viernes, 2 de febrero de 2024

Insondable mundo

Cuando yo era niño, mi madre me enseñó a rezar. Aprendí el Padrenuestro, el Avemaría, el Credo, y el entrañable “Jesusito de mi vida”, que era niño como yo y a quien debía entregar mi tierno corazón. Estas fórmulas litúrgicas, y otras, han sido siempre poderosas. De hecho, son una muestra concluyente de cómo el tiempo afina las elocuencias hasta convertirlas en un dechado de perfección gramatical y semántica. Cada noche repetía las sacras oraciones, que se iban aposentando en la memoria, robándole minutos al sueño (y pobre de mí, cuántos remordimientos a la mañana siguiente si despertaba admitiendo que, por dormir, no había rezado o lo había hecho mal, es decir, a prisa y corriendo, erosionando las sílabas y juntando todas las palabras). 

Mientras todo eso sucedía, en el colegio, en los Maristas, nos enseñaban a orar. Es decir, a dar gracias a Dios, con júbilo y alegría. Mi percepción de la visión cristiana del mundo en la que estaba siendo formado era de optimismo, como si se tratase de un canto a la vida. Celebrábamos eucaristías regularmente y se ofrecía la posibilidad de tomar parte de grupos de tiempo libre y crecimiento religioso. Los maristas eran muy listos: sabían que solo “haciendo comunidad” y participando profusamente en ella era posible convolar hacia la fe. Cuando comprobé que, sin Dios, la vida seguiría siendo la misma, abandoné esa fe y me volví ateo. El único razonamiento que podía oponer con fiereza a la apostasía no provenía de la sed de justicia, ni de la bondad entre hermanos o los parabienes del amor universal: emanaba del mundo exterior, prolijo, perfecto e intrincado, tan insondable que se necesita reunir todas las posibles mentes humanas en un único sistema de conocimiento para abarcarlo siquiera de manera minúscula. Qué poderosa la tentación de pensar que, por mucho que aprendamos y avancemos en su saber, precisamos de un Creador tan infinito como el propio universo, si no más, para justificar que todo cuanto existe tiene sentido pleno. Tal vez por este motivo cuando aún oraba, cuando aún daba gracias al Hacedor, lo hacía por la constancia de mi propia pequeñez dentro del intrincado mecanismo inabarcable que es el mundo y, con él, la vida en todas sus formas. 

Reprochan los teólogos al ateísmo que se justifique la paulatina descristianización occidental en el estilo de vida hedonista, marcado por el lucro, y la arrogancia científica con que nos desenvolvemos. Hay mucho de intolerancia y de arrogancia en la cosmovisión substractiva del individuo que emana del modernismo, que achaca impunemente a su complejidad y significado el enaltecimiento de un colectivo cuyos integrantes, día a día, se sienten cada vez más solos, minusvalorados y perdidos. Yo, en particular, no soy monista, no de ese modo: simplemente soy ateo y en absoluto irreverente hacia el hecho religioso. Soy consciente de que tampoco las ciencias son capaces de responder a todas las preguntas que ejerce la mente humana, sobre todo cuando muchas de ellas escapan al objetivo de buscar respuestas con la observación y el razonamiento. Mas algo de razón tienen los teólogos al criticar de ese modo al hombre moderno: los ateos no han sabido escapar a su propio conjunto de opiniones (que no creencias), cada vez más y más superficiales e innecesarios, y con ello el ateísmo ha devenido parte del paisaje. Paisaje, sí, mas sin la imponencia y excelsitud que atesora el entorno que los ateos dicen poder explicar sin necesitar de un dios que lo haya creado.