viernes, 1 de agosto de 2025

La guerra de la propaganda

Desde Tucídides hasta nuestros días, los conflictos humanos se repiten bajo diferentes formas con variables perfectamente reconocibles: la instrumentalización del sufrimiento, la manipulación de la verdad y la transformación de las guerras físicas en guerras discursivas. El conflicto actual entre Hamás e Israel no es ajeno a estas lógicas, y se inscribe en una historiología cíclica, donde la propaganda se convierte en arma de guerra tan decisiva como la espada o el misil. A lo largo del siglo XX, el sufrimiento humano ha sido capturado y utilizado con fines estratégicos. Durante el genocidio armenio (1915), las imágenes de niños famélicos circularon por Europa y América para obtener apoyo diplomático. Lo mismo ocurrió en la Guerra Civil Española, donde la célebre foto del “niño muerto en Guernica” —real o no— se convirtió en emblema de la barbarie fascista. Hoy, en Gaza, las imágenes de la desnutrición infantil cumplen esa misma función, independientemente de su autenticidad o contexto.

La propaganda humanitaria —que explota emociones primarias como la compasión y el horror— es un fenómeno moderno que se agudizó con el desarrollo de los medios de masas. Ya en la Primera Guerra Mundial, la imagen del “soldado alemán atravesando a un bebé con su bayoneta” circuló por los periódicos británicos, aunque luego se demostró falsa. La falsedad nunca impidió su eficacia. Otra constante histórica es el uso de la propia población como escudo, símbolo y justificación de la lucha. En la Segunda Guerra Mundial, los nazis declararon Berlín una “ciudad fortaleza” y enviaron a adolescentes del Volkssturm a morir por una causa perdida, esperando que el martirio alemán movilizara compasión internacional. Algo parecido ocurrió en la guerra de Vietnam, donde el Viet Cong sabía que los bombardeos estadounidenses sobre zonas civiles alimentarían la indignación mundial. Hamás sigue esta lógica: convierte el martirio infantil en arma diplomática, contando con que cada imagen de destrucción erosione la legitimidad israelí. La historiología enseña que el sufrimiento civil puede convertirse en moneda de cambio para las organizaciones que no pueden ganar en el campo militar, pero que pueden vencer en el campo moral.

La incapacidad de la ONU para intervenir de forma eficaz en Gaza se inscribe en una larga serie de fracasos institucionales. La Sociedad de Naciones, creada tras la Primera Guerra Mundial, no pudo evitar la invasión japonesa de Manchuria (1931), la ocupación italiana de Etiopía (1935) ni el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Las buenas intenciones diplomáticas chocaron una y otra vez con la realpolitik. El fenómeno actual tiene raíces similares: la ONU financia programas en Gaza sin controlar cómo se usan los fondos, repitiendo el error de la Sociedad de Naciones, que en los años 30 fue incapaz de impedir que los tratados se convirtieran en papel mojado. La historia muestra que las instituciones multilaterales son especialmente débiles cuando se enfrentan a actores no estatales radicalizados, como lo fueron los piratas berberiscos en el siglo XVIII o los grupos revolucionarios panárabes del siglo XX.

Las guerras de propaganda se apoyan frecuentemente en la construcción de una identidad victimista. Los serbios durante la guerra de los Balcanes apelaron a su martirio histórico desde la batalla de Kosovo (1389). Los irlandeses nacionalistas construyeron su narrativa sobre las hambrunas del siglo XIX y las represiones británicas. Hamás y la causa palestina se inscriben en este patrón. La identidad como pueblo sufriente, expoliado y perseguido, se convierte en argumento de legitimación. Lo paradójico es que esta estrategia es compartida por los israelíes, cuya identidad nacional moderna se forjó al calor del Holocausto. El conflicto se vuelve entonces un duelo de memorias históricas, donde ambos bandos reclaman el estatus de víctima fundacional. La educación para la guerra no es exclusiva de Oriente Medio. En la Alemania nazi, los niños eran adoctrinados desde la Juventud Hitleriana para morir por la patria. En la Camboya de los Jemeres Rojos, los más jóvenes eran los más fanatizados. En todos estos casos, el futuro de los niños no era la paz, sino el sacrificio ritual por una causa. Hoy, los sistemas educativos de ciertos territorios palestinos están diseñados no para preparar ciudadanos libres, sino mártires. La historia enseña que un pueblo educado en el odio perpetúa los conflictos, como ocurrió entre hutus y tutsis en Ruanda, donde los manuales escolares fueron herramientas del genocidio.

La propuesta de reasentar poblaciones para evitar conflictos tiene un historial complejo. Tras la Segunda Guerra Mundial, millones de alemanes fueron expulsados de Polonia y Checoslovaquia. En 1947, India y Pakistán intercambiaron millones de personas en un proceso traumático. La partición de Palestina (1947) fue otro intento fallido. La idea de reasentar a los palestinos en otros territorios, como se sugirió durante los acuerdos de Oslo, fracasó por razones similares: la identidad nacional no es transferible como mercancía. La historia muestra que el vínculo emocional con la tierra, aunque conflictivo, es central en los nacionalismos modernos. Intentar exportar la solución, como sugiere la ironía de trasladar Palestina a Europa, no haría más que trasladar el conflicto.

La historia de Gaza es, en realidad, una historia de repeticiones. La guerra como espectáculo, la propaganda como arma, el niño muerto como emblema, la impotencia de las instituciones y la persistencia del odio como motor político. Todo esto ha ocurrido antes.