Hasta ayer mismo, cuestionar el modelo migratorio que se ha impuesto en prácticamente toda Europa representaba una herejía sancionable con la hoguera en plaza pública. Los cónclaves progresistas, reunidos habitualmente en el sancta sanctorum de las páginas impresas y digitales, nunca han reparado en racionalidades y la calificación de fascismo, palabra de uso bastante extendido y frecuente, era habitual. Hoy, sin embargo, los mismos que entonces agitaban las pancartas antifascistas en defensa del multiculturalismo irrestricto, ahora redactan planes de deportación masiva con letra temblorosa, y grande compungimiento en los ojos, pero asegurando la rúbrica. El espectáculo, que no es nuevo en absoluto, sigue siendo fascinante: la ortodoxia progresista se reinventa como garante de las esencias nacionales mientras se ajusta el nudo de la corbata frente al espejo.
En el Reino Unido, su primer ministro, un hombre que hasta hace dos cafés defendía las fronteras porosas de su imperial nación como ejemplo de progreso y valores adecuados, ha descubierto de repente que quizá, solo quizá, aquello de las fronteras permeables fue un experimento fallido. Qué inesperado. Pero más inesperado aún es que lo proclame con la serenidad y fe del converso. El primer ministro laborista habla con desparpajo de recuperar el control, omitiendo su admisión de que tal vez la política vigente se les ha ido de las manos. En lugar de convenir el giro ideológico copernicano, afirma su total responsabilidad institucional. Los catecúmenos siempre mantienen que la religión verdadera solo la han descubierto ellos.
Esta comedia que, por cierto, bienvenida sea, porque Europa, y otras partes del mundo, había devenido en la mesa de tócame Roque, se representa con disimulo en el patio trasero, tras las plateas, en las estadísticas antes tildadas de fake news racistas y que comienzan a publicarse en los mismos medios que antes las ocultaban por higiene moral. Por ejemplo: que el 91% de los detenidos por hurtos en Cataluña son extranjeros. Ahora no es una afirmación de la ultraderecha (espectro sociológico que, para un progresista, representa todo aquello que no sea él mismo) sino una noticia firmada por periodistas que hasta hace nada se dedicaban a impartir cursos de aprendizaje sobre lenguaje inclusivo. Que la mayoría de los presos en las cárceles catalanas no tengan pasaporte español ha dejado de ser una constatación xenófoba para devenir reto para la convivencia. Sin rectificación ni disculpa, porque errare humanum est, aunque solo para los de izquierdas, claro.
El caso alemán es el colofón. Alice Weidel lanza cifras como puñales en el Bundestag y Friedrich Merz —recién llegado al poder— se traga el discurso entero como si fuera suyo. "Demasiada inmigración descontrolada", dice el canciller con cara de preocupación. Pero ese diagnóstico ya estaba escrito hace décadas en los panfletos que nadie quería leer porque estaban contaminados ideológicamente por el fascismo.
En realidad, aunque lo llamen así, no se trata de un problema que atañe a las políticas de inmigración. O no solamente. Es el síntoma más visible de un fin de ciclo profundo: la bancarrota moral de una élite que solo reconoce la realidad cuando le amenaza el sillón. Durante años, la progresía social ha estado construyendo una hegemonía discursiva basada en el insulto preventivo (fascista, xenófobo, retrógrado) y la negación de cualquier evidencia, imposibilitando con ello los debates. Ahora, al descubrir que la realidad no se deja gobernar por sus adjetivos, quienes criminalizaron el disenso, pretenden recuperar la iniciativa. El truco, como siempre, es presentarse como salvadores de un problema que ellos mismos contribuyeron a fabricar por aquello del buen rollito.
Ojo, que todo lo anterior no identifica solamente a los partidos alojados en el espectro izquierdo, o progresistas. Buenas parte del espectro derecho comulga con las mismas ideas, y las ha defendido con igual empeño. En España tenemos ejemplos nítidos de esto último. Los políticos, y opinadores públicos, observan el mundo desde el fondo de una caverna porque, en realidad, no les interesa en absoluto acudir a él para verificar si lo que proponen es, cuando menos factible, cuando más beneficioso. Que la realidad nunca malogre una brillante teoría.
Quienes lo vieron antes —y, en algunos casos, pagaron el precio del ostracismo o del escarnio— siguen sin recibir ni una mención. En esta tragicomedia europea, la reflexión es la única ONG que sigue sin estar subvencionada.