viernes, 1 de marzo de 2024

De baldomeros y europeolvidos

Baldomero tiene por afición acabar con la vida de todo aquel que lo importune. Es una afición horrenda, escandalosa, pero al parecer no lo suficientemente siniestra como para verse obligadas nuestras elites políticas a tomar cartas en el asunto. Unos argüirán señalando que en Rusia, desde el principio de los tiempos, es decir, mucho antes de los delirios leninistas-estalinistas y por descontado muchísimo más antes de las actuales aberraciones baldomerianas, todo esto de matar opositores es cosa intrínseca a su carácter de oso casi polar, como tiene el desdichado país siberiano, donde el tipejo este (y cuántos tipejos proliferan por el mundo, hay que ver) le ha sustraído a Alexei Navalni aquello que era intrínsecamente suyo, es decir, la vida. El putinesco mandamás de ahora aún no ha aniquilado a millones de compatriotas suyos (porque, oiga, matar enemigos extranjeros igual tiene un pase en una guerra, pero aniquilar a los propios ya es demostración de amor hacia el pueblo que avasalla), como sí hizo el otro enano aquel georgiano que nombrábamos un poco más arriba. Pero si le dan tiempo, y ojalá que no tenga ninguno, lo mismo se lo piensa: ¿acaso no son rusos y ucranianos casi hermanos? 

Salvo en la etapa de Boris Yeltsin, con su simulacro de democracia a la rusa, y parcialmente en la anterior de Gorbachov, en Moscú, y otras capitales del susodicho país, siempre ha gustado eso de matar disidentes. Pero lo de Baldomero es de traca, por aquello de que el país siberiano ya no se llama URSS, que equivalía a muerte y destrucción incluso para los comunistas occidentales (salvo alguno despistado). Ahí están los asesinatos de Anna Politkóvskaia, a balazo limpio; de Aleksandr Litvinenko, con polonio sin adulterar; de Mikhail Beketov, por las secuelas de una paliza que le dieron sin contemplaciones. Como ahí quedan los cientos y miles de encarcelados por algo tan natural como disentir y proclamar lo contrarios que son a las prácticas baldoméricas. Todo esto es bien sabido. Por tanto, retomo el debate inicial: por qué la Unión Europea, tan proclive a salvar animalitos y valles y ríos y atmósferas, no hace absolutamente nada para pararle los pies al putinesco enano. 

Vaya pregunta más estúpida, se dirán, mientras el olvido de la guerra ucraniana prosigue su molienda lenta y, al parecer, inatajable. Dos años llevan combatiendo los ucranianos contra los infinitos ejércitos rusos y contra la indolencia occidental. Esto de las causas nobles y justas solo posee relumbre las primeras semanas, meses todo lo más. Luego se pierde indefectiblemente la refulgencia y la pasión, como en los matrimonios una vez experimentada la luna de miel, porque a esto de las catástrofes ajenas le sucede como a los amores una vez que se institucionaliza la convivencia: que se vienen abajo incluso antes de comenzar. Cómo molestan las cosas malas que suceden en el mundo cuando les sucede a otros. Nada mejor que aliviar las consternaciones con buenas dosis de olvidanza. Pero, ojo, que no se les retribuye con generosidad a los mandamases y funcionarios para que actúen como nosotros. Entre sus responsabilidades se encuentra la de no desfallecer, como no desfallecen en su empeño de convertir Europa en una ruina agrícola o energética. 

No me interesa saber a cuántas personas va a matar Baldomero en lo que le reste de vida, que espero que sea muy poco (y muy pocas). Me interesa mucho más de qué manera esta Europa nuestra va a seguir mostrando no solo interés, también decisión, en acabar con ese imperio de terror en que el putinesco personaje ha convertido su extenso, frío y no bien entendido país