viernes, 22 de marzo de 2024

De danas, donas y damas

En estas calideces vernales, porque la primavera ya entró, aunque usted, caro lector, no se diese cuenta, asombrado como estaba con las gratas contemplaciones de un campo tan arrebolado como las nubes del cielo, las noticias de las inminentes borrascas pascuales nos mutan el rostro, decolorándolo. De un tiempo a esta parte las vienen en llamar “danas”, supongo que debido a la creencia popular de que los acrónimos técnicos nunca engañan (las palabras del diccionario sí, sin duda alguna), expresión de horrible cacofonía que me retrotrae a una fecha de 1996, cuando viajé por primera vez a California, a San Francisco, para más señas, y en una tienda de la calle le pedí al dependiente mexicano que deseaba comprar un café largo y un dónut, que él llamo “una dona”. Quise replicarle con una gracia: que no necesitaba yo, por entonces, que me sirviesen las damas emplatadas y dispuestas para el mordisco, que con mal propósito se recordaba por algo parecido al infame Fernando VII, y yo me preciaba de atractivo, jovial y animoso, de modo que no necesitaba de celestinas. Como, en un relampagueante plazo de tiempo, mi cabeza decidió que el manito aquel no iba a entender nada de ese barrunto mío, y me pareció lo suficientemente simpático como para no querer disturbar su mañana, dejé pasar la elaboradísima gracia, y procedí a abonar los pocos dólares que el desayuno costaba.

Piensa uno, en su soledad, con no poca impostura, que hay donas y hay damas, especialmente ahora, en este mundo enloquecido donde las pulsiones biológicas, dominadas por los genes, tan egoístas y astutos ellos, ha franqueado el paso a toda suerte de impulsos combinatorios, sancionados en las leyes, y pobre del tontaina que intente zafarse de todo eso en la creencia de que rigen nuestros pasos un puñado de majaderos, sin seso alguno en la cabeza, que se comportan como pollos sin cabeza o como infantes en una clase el día que el profesor no ha venido: enloquecidamente. Uno observa, por ejemplo, el banquillo de los ministriles en el congreso, y descubre en él a un buen número de donas, muy gestuales, diría que bobaliconas en sus empeños por seguir granjeándose la confianza del idiota que allí las puso (y dispuso), pero a ninguna dama, porque -yo, al menos- de ninguna querría el contento de sus labios rojos, de sus uñas rojas, de sus rubicundos cabellos, en caso de que tuviesen estas características, por mí tan preciadas: basta oírlas hablar para que se venga abajo todo el tenderete genético y no quede detrás, como en un erial, en un escampado, sino la más absoluta nada.

Dama hay una: cierta ayuso reconvertida en aragonesa Agustina, por tanto como andan las gentes sulfuradas de indignación con lo que está ocurriendo y no encuentran enfrente sino a un tipo algo mediocre, monocorde y gallego, que no acierta con el paso ni equivocándose. Pero, ay, incluso las damas más conspicuas, audaces, sagaces e inteligentes tienen un mal día, y la ayuso aragonecizada lo tuvo cuando, desde pública tribuna, tuvo a bien defender la honorabilidad del cutre que se ha echado por novio, cutre de cochazo sin iteuve y multa de estacionamiento, porque hay que ser cutre para echar un buen pelotazo y comprarte un cacharro de esos y, encima, no pagar a Hacienda lo que a Hacienda le viene en gana sablearnos, que es mal de muchos. Coño: paga y jódete, como hacemos todos. Luego denuncias a la dona esa de las maneras vulgares (donde no hay…), pero queda como un rey, o un príncipe, que las ayusos no merecen menos. Joder, hay que ser idiota. Pero no quiero emborronar la memoria de la dama, bruna y de supremas cualidades en todo su femíneo ser, de repertorio tan ágil y atinado que las donas (y donos) del banquillo azul no saben ya cómo detenerla, porque los arrolla a todos como un tren de mercancías. 

Pero mientras tanto, por influjo vernal, seguiré soñando con extensos campos primaverales de labios encarnados y montes lujuriantes.