Resulta esclarecedora las amenazas (grabadas en vídeo) por el ayatolá Alí Jamenei como reacción a los ataques de Israel, que han fulminado la capacidad nuclear de Irán. No reflejan sino lo que ocurre cuando el poder político se confunde con el destino (en este caso, religioso) y uno se aferra al conflicto como forma de legitimación de la propia política. En el caso iraní, no estamos ante una defensa de la soberanía ni ante una expresión de dignidad nacional, sino ante cinismo circense de un régimen que ha hecho de la guerra su oxígeno, de la hostilidad su retórica, y del terror su mejor herramienta para la conservación del poder.
Jamenei, como tantos otros antes que él, y mucho me temo que bastantes más después de su desaparición, no gobierna para el pueblo iraní. No gobierna para un país llamado Irán. Gobierna a pesar del pueblo iraní y del país al que suele referirse como República Islámica. Su mensaje no está dirigido a proteger a una ciudadanía que lo desafía cada vez con más valentía —mujeres sin velo, jóvenes en redes sociales, familias que aplauden los ataques contra sus propios opresores—, sino a perpetuar un aparato teocrático-militar que se alimenta del enfrentamiento con Israel, con Estados Unidos, y con cualquiera que desafíe su mito fundacional.
Cuando el guía supremo afirma que no perdonará el derramamiento de sangre de sus "terroristas", lo que hace es revelar sin ningún tipo de ambages que sabe muy bien de lo que está hablando. No se trata de mártires inocentes ni tampoco de héroes exaltados, defensores de la verdadera fe del Islam. Se trata de milicianos, de operaciones eirigidas en la sombra, de misiles que parten desde zonas civiles y de guerras subsidiarias como las que arrasan al Líbano, a Siria, a Gaza o a Yemen. El chiflado ése lo que sabe hacer no es gobernar, es exportar la revolución con tal de importar el miedo.
Su rechazo a "una paz impuesta" es tan artificial como pretendida es su aceptación del martirio. En realidad, no acepta ninguna paz. De ningún tipo. La paz jamás ha sido conveniente a quienes necesitan mantener vivo el relato de una nación sitiada, de una fe asediada, de un enemigo que justifica cada ejecución, cada censura, cada velo obligatorio. Sin la guerra, la maquinaria ideológica se desmoronaría. La "entidad sionista" —que es como él denomina al estado democrático de Israel— le es más útil viva que muerta: le otorga la razón de ser, justifica los argumentos de sus discursos, y reproduce el miedo en sus propios ciudadanos.
La lógica del régimen iraní es la misma que en su momento sostuvo a Castro en Cuba, a Chávez en Venezuela, a Kim Jong-un en Corea del Norte (y a la ETA en las Vascongadas). Todos esos países son, actualmente, estados de excepción permanente camuflados bajo la causa revolucionaria, y en todos ellos el guía espiritual o político o patriarcal se presenta a sí mismo como el salvador, no como el jodido hijoputa que, con sus actos, perpetúa la condena a su pueblo al atraso, a la represión y al exilio. En el caso del ayatolá, sabe perfectamente que los iraníes que no responden bien al lenguaje de las amenazas son los mismos iraníes que ya no responden en absoluto a nada, sino que solo tratan de resistir o escapar. Ni siquiera puede concitar las ilusiones de un pueblo que está más que harto de él (como los venezolanos de Maduro, los cubanos de los Castro actuales, o los norcoreanos del gordinflas ése).
La escalada verbal contra Israel y Estados Unidos no busca evitar la guerra que ya está sepultando las estructuras de poder del régimen iraní. Sirve de excusa para mantener constante una tensión social que justifique la represión interna, por lo demás, ilimitada. Como hablar es gratuito, y la madre de todas las batallas sabemos que murió en parto prematuro, la invocación a ciertas "sorpresas graves" y las amenazas constantes a los barrios civiles israelíes sirven como contrapunto a las normas internacionales de convivencia, vistas por el ayatolá y sus turiferarios como un lujo occidental, no como una necesidad civilizatoria de su propia podredumbre religiosa.