viernes, 5 de enero de 2024

2024

Hace un siglo corrían los felices años 20. El mundo se acababa de despertar de la arroz pesadilla de la Gran Guerra y la Gran Gripe, la española, así de mal nombrada. Los padres acostumbraban a sobrevivir a varios de sus retoños. Aún no despachaban antibióticos en las boticas y hospitales. La sociedad de consumo no existía porque, ante la gran crisis de aquella posguerra que había cambiado los mapas políticos que se enseñaban en las escuelas, nadie había urdido el plan de conseguir que todo el mundo, en lugar de ahorrar, se dedicase a gastar todo el dinero que ganara. Había millonarios, y banqueros atroces, e industriales todopoderosos. Pero vivían a lo suyo, desconociendo de qué materia ocre estaban construidos los caminos. Morirían igualmente en el Titanic, aferrados a sus copas de afrancesado cognac, pero morirían diferentes. No influían en el devenir de las gentes, acaso proporcionando un trabajo, y nadie, salvo los más exaltados y extremistas, pretendía regir la vida de los demás ordenando, con tono paternalista y arrogante, cómo se debía actuar. Uno de aquellos exaltados era un pobre diablo, artista menor y trabajador mediocre, que había estado consumiendo los panfletos antisemíticos que inundaban las calles de Viena o Múnich. Aquel tipejo que tuvo la suerte de frente en casi toda su existencia, se haría millonario con las ventas de su primera y horrorosa obra, unas memorias escritas por sí mismo, tergiversadoras y zafias, que en aluvión comprarían más tarde los ciudadanos que llegaron a creerle un líder mesiánico. Y fueron millones.

Hace un siglo, en el sur, en la Argentina de mucho antes del populismo peronista y del egoísmo social que lo sustentó, Buenos Aires disputaba el liderazgo entre todas las magnas urbes del mundo sin sospechar que se encaminaba a su destrucción. Y aquí, en España, ese país inculto y atrasado que décadas antes había luchado contra el liberalismo y la cultura por provenir de Francia, alumbrando héroes de bajísimo relumbrón y políticos sin lumbre con que cobijar a su pueblo, se debatía entre una monarquía decrépita y un sistema político anticuado y ruin. De aquella ruindad continuada sobrevendría un estigma que, un siglo más tarde, aún ponzoñaría las mentes del pueblo. Pero por entonces, con el tardío desarrollo de las carreteras, el ferrocarril y la administración territorial de las diputaciones provinciales, que el tiempo volvería a convertir en taifas regionales, las gentes salían adelante como mejor podían. En algunos lugares seguía larvado en las almas de algunos el sentimiento xenófobo que todo nacionalismo regionalista lleva consigo. El embrutecimiento de los pueblos, repletos de egoísmos y mezquindad, haría el resto. 

Hace un siglo,  más o menos, cuando aún mis padres no habían nacido, el siglo de las luces dio a su fin, y de tamaña oscuridad seguimos aquejados, porque el breve destello de luz de una transición modélica fue prontamente mitigado por la pertinaz maledicencia de los que nada más que odio llevan dentro.