sábado, 13 de abril de 2024

Laconismo vernal

Han regresado los amaneceres nítidos, vítreos, diáfanos. 

El frescor de la mañana, proveniente de las entrañas de la naturaleza, limpia las asperezas del alma, sus agruras y acedías. 

Desde los altozanos de la campiña, siempre hacia el este, despunta el alba recortando hayedos y robledales contra la luminosidad pálida del horizonte donde, allá en su centro, se adivina el éxtasis encarnado de la heráldica helíaca, semejante al despertar del sueño. 

En las lomas, las infinitas salpicaduras de luz humana brillan descolmadas de su nocturna jactancia, rindiendo respeto al alba. 

Por encima, siempre acogiéndose a la protección del cielo, los luceros, facultados para ser, a un mismo tiempo dijes y atalayeros, despuntan aquí y allá, estableciendo su potestas bajo las arreboladas nubes ligeras, altas, dispersas, embellecedoras de cuanto se percibe en el cielo, que así llamamos a aquello que todo lo cubre. 

Mas no concluye el éxtasis con el amanecer. 

Los días vernales son de una belleza sin parangón. A la dulcísima pigmentación de la aurora se aúna el esplendor y colorido de los campos teñidos de primavera. 

En las feraces praderas despuntan verdísimos los cereales. Los campos de colza en flor, con su amarillento esplendor, tan vivificante, aportan un contraste suntuoso que deja al espectador boquiabierto, atónito por tanta maravilla como puede ser contemplada por los humanos ojos. 

Y cuando finalmente acontece el crepúsculo, queda el alma contrita por estos días hermosos, perfectos, reparando en que, más allá de los míseros aconteceres del hombre, existen no uno sino incontables universos de inextinguible sublimidad y lindura, tanto en lo más próximo e inmediato como en lo más lejano e inabarcable.