viernes, 12 de enero de 2024

La venganza de la piñata aturdidora

Aporrear un monigote que representa a Su Sanchidad, y hacerlo en vía pública, como toda verdulería que se precie, es de mal gusto y peor criterio. La reacción de convertir en delito tal cutrez es intrínseco a cualesquier sancheces porque jipiar por todo lo que le ofende (y le ofende todo) es una de las normas que el personaje profesa (tal vez la única). Al Rey lo han ahorcado y prendido fuego tantas veces que ya parece modus operandi del paisanaje formado por quienes ahora van a ser amnistiados y tal vez muy pronto los que lo serán en el futuro (como esa tenebrosa recua de egregiados asesinos, los etarras, que son recibidos con honores en la plaza pública por tanto como mataron y tanto como destrozaron). Será que esto del odio solo tiene un sentido: el de Sancheztán, un tipo al que yo denunciaría, a él y a su corte milagrosa, por obligarme a odiarlo tanto si no fuese que me parece una memez hacerlo. 

Y mientras el ataque de nervios pulsa los botones de un Gobierno infartado desde mucho antes de haber sido constituido, las noticias falsas y una nada silente encomendación presidencial a ministeriales y partidistas para atacar, despreciar, insultar, condenar, acallar, avergonzar y amenazar a quienes intentan (intentamos) colocar las cosas en el sitio donde nos parece justo que estén, sigue levantando barreras cada vez más altas a la expresión libre, la crítica, el librepensamiento y el juicio propio. Basta escuchar a una cualquiera de las siempre enchufadas vicepresidentas, o al caradura de vicepresidente (que lo es de momento y mientras su jefe quiera), o a esos fantoches malogrados que fueron, uno alcalde vallisoletano, el otro lehendakari vasco, la otra opositora de una ayuso que siempre le daba por donde más dolía, para darnos cuenta de hasta qué punto no estamos ante un Gobierno que explique sus actos, sino de una caterva de adoradores del líder que lo seguirán siendo hasta que este último se vaya a hacer puñetas de una vez de aquí.

Y mientras todas estas lumbreras campan por sus respetos, en ocasiones a lomos de aquellos enemigos que dicen estar ahí para derribarlos, porque son así de tontuelos (¿verdad, discapacitantes minusválidos de lo político?), los demás nos hemos resignado ora maldecir nuestra bendita suerte, ora pasar de todo en plan indolencia suma, ora no estar a nada salvo al Netflix o el Instagram, que es, por cierto, lo más habitual entre la borriquería. De modo que, no solo son autócratas (en realidad, son indignos) y no solo buscan silenciar cualquier voz que les parezca impropia (con un sentido de lo impropio capaz de abarcar su más altas cotas de ambición, nepotismo y chulería): también quieren censurarnos tanto que acabemos desapareciendo del mapa (como la Cenicienta original o los Diez Negritos de la canción).

Y no va a pasar.