de Estado. Este patrón no se limita a los países de mayoría musulmana. En Europa, aunque existen procesos de integración exitosos y de secularización, también surgen enclaves donde predominan normas comunitarias que, en la práctica, funcionan como un orden paralelo. Esto se advierte principalmente en los barrios con mayoría musulmana. En algunos de ellos, el arbitraje religioso se impone en asuntos familiares; la segregación residencial y educativa reduce el contacto con el resto de la sociedad; y una economía moral comunitaria presiona a los individuos para que se ajusten a códigos de honor y vestimenta. No se trata de demonizar a comunidades enteras, sino de reconocer que estas dinámicas pueden limitar los derechos individuales, especialmente de mujeres y jóvenes, dentro de la propia comunidad.

Frente a este panorama, la respuesta no puede ser ni el paternalismo ni la ingenuidad. Y mucho me temo que ambos se dan por igual en los tiempos actuales. Por ese motivo conviene no olvidar los principios: la ley civil debe ser la misma para todos, sin foros paralelos coercitivos. La libertad de conciencia debe incluir la libertad de salida de la religión (y del consiguiente ateísmo). La escuela común, el aprendizaje de la lengua y la interacción cívica son herramientas contra el aislamiento. Y la financiación de lugares de culto y material religioso debe ser transparente, para evitar que el literalismo importado desplace las interpretaciones locales más abiertas. Me refiero a las mezquitas donde se engendra el fundamentalismo, sí. Pero hay un aspecto que merece la mayor de las atenciones: en gran parte del mundo musulmán, incluso entre las élites más instruidas y cosmopolitas, rara vez se produce un rechazo abierto de la teología y la moral religiosa medieval, algo que sí ha ocurrido en otras confesiones. Las razones son múltiples. Por un lado, la fe está profundamente entrelazada con la identidad cultural y nacional; cuestionarla puede percibirse como una traición a la comunidad. Por otro, la presión social es intensa: disentir públicamente implica arriesgar reputación, posición profesional e incluso seguridad personal. Además, el sistema educativo en muchos países musulmanes, incluso a nivel universitario, evita el debate crítico sobre religión, reproduciendo una visión sacralizada de la historia y de la moral. El resultado es que, aun cuando exista pensamiento crítico en lo privado, este rara vez se traduce en movimientos visibles de secularización o reforma profunda. La pregunta subsiguiente es por qué ese clima rupturista con visiones ideológicas (religiosas) medievales no se produce en mayor cantidad en los estados de Europa. Como casi en todo, la religión, la fe, necesita tiempo para que se disuelva del sentimiento humano. En España tardó más de cincuenta años en producirse y, todavía hoy en día, no son pocos los lugares de culto donde las gentes participan de liturgias y rituales obsoletos sin pretender preguntarse una sola vez "por qué". En alguna parte he dejado escrito que el mayor poder de las jerarquías religiosas, cristianas o musulmanas, se preserva apartando a los fieles de los significados teológicos de aquello en que creen. Una masa creyente capaz de adorar como verdaderas las ideas sencillas y conceptos maniqueos que creen los niños a pies juntillas, no es una masa sabia. Es un masa sectarizada.

La reciente polémica en Jumilla es un ejemplo, a escala local, de cómo la confrontación entre principios cívicos y normas comunitarias puede desatar tensiones desproporcionadas. Allí, el simple cuestionamiento público de prácticas culturales (ciertamente aberrantes) asociadas al islam ha derivado en un debate encendido que rápidamente se desplaza de lo concreto a lo identitario. La reacción ilustra un patrón recurrente: la crítica a una costumbre específica se percibe como un ataque a toda la comunidad y, a partir de esa premisa, todo lo restante, por importante que sea, parece baladí. La fiesta del cordero que los musulmanes pretendían llevar a cabo en un polideportivo es una práctica que en ningún caso debería ser permitida (so pena de que las autoridades comiencen a permitir también las matanzas del cerdo en lugares públicos, lo cual no parece ser el caso). La pueden hacer en sus casas o en sus templos, que son los lugares privados donde la ley civil, en principio, no entra a juzgar. Por descontado, los vocingleros de izquierdas (y de derechas, y no pocos obispos) han tachado la resolución administrativa de xenofobia y contraria a la libertad religiosa. Qué otra cosa podían decir: el asunto no tiene por dónde cogerse. Equiparar ese ritual medieval, más espectáculo propio de un matadero que de una liturgia, con corderos degollados y sangre por doquier, con el derecho de un ciudadano a adorar a un dios inexistente (y bastante torpe, como torpes eran las mentes que lo crearon), es alcanzar un punto de decadencia donde cada chorrada proveniente de una línea histórica diferente a la nuestra, parece ser objeto de vanagloria.

En el fondo, uno de los temas en juego es la incapacidad del Islam (o mejor dicho, su obstinada persispencia) de asumir que sus anacrónicas normas religiosas no pueden ser leyes civiles ni democráticas. Que se lo digan a los sufridores ciudadanos europeos de las crecientes comunidades musulmanas de Francia, Bélgica, Alemania, Suecia, o Reino Unido, donde la sustitución total de la ley común por la sharía es un desafío que apenas acaba de asomar sus garras. Nos preciamos de ser estados liberales y tolerantes, pero somos incapaces de retroactivar las herramientas indispensables para impedir ser convertidos en los estados teocráticos e intolerantes de los que provienen quienes emigran a esta parte del mundo. Dirá usted que la migración sudamericana, plagada de un catolicismo pueril, repleta de diositos y jesús me ama y cánticos de iglesia post-conciliares (la cosa más grotesca del catolicismo actual), es un fenómeno similar. Pero no lo es.  Y si es usted de izquierdas, se indignará con mis palabras (cosa que realmente quiero que suceda), aunque no por ello dejará de justificar sus ataques continuados a ideologías distintas u opuestas, aplaudiendo los escraches y las imposiciones intimidatorias estilo podemita en cualquier universidad. Lo que usted jamás hará será atreverse a decirle lo mismo al Islam y defender que, por ejemplo, el famoso velo no es otra cosa que una vejación inmisericorde para las mujeres proveniente del siglo VII, que a punto estuvo de ser revocado en las -entonces- sociedades islámicas intelectualmente potentes, mucho antes de que esta escoria religiosa llegara a imponerse en aras de su maldito Alá. Atrévase usted y luego discutimos usted y yo.  

Si hace un siglo era pensable un islam compatible con la libertad personal, hoy en día, el Islam parece un baluarte repleto de creyentes bondadosos, entremezclados con hombres de las cavernas que, para mayor afrenta, son quienes interpretan los escritos de su profeta y dictan el comportamiento de unos (los bondadosos) y otros (los australopitecos que gozan de matar e imponer con bombas y tiros la reputación de su fe). La humanidad sigue entregando a los peores intérpretes humanos la potestad de hablar en nombre de un Dios inexistente que, además, impone una ley anacrónica y extermporánea. Los musulmanes tal vez no estén preparados para afrontar un debate que dejaron sucumbir hace un siglo. Lo peor es que, los restantes, tampoco lo estamos.


viernes, 8 de agosto de 2025

El estío del olvido

Agosto nunca llega de improviso, tampoco se instala sin avisar. Agosto es un mes que siempre está llegando desde lejos, como el crepúsculo de los atardeceres. No irrumpe, al contrario que sucede con junio, siempre pendiente de contrariar las emociones contenidas en los meses vernales previos. Tampoco es un mes que se esconda, como le sucede a septiembre, desesperado por avanzar sin remisión hasta el otoño. Agosto aparece una mañana con su calor plomizo, su luz pesada y grasa, sin filtrar, y su reloj detenido en el impasible tictac del tiempo que no quiere proseguir, como a los antiguos despertadores a los que había que dar cuerda y que han desaparecido de las mesitas de noche. 

En mi pueblo, antaño, agosto señalaba el tránsito definitivo del año agrícola. Julio abarcaba toda la recolección y la cosecha, era el mes afanoso por excelencia. Pero su haragán compañero estival se significaba en inacabables días de fiesta, siempre tan deseados. Las jornadas, sensiblemente más cortas, avisaban de noches que arrancaban indefectiblemente cálidas y devenían, con el paso de las horas, en frescas e incluso frías. Pese al júbilo incesante, consecuencia lógica de la ausencia de labores agrarias (tan solo unas pocas tareas mantenían ocupadas a las personas), en agosto todo se iba desacelerando y bestias y hombres adoptaban un paso sosegado y calmo. El tiempo mismo parecía permanecer sentado a la sombra mientras los pensamientos se dedicaban a sudar exhaustos los últimos vestigios de los afanes, que es cuando merecía la pena plantearse las preguntas más trascendentales sobre la vida y su significado. Era parte del idioma estival que las mentes comenzasen a advocar una vez que el cansancio, la espera y la piel pegajosa habían cumplido su cometido. 

Nada de todo ello posee sentido en estos tiempos de ahora, cuando el verano que representa el mes de agosto no es ni tan siquiera el punto máximo de una fiesta interminable, sino la excusa contraproducente para seguir manteniéndose en una incesante entretención. Se mantienen los rituales dogmaticos de las pieles bronceadas de playa y sol, los cuerpos cincelados cuando aún cabe usar esa expresión para definir a las huríes que ponen a prueba la malignidad del pasado que uno supo disfrutar como hombre. Pero agosto, en ese sentido, y en esta parte del mundo, ha dejado de ser el fuego lento donde se cocinaba el alma para convertirse en el abrasador crisol donde las aventuras de la vida se funden unas con otras,  sin remisión ni espera, como si hubiese que quemar la vida con el ardoe de la atmósfera, impidiéndonos recordar posteriormente. Jamás me había sucedido que encontrase tan vacío un mes que siempre supuso tanto contenido en mi vida.

Lo observo con pasmo en mi terruño. Desde temprano, el aire se presenta denso, pero como si viniera de otro planeta, de uno que se halla muy lejos, donde todo arde incluso antes de tocar el suelo, un suelo yermo y baldío donde ya no se agostan los rastrojos ni menudean las reses y caballerías paciendo los restos de la cosecha. Ya no cantan las cigarras en los campos y el sonido del aire entre las ramas de los robles y de las encinas no suena a música de la naturaleza, sino a una severa advertencia: algo va a estallar, quizás el cielo, quizás nosotros, porque hemos perdido el rumbo del estío. Lo que estalla, lo que implosiona, es el pasado donde los agostos tenían todo el sentido, y las fiestas unían a las gentes que populaban los caseríos y puebluchos porque era improbable que se viesen juntos de esa manera el resto del año. En los pueblos, el mediodía aún parece sagrado. No porque se rece, pues ya no hay rezos ni campanas que repiquen a misa. Simplemente no se respira. Las calles son maquetas abandonadas y los perros no deambulan buscando las sombras mientras sus amos sestean o terminan de comer con la copa de brandy o de ojén. Aquellos perros se deslizaban en cámara lenta y por las noches salían en procesión a vivir una vida muy distinta de la diurna. Eran perros para el ganado y su conducta se ajustaba a un protocolo ancestral de servidumbre y fidelidad. Ahora los perros permanecen en las casas, se alimentan aburridamente y no saben ser felices porque solo saben ser esclavos del confort y de la idiocia de sus dueños, que se niegan a educarlos como animales. Y cuando todos estos pequeños elementos se integran y disuelven, uno concluye que el estío ya nunca volverá a ser lo que una vez lo hizo grande porque ninguna estación volverá a ser lo mismo. 

En las ciudades es mucho peor, porque todo se vuelve irreal. El asfalto huele a caucho quemado y las oficinas están vacías o en guerra con el aire acondicionado. Los trenes laten como bestias de metal sin alma, por ausencia de pasajeros que no lleven maletones (para qué querrán los virus denominados turistas tanto equipaje). Las conversaciones se acortan, si es que hay alguna, la ropa se reduce estúpidamente (por favor, qué afán en querer vestirnos de párvulos, sin viso alguno de elegancia o dignidad). Hasta los pensamientos parecen flotar inertes sobre capas de sudor. No queda nada de aquellos pactos silenciosos entre desconocidos bajo el mismo árbol o ante el agua de la misma fuente. Creo que solo los turistas suspiran alborozados frente a las heladerías donde servían una bola o dos de mantecoso frío sobre un barquillo en forma de cono. No hay niños corriendo descalzos, ni abanicos en manos de abuelas conocedoras de todos los secretos del calor. Solo en la costa se percibe el chasquido de la carne en las parrillas o el pescado en los espetos. Pero es una impronta insignificante, casi miserable. Qué lejos están las canciones de orquesta con sabor a anís y a infancia, los reencuentros en plazas donde nadie preguntaba por el tiempo porque conocido era que agosto es siempre eterno. Y cuando el sol comenzaba a hundirse, y llegaba la primera brisa verdadera —la única que no quemaba—, el mundo parecía redescubrir sus formas y esquinas. La noche como un regalo, las terrazas como conversaciones pausadas, los cuerpos rozándose sin temor al bochorno, los ojos animados a mirar mucho más allá del calor. Aquellos agostos limpiaban. De excusas, de maquillajes y prisas. 

Mientras el verano alcance su punto más alto y la tierra siga exudando vapor, recordaré que bajo el cielo inclemente de azul sin nubes estaba latiendo la promesa de lo venidero: la uva madura, el primer día nublado, la lluvia agradecedora. Y la certeza de que todo lo que arde, algún día, acaba cediendo. Son cosas que el mundo ya no sabe que existen, que aún perviven. Es el estío de los olvidados.

viernes, 1 de agosto de 2025

La guerra de la propaganda

Desde Tucídides hasta nuestros días, los conflictos humanos se repiten bajo diferentes formas con variables perfectamente reconocibles: la instrumentalización del sufrimiento, la manipulación de la verdad y la transformación de las guerras físicas en guerras discursivas. El conflicto actual entre Hamás e Israel no es ajeno a estas lógicas, y se inscribe en una historiología cíclica, donde la propaganda se convierte en arma de guerra tan decisiva como la espada o el misil. A lo largo del siglo XX, el sufrimiento humano ha sido capturado y utilizado con fines estratégicos. Durante el genocidio armenio (1915), las imágenes de niños famélicos circularon por Europa y América para obtener apoyo diplomático. Lo mismo ocurrió en la Guerra Civil Española, donde la célebre foto del “niño muerto en Guernica” —real o no— se convirtió en emblema de la barbarie fascista. Hoy, en Gaza, las imágenes de la desnutrición infantil cumplen esa misma función, independientemente de su autenticidad o contexto.

La propaganda humanitaria —que explota emociones primarias como la compasión y el horror— es un fenómeno moderno que se agudizó con el desarrollo de los medios de masas. Ya en la Primera Guerra Mundial, la imagen del “soldado alemán atravesando a un bebé con su bayoneta” circuló por los periódicos británicos, aunque luego se demostró falsa. La falsedad nunca impidió su eficacia. Otra constante histórica es el uso de la propia población como escudo, símbolo y justificación de la lucha. En la Segunda Guerra Mundial, los nazis declararon Berlín una “ciudad fortaleza” y enviaron a adolescentes del Volkssturm a morir por una causa perdida, esperando que el martirio alemán movilizara compasión internacional. Algo parecido ocurrió en la guerra de Vietnam, donde el Viet Cong sabía que los bombardeos estadounidenses sobre zonas civiles alimentarían la indignación mundial. Hamás sigue esta lógica: convierte el martirio infantil en arma diplomática, contando con que cada imagen de destrucción erosione la legitimidad israelí. La historiología enseña que el sufrimiento civil puede convertirse en moneda de cambio para las organizaciones que no pueden ganar en el campo militar, pero que pueden vencer en el campo moral.

La incapacidad de la ONU para intervenir de forma eficaz en Gaza se inscribe en una larga serie de fracasos institucionales. La Sociedad de Naciones, creada tras la Primera Guerra Mundial, no pudo evitar la invasión japonesa de Manchuria (1931), la ocupación italiana de Etiopía (1935) ni el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Las buenas intenciones diplomáticas chocaron una y otra vez con la realpolitik. El fenómeno actual tiene raíces similares: la ONU financia programas en Gaza sin controlar cómo se usan los fondos, repitiendo el error de la Sociedad de Naciones, que en los años 30 fue incapaz de impedir que los tratados se convirtieran en papel mojado. La historia muestra que las instituciones multilaterales son especialmente débiles cuando se enfrentan a actores no estatales radicalizados, como lo fueron los piratas berberiscos en el siglo XVIII o los grupos revolucionarios panárabes del siglo XX.

Las guerras de propaganda se apoyan frecuentemente en la construcción de una identidad victimista. Los serbios durante la guerra de los Balcanes apelaron a su martirio histórico desde la batalla de Kosovo (1389). Los irlandeses nacionalistas construyeron su narrativa sobre las hambrunas del siglo XIX y las represiones británicas. Hamás y la causa palestina se inscriben en este patrón. La identidad como pueblo sufriente, expoliado y perseguido, se convierte en argumento de legitimación. Lo paradójico es que esta estrategia es compartida por los israelíes, cuya identidad nacional moderna se forjó al calor del Holocausto. El conflicto se vuelve entonces un duelo de memorias históricas, donde ambos bandos reclaman el estatus de víctima fundacional. La educación para la guerra no es exclusiva de Oriente Medio. En la Alemania nazi, los niños eran adoctrinados desde la Juventud Hitleriana para morir por la patria. En la Camboya de los Jemeres Rojos, los más jóvenes eran los más fanatizados. En todos estos casos, el futuro de los niños no era la paz, sino el sacrificio ritual por una causa. Hoy, los sistemas educativos de ciertos territorios palestinos están diseñados no para preparar ciudadanos libres, sino mártires. La historia enseña que un pueblo educado en el odio perpetúa los conflictos, como ocurrió entre hutus y tutsis en Ruanda, donde los manuales escolares fueron herramientas del genocidio.

La propuesta de reasentar poblaciones para evitar conflictos tiene un historial complejo. Tras la Segunda Guerra Mundial, millones de alemanes fueron expulsados de Polonia y Checoslovaquia. En 1947, India y Pakistán intercambiaron millones de personas en un proceso traumático. La partición de Palestina (1947) fue otro intento fallido. La idea de reasentar a los palestinos en otros territorios, como se sugirió durante los acuerdos de Oslo, fracasó por razones similares: la identidad nacional no es transferible como mercancía. La historia muestra que el vínculo emocional con la tierra, aunque conflictivo, es central en los nacionalismos modernos. Intentar exportar la solución, como sugiere la ironía de trasladar Palestina a Europa, no haría más que trasladar el conflicto.

La historia de Gaza es, en realidad, una historia de repeticiones. La guerra como espectáculo, la propaganda como arma, el niño muerto como emblema, la impotencia de las instituciones y la persistencia del odio como motor político. Todo esto ha ocurrido antes.