viernes, 6 de junio de 2025

Sexto mes del año

De niño, y aun de jovenzano, siendo estudiante, disfrutaba enormemente de los días de junio. Este mes representaba el fin de las clases. Las temperaturas eran más cálidas, los días mucho más largos, el ambiente aún no aparecía agostado por los rigores caniculares del estío. En Maristas, donde estudié, tal día como hoy, seis de junio, se conmemoraba el fallecimiento del fundador de la congregación: Marcelino Champagnat, un sacerdote francés de la pequeña localidad de Le Rosey, en el departamento de Loira. Entonces era beato, hoy es ya santo: lo canonizó Juan Pablo II. Era bastante frecuente que nos obligasen a escribir alguna redacción (ese tipo de ejercicios literarios que ya no se llevan a cabo en las escuelas o institutos) sobre su vida. El problema era que su vida resultaba tremendamente aburrida e insulsa. Fíjense que a mí me gusta escribir, pero nunca me sentí capaz de articular dos frases con entusiasmo sobre un folio en blanco. Sí recuerdo, en cambio, haber escrito mi primer poemario, allá por séptimo de la EGB, y en las fiestas de junio me concedieron una medalla por aquel mérito. 

Durante mis años de universidad, en cambio, junio representaba el esfuerzo de preparar los exámenes finales de la carrera y, al mismo tiempo, el esfuerzo de resistir las tentaciones de abandono al verde campus, bajo la sombra de los árboles, en lugar de consagrar docenas de hora al estudio. Sé que no es muy respetuoso hablar de otros estudios, pero he de señalar con total sinceridad que, durante el mes de junio, los de Físicas (nosotros) celebrábamos con júbilo que, por fin, los de Derecho se pusieran de una vez a hincar los codos, porque se pasaban el año de fiesta en fiesta (seamos nobles: no digamos que todos, solo que muchos de ellos). Si hay una diferencia sustancial entre dos carreras universitarias, por ejemplo las dos que menciono personificando el ejemplo, no estriba en el menudeo bibliográfico o la asistencia a las clases: solamente en la necesidad del cerebro de estudiar de manera continuada (Físicas) o poderlo hacer a sopetones, con verdaderas empolladas, casi épicas (Derecho). Sin soslayar la variabilidad intrínseca existente entre tipos de estudiantes, tipos de profesores o tipos de asignaturas, argüiré que la curva normal (o campana de Gauss) sale siempre en defensa de esta tesis, para escarnio de muchos.

Hoy todo aquello me parece fenecido para siempre. Por descontado, no he de regresar jamás a ese mejor pasado de mis años de estudiante, con los junios vivaces y fértiles, que anticipaban los meses de la cosecha en el terruño arribeño de Salamanca, de los que mucho he hablado en estas páginas. Incluso los veranos me parecen ahora más cortos, más abreviados en su extensión ociosa, y menos significativos que cuando -entonces- los esperaba sin disimulo. Afortunadamente, siempre fui empollón: quiero decir, que todo lo aprobaba, y con buena nota, en junio, sin necesidad de acudir a las repescas de septiembre, calamidad calamitosa (que decía un amigo mío, ya fallecido) para cualquier jovenzano de oficio estudiante. Ahora, aunque sea buen trabajador, y siga pensando que mi velocidad sináptica supera con creces a la inmensa mayoría de los colegas con quienes comparto labores, el verano me asalta como una suerte de refugio de las muchas penalidades que conlleva la vida. Pero nada más. Sin tareas de recolección, sin el libre albedrío de una bicicleta por cualquier paraje, con la servidumbre obligada de los móviles y las dichosas redecillas asociales, este presente se presenta, diariamente, ante mis ojos, como insufrible. 

Tengan ustedes un magnífico mes de junio, mientras éste sigue caminando hacia el estío.  Esta columna también ha querido ser un descanso del trajín de majaderías y sinvergonzonerías gubernamentales que nos asolan por todas partes.