Agosto nunca llega de improviso, tampoco se instala sin avisar. Agosto es un mes que siempre está llegando desde lejos, como el crepúsculo de los atardeceres. No irrumpe, al contrario que sucede con junio, siempre pendiente de contrariar las emociones contenidas en los meses vernales previos. Tampoco es un mes que se esconda, como le sucede a septiembre, desesperado por avanzar sin remisión hasta el otoño. Agosto aparece una mañana con su calor plomizo, su luz pesada y grasa, sin filtrar, y su reloj detenido en el impasible tictac del tiempo que no quiere proseguir, como a los antiguos despertadores a los que había que dar cuerda y que han desaparecido de las mesitas de noche.
En mi pueblo, antaño, agosto señalaba el tránsito definitivo del año agrícola. Julio abarcaba toda la recolección y la cosecha, era el mes afanoso por excelencia. Pero su haragán compañero estival se significaba en inacabables días de fiesta, siempre tan deseados. Las jornadas, sensiblemente más cortas, avisaban de noches que arrancaban indefectiblemente cálidas y devenían, con el paso de las horas, en frescas e incluso frías. Pese al júbilo incesante, consecuencia lógica de la ausencia de labores agrarias (tan solo unas pocas tareas mantenían ocupadas a las personas), en agosto todo se iba desacelerando y bestias y hombres adoptaban un paso sosegado y calmo. El tiempo mismo parecía permanecer sentado a la sombra mientras los pensamientos se dedicaban a sudar exhaustos los últimos vestigios de los afanes, que es cuando merecía la pena plantearse las preguntas más trascendentales sobre la vida y su significado. Era parte del idioma estival que las mentes comenzasen a advocar una vez que el cansancio, la espera y la piel pegajosa habían cumplido su cometido.
Nada de todo ello posee sentido en estos tiempos de ahora, cuando el verano que representa el mes de agosto no es ni tan siquiera el punto máximo de una fiesta interminable, sino la excusa contraproducente para seguir manteniéndose en una incesante entretención. Se mantienen los rituales dogmaticos de las pieles bronceadas de playa y sol, los cuerpos cincelados cuando aún cabe usar esa expresión para definir a las huríes que ponen a prueba la malignidad del pasado que uno supo disfrutar como hombre. Pero agosto, en ese sentido, y en esta parte del mundo, ha dejado de ser el fuego lento donde se cocinaba el alma para convertirse en el abrasador crisol donde las aventuras de la vida se funden unas con otras, sin remisión ni espera, como si hubiese que quemar la vida con el ardoe de la atmósfera, impidiéndonos recordar posteriormente. Jamás me había sucedido que encontrase tan vacío un mes que siempre supuso tanto contenido en mi vida.
Lo observo con pasmo en mi terruño. Desde temprano, el aire se presenta denso, pero como si viniera de otro planeta, de uno que se halla muy lejos, donde todo arde incluso antes de tocar el suelo, un suelo yermo y baldío donde ya no se agostan los rastrojos ni menudean las reses y caballerías paciendo los restos de la cosecha. Ya no cantan las cigarras en los campos y el sonido del aire entre las ramas de los robles y de las encinas no suena a música de la naturaleza, sino a una severa advertencia: algo va a estallar, quizás el cielo, quizás nosotros, porque hemos perdido el rumbo del estío. Lo que estalla, lo que implosiona, es el pasado donde los agostos tenían todo el sentido, y las fiestas unían a las gentes que populaban los caseríos y puebluchos porque era improbable que se viesen juntos de esa manera el resto del año. En los pueblos, el mediodía aún parece sagrado. No porque se rece, pues ya no hay rezos ni campanas que repiquen a misa. Simplemente no se respira. Las calles son maquetas abandonadas y los perros no deambulan buscando las sombras mientras sus amos sestean o terminan de comer con la copa de brandy o de ojén. Aquellos perros se deslizaban en cámara lenta y por las noches salían en procesión a vivir una vida muy distinta de la diurna. Eran perros para el ganado y su conducta se ajustaba a un protocolo ancestral de servidumbre y fidelidad. Ahora los perros permanecen en las casas, se alimentan aburridamente y no saben ser felices porque solo saben ser esclavos del confort y de la idiocia de sus dueños, que se niegan a educarlos como animales. Y cuando todos estos pequeños elementos se integran y disuelven, uno concluye que el estío ya nunca volverá a ser lo que una vez lo hizo grande porque ninguna estación volverá a ser lo mismo.
En las ciudades es mucho peor, porque todo se vuelve irreal. El asfalto huele a caucho quemado y las oficinas están vacías o en guerra con el aire acondicionado. Los trenes laten como bestias de metal sin alma, por ausencia de pasajeros que no lleven maletones (para qué querrán los virus denominados turistas tanto equipaje). Las conversaciones se acortan, si es que hay alguna, la ropa se reduce estúpidamente (por favor, qué afán en querer vestirnos de párvulos, sin viso alguno de elegancia o dignidad). Hasta los pensamientos parecen flotar inertes sobre capas de sudor. No queda nada de aquellos pactos silenciosos entre desconocidos bajo el mismo árbol o ante el agua de la misma fuente. Creo que solo los turistas suspiran alborozados frente a las heladerías donde servían una bola o dos de mantecoso frío sobre un barquillo en forma de cono. No hay niños corriendo descalzos, ni abanicos en manos de abuelas conocedoras de todos los secretos del calor. Solo en la costa se percibe el chasquido de la carne en las parrillas o el pescado en los espetos. Pero es una impronta insignificante, casi miserable. Qué lejos están las canciones de orquesta con sabor a anís y a infancia, los reencuentros en plazas donde nadie preguntaba por el tiempo porque conocido era que agosto es siempre eterno. Y cuando el sol comenzaba a hundirse, y llegaba la primera brisa verdadera —la única que no quemaba—, el mundo parecía redescubrir sus formas y esquinas. La noche como un regalo, las terrazas como conversaciones pausadas, los cuerpos rozándose sin temor al bochorno, los ojos animados a mirar mucho más allá del calor. Aquellos agostos limpiaban. De excusas, de maquillajes y prisas.
Mientras el verano alcance su punto más alto y la tierra siga exudando vapor, recordaré que bajo el cielo inclemente de azul sin nubes estaba latiendo la promesa de lo venidero: la uva madura, el primer día nublado, la lluvia agradecedora. Y la certeza de que todo lo que arde, algún día, acaba cediendo. Son cosas que el mundo ya no sabe que existen, que aún perviven. Es el estío de los olvidados.