viernes, 5 de abril de 2024

Paganinis

Como el cristianismo anda de capa caída y al islam se le cayó hace tiempo la capa, los posmodernos de barriga llena y extravagancias frecuentes han abordado una forma no demasiado creativa ni original de paganismo como nueva profesión de fe, una fe por lo demás asaz extremista, cuando no extravagante. Conviene recordar, e ilustrar con ello, que en la Antigüedad los paganos adoraban a la Tierra aún más de lo que podrían adorar a su prójimo. Los griegos inventaron a finales de la edad de bronce aquello de Gaia, o Gea (mejor aún), rescatada en pleno siglo XX por Lovelock en su planteamiento de que la Tierra es un organismo vivo que se regula a sí mismo (pero que aún no se ha decidido a aniquilarnos: este escolio es mío). Los andinos, varios miles de años más tarde, veneraron a la Pachamama, con tanta devoción que aún lo siguen haciendo en la actualidad, también en occidente, donde importamos cualesquier prácticas que se nos antojen profundas u originales (o simplemente nos parezcan distintas), menos las nuestras propias. Allá donde los incas, la Diosa Tierra se sincretizó con elementos cristianos llevados por los españoles, como es el caso de la Virgen de la Candelaria, advocación mariana trasunta de la diosa Chaxiraxi, que era guanche. 

Esto de la divinización de la Tierra no es nuevo. Pero tampoco porta consigo un opus revelador en forma de Biblia o Corán. Como en tiempos antiguos, este asunto trata más bien de prácticas que sustentan unas ciertas creencias que, algunos, tratan de normalizar con extravagante cientifismo. Es, por tanto, parecido a una religión, pero con bases mucho más etéreas y sin un definidor mesiánico o profético concreto, ni tampoco creador (la Pachamama es protectora solamente). Para los neopaganos, los humanos somos poco más que unos convidados partícipes de la naturaleza (cuando no, unos virus rematadamente nocivos): esta es la piedra donde se cimentan sus creencias (por cierto, Aristóteles dijo lo mismo, pero mucho mejor). Para los demás, lo piensen o no, el ser humano es la cúspide de lo creado y, por tanto, libertino dueño de todo lo que en la naturaleza transcurre. Con el tiempo, de la antropología filosófica se saltó a la ética y de ésta al derecho. Ahora estamos en plena efervescencia de lo natural, y se dota a los animales hasta de derechos, pero esta cuestión tampoco es nueva, porque los pitagóricos y Empédocles ya reconocían a los animales como sujetos de derechos y la cuestión en sí se puede remontar a Anaximandro. Para bien o para mal de los animalitos, porque en la Edad Media, a causa de ello y mediante tortura, se logró la confesión de un cerdo. Lo de los animales como “seres sintientes” proviene del siglo XIX, y en esa época, un tal Spencer defendía que no pueden ser titulares de derechos ni los animales ni los humanos inferiores (y no estoy mencionando al del bigotito).

Para muchos, la tutela del del medio ambiente es, básicamente, un derecho humano, pero con cierta afectación que trasciende hasta las generaciones futuras, que aún no existen, y esta es la senda que conduce a la explosión panteísta (neopagana) con que muchos orientan no sé si sus vidas, pero al menos sí unas cuantas reflexiones y no pocas praxis. La hipótesis Gaia, tributaria de un evolucionismo a lo Darwin, no a lo Spencer, ha llamado mucho la atención de los teístas, y sobre todo de todos quienes piensan que el devenir humano es el principal obstáculo para la salvación de la humanidad y de la propia Tierra, razón por la que el ecologismo se ha convertido en una religión: vivimos oprimidos en una forma de vida que nos exilia de la propia naturaleza y nos impulsa a perder la reverencia ante la sacralidad y la majestad del universo. Lo plantean abiertamente: la consecuencia de esta manera de pensar (y vivir) pasa por considerar a la Tierra un organismo vivo (y una madre: como la Pachamama indígena, la Gaia de los contemporáneos... nadie lo considera un padre, lo que la desdiviniza) y que nosotros, seres humanos, nacidos del humus, no somos sino la propia Tierra que ha llegado a sentir, a pensar, a amar, a venerar e incluso a suicidarse. No vivimos sobre la Tierra: somos la propia Tierra, y entre todos los seres, vivos o inertes, océanos, montañas, biósfera y la antroposfera, se produce organicidad, no simples y meras adiciones por muy complejas que sean (a quienes así piensan les encanta saber que el cerebro se construyó mediante simbiotización de bacterias durante millones de años). Hay ejemplos de cómo esta manera de pensar ha devenido bien común: en 2009, el estado boliviano votó una constitución que decía, expresamente: “Cumpliendo con el mandato de nuestros pueblos, con la fortaleza de nuestra Pachamama y gracias a Dios, refundamos Bolivia.”. Ecuador, en 2008, estableció en la suya que “Celebrando a la naturaleza, la Pacha Mama, de la que somos parte y que es vital para nuestra existencia, construimos una nueva forma de convivencia ciudadana, en diversidad y armonía con la naturaleza, para alcanzar el sumak kawsay” (este nombre recuerda a Dune, una obra de ciencia ficción construida directamente sobre el ecologismo, pero se trata de una expresión quechua que significa buen vivir y su ética rige cómo deben relacionarse las personas entre sí y con la naturaleza). 

En fin. Que, como siempre ha ocurrido, desde el principio de los tiempos, la humanidad necesita creer en algo. Y ahora cree en este paganismo que prospera porque las religiones tradicionales van a la deriva (aunque el islam aún no). Es una alternativa, y pese a que debería aceptar a la humanidad tal y como es, no lo hace: promueve su cambio (y con ello desea, silentemente, su destrucción).