viernes, 11 de julio de 2025

La fiesta somos nosotros

Sanfermines. Fiestas del toro. Fiestas sin toros. Verbenas. Fiestocas. Guateques (nadie los llama ya así)... Pero, ¡qué maravillosas son las fiestas populares! ¿Verdad? Esa gloriosa suspensión de la realidad donde todo se permite salvo quedarse sobrio. La liturgia que comienza con un chupinazo, o con un  edicto, o con un simple bando, o con el repique de campanas, o como sea, y termina indefectiblemente con un vómito colectivo. El ambiente no es solo jovial, festivo, vivaracho: además huele a vino peleón escanciado sobre las aceras y asfaltos, a sudor consentido y micciones esquineras, a miasmas de libertad gritona y repelente. Eso, por no hablar de lo que los modernos denominan el "dress code", porque lo de la etiqueta hace tiempo que, como muchas otras palabras de nuestro diccionario, ni se emplea ni se sabe lo que significa. Las gentes visten de peña, digo de pena, con camisetas feas y sucias, desfavorecedoras, de blanco (o el color que sea) sedicentemente impoluto porque, de un modo u otro, están manchadas con tinto barato, copas de garrafón vertidas sobre los hombros y residuos de alimentos bravíos, fritangas y repugnancias varias. El resto de la vestimenta son lo mismo bragas en la cabeza que calzoncillos en el sobaco. En todo caso, la dignidad en paradero desconocido. 

San Fermín -por poner un ejemplo- es solo una excusa. Santos y vírgenes actúan como intermediarios entre el inexistente cielo donde moran y el mundanal ruido de las calles, porque de alguna parte había que adoptar una patrona o un patrón. En mi terruño, que antes -cuando el pueblo rezumaba vidas-  festejaba por Santa Isabel (prima de la Virgen María, 2 de julio), y ahora festejan los fines de semana más próximos -porque el pueblo rezuma soledades entre semana-, o cuando mejor le conviene a la hija del alcalde -las corrupciones no conocen dimensiones menores-, las fiestas empiezan con una suelta de cohetes, repique alegre de campanas, procesión (a Santa Isabel la llevan los mozos sobre los hombros y a la Virgen las mozas, y nadie protesta), Santa Misa, convite y lo demás -incluida la inexcusable verbena- son actividades pagadas por todos, esto es, por la Diputación, porque otra cosa no, pero de las fiestas de los pueblos es de lo único que se ocupa. Antaño, cuando ya digo que en cada casa del pueblo vivía una familia, y no el aire o el polvo, acudían bastantes feriantes. Ahora no va ni el tato: los feriantes de pueblo pequeño también han desaparecido. Y las verbenas con orquesta, aunque sea de tres músicos, se hacen con DJ. No sé si la gente baila lo mismo. Hace más de treinta años que no voy por allá. Ni ganas que tengo.

En fin, quería decirles que lo de San Fermín (sanfermín, secularicemos todos) puede ser también la feria del jamón, la semana grande, la fiesta de la patrona, la bajada del santo o la tomatada padre. Lo que importa no es lo que se celebra, sino lo que se desata. Una catarsis, dicen los más poéticos. Una excusa para que adultos hechos y derechos se comporten como si la civilización hubiera sido una mala idea. Durante esos días, se caen las formas lo mismo que se cae un botellín al suelo. Y no pasa nada. Porque "es normal", "estamos en fiestas", "todo el mundo lo hace". El alcohol y las gamberradas democratizan la torpeza, y la ingente masa orteguiana siento libertad para borrar los límites, porque nada hay que envalentone más que los gritos colectivos. Cuando el jolgorio finalmente acalla, las voces silenciadas siguen musitando: oye, ¿realmente todo esto os vale? Y no, no me refiero a las vaquillas (los toros mueren en los cosos con arte y dignidad, pese a quien pese, pero las pobrecitas churras sufren todo tipo de maldades y abominaciones antes de acabar siendo filetes). Como tampoco a las manadas asalvajadas que asaltan doncellas. Me refiero a las personas como usted y como usted (porque yo a fiestas no voy).

Los festejos, en el fondo, no inventan nada. Lo que sí hacen es amplificar. Son el antecedente del ciudadano anónimo de las redes, bajo cuyo pseudónimo se arroga el derecho de ser Atila. Es lo que somos cuando nadie vigila. Luego usted podrá glosar loas al espécimen humano y señalar el altísimo valor de cada vida. Si el inconsciente, en el siglo XIX, ocultaba personas ocultas dentro de la persona física de mayor relevancia que la pública, en el siglo XXI, con los dos últimos dígitos intercambiados, lo que sale a flota es pura inmundicia. Es lo que sentimos cuando creemos o consideramos o advertimos que no hay consecuencias. Aunque muchos crean que los festejos son un paréntesis en la vida, porque rompen con las rutinas penosas del día a día, en realidad son un espejo de azogue perfecto. Tan perfecto que apenas nunca devuelve una imagen amable de nosotros mismos. Más bien, una lamentable. Eso son las fiestas: vulgaridad exacerbada.

Durante siglos, las fiestas sirvieron para romper la rutina, para recordar los ciclos, para conectar con la comunidad. Ocurría en mi terruño. Cada día del estío era un día de duro trabajo. Pero máquinas y personas paraban por Santiago o la fiesta patronal o la Virgen de agosto (los animales, lógicamente, nunca). Hogaño es posible irse de fiesta cada día de cada semana de cada año, y los fines de semana mucho más. ¿Para qué necesitamos un refugio emocional y anestesiar lo que ni siquiera sabemos nombrar, que es nuestro pavor por el silencio y la calma? Cuesta sentir, estar... por eso necesitamos ruido. Mucho ruido. Música atronadora, fuegos artificiales, carreras, masas, empujones, vomitonas, animales mancillados, comilonas, borracheras... Quizá por todo ello nos aferramos a la fiesta como a un salvavidas, porque nos recuerda que somos capaces de sentir algo en este mundo del que, nosotros mismos, hemos erradicado la reflexión, la erudición, el conocimiento, el pensamiento crítico, la ataraxia... y lo hemos hecho de forma torpe, exagerada, burda, buscando volver al sentimiento de recua, de tropa, de manada, no importa cuánto digamos estar solos, cansados, sobrecargados de todo lo que no se celebra.