viernes, 15 de marzo de 2024

EL 11-M, VEINTE AÑOS MÁS TARDE

A mucha, muchísima gente, hablar del 11-M produce pereza, indolencia, una pizca de hartazgo, y no poca irritación. Salvo para quienes están convencidos de la completitud de la sentencias de la Audiencia Nacional y la posterior del Tribunal Supremo, un convencimiento legítimo, por lo demás, la historia de los atentados demuestra, tal vez como ningún otro ejemplo, la profundísima polaridad existente en la sociedad española a la hora de afrontar sus problemas internos. Porque la historia del 11-M es la representación más lacerante y atroz de las divisiones que padece este país, más allá de toda diferencia ideológica. Ni siquiera unos atentados tan crueles y sanguinarios fueron capaces de hacer converger a los españoles. Unos y otros, movidos por sus personalismos y enfrentamientos, como dos países en perpetua disputa, demostraron sus torpezas en un momento en el que, tal vez más que en ningún otro, las diferencias hubieran debido dejarse a un lado. En Estados Unidos, por ejemplo, el atentado contra las Torres Gemelas produjo una unión sin precedentes de todos los poderes (públicos y privados) y una demostración (a posteriori, eso sí) de cómo han de llevarse a cabo las investigaciones policiales y judiciales, con independencia de las anexiones a la política militar emprendida por George Bush Jr. tras los luctuosos acontecimientos de aquel ya lejano mes de septiembre. Supongo que con la ejecución de Bin Laden, ordenada por un presidente ideológicamente nemético a quien ordenó la guerra en Irak, la sociedad americana surgida tras el 11-S pudo poner fin a su larguísimo duelo. Otro tanto sucedió en Gran Bretaña, cuando el atentado de Londres. 

En España, no solo hubo desunión entre las masas. Tampoco hubo juego limpio político, ni desde el Gobierno saliente, que después padecería en sus carnes las consecuencias de todas las decisiones que adoptaron, ni tampoco los cuerpos de seguridad del Estado desarrollaron una actuación ejemplar y eficiente ante la más tenebrosa investigación a la que hubieron de hacer frente. De hecho, bastaría con señalar las muchísimas incógnitas que el propio proceso del 11-M encontró y señaló, pese a los esfuerzos por cerrarlas o aclararlas, y la creación desde aquellos días de una corriente de opinión totalmente incrédula ante lo que luego vino a denominarse "versión oficial", para aceptarlo. Respecto a este punto, tan oscuro, sorprende la tenacidad de cuantos obligan a que la realidad jurídica del 11-M sea suficiente para acallar a quienes estaban convencidos de que nada de aquello coincidía, punto por punto, con la realidad histórica que se estaba viviendo. Que no sepamos aún con qué dinero se pagaron los atentados es algo que a cualquiera debería ofender, porque los juicios no desentrañaron nada que fuese una parte visible y obvia, y en ocasiones groseramente manipulada, manifestando con ellos los jueces y fiscales y abogados su incapacidad para adentrarse en las turbiedades que entonces emergieron.

Tal vez por el ímpetu (y testarudez) con que ciertos periodistas removieron todos los puntos oscuros (o inherentemente negros) de las investigaciones, y por el vuelco electoral que el 11-M produjo, tal vez por ello a quienes objetaron sospechas o dudas durante el proceso (huelga decir que de manera legítima, que para ello existe la libertad de prensa y de expresión: otra cosa es que se deban aceptar sus teorías o sospechas como válidas), se los ha venido a llamar desde entonces "conspiranoicos" o defensores de la teoría de la conspiración. Basta con emplear uno cualquiera de los sinónimos del vigente negacionismo, en el marco que sea, para tratar de embarrar y pringar cualquier voz que demande explicaciones más claras. No deja de ser una más de las muchas dictaduras con las que el mundo moderno se viene infligiendo a sí mismo las heridas sociales más profundas. Pero no podemos dejar pasar por alto, todas las veces que sea preciso, que la propia sentencia del 11-M, en muchas de sus páginas, consideró que hubo preguntas sin posible respuesta y manipulaciones y escollos numerosísimos: esta confesión fue pareja a un buen conjunto de críticas y objeciones tanto a la instrucción judicial previa como a las actuaciones policiales entonces desarrolladas, a las comparecencias (políticas o no), los escasos vestigios conservados de los atentados en momento tan crucial para la vida de un país (con más de cincuenta años de lucha antiterrorista a sus espaldas), y los testimonios entregados por quienes tenían la responsabilidad de defendernos del ataque, primero, e investigarlo, después. Dudo que nadie acuse al juez Bermúdez de "conspiranoico", pero extrapolando las palabras escritas con que sentenció el juicio, y algunas de las que pronunció más tarde, acabado todo, en diversos medios y auditorios, bien podría afirmarse que tuvo alguna noción de ello, por lo demás, pronto mitigada en la propia responsabilidad de la que se sabía protagonista. 

Por supuesto, para quienes siguen aferrándose a la ejemplaridad de todas las investigaciones y la prontitud con que fue resuelto el asunto; a las mentiras proferidas por Aznar y su Gobierno (que las hubo, y no pocas); a la audacia de Zapateros y Blancos y Rubalcabas... para todos ellos, cualquier terquedad en intentar exponer de manera organizada y justificada los interrogantes que todo el proceso dejó tras de sí, ha de rechinar las meninges. Sorprende que sean tan escasas las ocasiones en que sometan su criterio a la siguiente pregunta: si todo quedó negro sobre blanco, tanto para la Audiencia Nacional como para el Tribunal Supremo, ¿por qué no estuvo todo el mundo conforme, o al menos una gran cantidad de los agentes involucrados, con la sentencia, por cuanto esta disconformidad no se tradujo en un apasionante debate jurídico sino en una escisión aún más profunda de los dos bandos? ¿Abundan tal vez los "conspiranoicos" como champiñones en un majadal, convirtiendo a personas de incuestionable inteligencia en fanáticos similares a quienes perpetraron o idearon los atentados? ¿Es la exposición de dudas e interrogantes un mal que, cual negacionismo climático, deba ser perseguido y sometido al juicio de las hogueras en plaza pública (pero sin ecpirosis sobre carne humana)? Tal vez pertenezcamos a un país donde la gente quiere simplemente vivir bien y dejarse en paz de problemas. Pero a mí un país tal, no me gusta. Por eso nadie va a conseguir que me calle.

No he hablado del 11-M en veinte años. Y creo que ha llegado el momento de exponer mi visión, prestada de todas las partes y actuantes (jueces, policías, abogados, periodistas, políticos..., de uno y otro bando), y organizada tal cual yo concibo mis sospechas, que las tengo. No son infundios. Lo que van a leer a continuación es una narración elaborada de la amplísima sentencia del sumario 20/2004, con referencias explícitas a la sentencia de la Audiencia Nacional, a la del Tribunal Supremo o a la instrucción previa de los hechos. No se trata de una explicación alternativa, o conspiratoria, simplemente un desencuentro con la resolución de un caso donde hubo demasiadas negritudes. Es posible confrontar y verificar en la sentencia cada una de las exposiciones que aquí se mencionan. Hay autores que ya lo han hecho. Se advierte al lector que algunos párrafos son interpretaciones o sospechas que, por ausencia de pruebas materiales, quedaron como indicios o sospechas, pero no como hechos probados. Pero la realidad no solo se construye alrededor de aquello que es posible demostrar fehacientemente (eso es algo que compete a la realidad jurídica, de la que este relato no desea formar parte), y veinte años después creo que es posible construir una realidad histórica más amplia, aunque objetable, basada en todo aquello que las investigaciones judiciales y policiales no fueron capaces de determinar, motivo por el que tampoco fueron capaces de convencer a todos (y recordemos que, entre esos todos, se halla buena parte de los familiares de las víctimas cobradas por las explosiones en los trenes de cercanías).

Escribo esto por respeto a las víctimas y como repulsa a los atentados, que fueron desencadenados materialmente tanto por quienes en este relato son nombrados como por quienes no aparecen en él, y que, desde mi punto de vista, son los autores intelectuales (y económicos) que las setecientas páginas de la sentencia fueron incapaces de dilucidar. Pero también ha sido mi objetivo mostrar cómo en España algunos medios de comunicación pudieron, con total jactancia, culpar de la muerte de dos centenares de inocentes no a los autores materiales de los hechos, sino a un Gobierno legítimamente constituido que impulsó legítimas (por controvertidas que fuesen) políticas en su actuación exterior e interior (decir lo contrario es postrarse ante las presunciones de la infamia); y cómo diversas ideologías políticas sacaron provecho de ello, actuando en total connivencia con las anteriores, y alterando el decurso de la historia para siempre, pese a que muchos de sus principales actores tuvieron conocimiento preciso y exacto de cómo iban desarrollándose las investigaciones; y cómo los cuerpos de seguridad fueron incapaces de salvaguardar la integridad de las investigaciones o la custodia de las evidencias, interponiendo todo tipo de trabas y obstáculos a quienes buscaban trabajar con lealtad al país en el esclarecimiento de los hechos, cuando no alterando manifiestamente las pruebas obtenidas; y cómo la Fiscalía, un cuerpo jerarquizado que siempre obedece a sus superiores, no tuvo por pretensión en ningún momento servir al auxilio y alivio de la memoria de las víctimas y sus familiares, sino al interés particular del Gobierno luego proclamado tras un vuelco electoral que, sin los atentados, jamás se hubiese producido; y, finalmente, cómo he llegado a pensar que España, a diferencia de otros países atacados por el terrorismo, como EEUU o Reino Unido o Francia, es el único Estado que no ha podido ni sabido dilucidar las causas y el origen de uno de los peores ataques perpetrados en suelo europeo. Claro que fue España el único de los países anteriormente citados donde no atentó Al Qaeda.   



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