Cuántas veces ha quedado escrito. El indocto cum fraude no gobierna. No lidera. No negocia. El indocto cum fraude maneja, ordena e impone. En su peculiar ajedrez de supervivencia, todas las piezas son sacrificables salvo él mismo (quiere ser el rey, pero con mayúsculas). Incluso la reina, su reina, la Begoña corneada, es prescindible. Su vida se reduce a una obsesión: el poder. El poder es algo con lo que jamás contó. Se sabe un don nadie. Se sabe limitado.
Siempre hubo mejores candidatos. En un PSOE abrasado ante la figura emergente de una lideresa andaluza de igual ínfima valía, y vindicando un espacio de confrontación irresponsable hacia quien entonces ocupaba el palacio que él ni tan siquiera soñaba con ocupar algún día (me refiero al pontevedrés vago de solemnidad que ni arrestos tuvo para hacer bien su despedida), el indocto enarboló la exaltación de sus partisanos y las masas sociatas lo auparon. Las masas pro sociatas lo votaron. Votaron en favor de una obsesión: la permanencia en el poder. Con la pandemia ya dio suficientes muestras de su incapacidad y falta de talento. No importa.
Muchos sociatas que un día le aplaudieron, ahora sienten un sudor frío en la nuca. Barones, líderes regionales, aspirantes a correveidiles… Ante el amo del poder absoluto, en el feudo donde hace y dispone según le dicta el capricho, la sumisión ha de ser (y parecer) inquebrantable. El poder absoluto solo se conforma con servidumbres igual de absolutas. Si alguien osa desafiarle: purga, humillación, destierro político. Lo saben en Aragón. Lo saben en Andalucía. No importa, tampoco. Hay turiferarios de sobra en el feudo para seguir aplaudiendo. En presencia, y en ausencia, del indocto cum fraude, no hay debate, no hay escrúpulos. Solo silencio y, tal vez, espera. Quienes sueñan con tiempos mejores, pueden esperar sentados. El indocto es una estricta cuestión de conveniencia.
Conveniencia, sí. Porque, en el fondo, el amo no es él. Si el indocto es amo de algo, lo es tan solo de la sumisión de los suyos y el desprecio a su partido. No puede ser amo quien solo es marioneta. El amo es un titiritero. Un tipo fugado en Waterloo que, con solo siete votos, número mágico, ha convertido la ambición del inútil y no muy inteligente indocto en su más leal siervo. Casi parece un perro. En ese caso, diríamos que es un indocto canino. El titiritero es un hombre que traicionó a los suyos para reinventarse como exiliado. Y es quien ahora maneja los hilos. El indocto no se resiste. No sabe. No puede. Tampoco quiere. El indocto se pliega a las exigencias del titiritero porque que sabe que su destino pende de los hilos que sujetan sus brazos, sus piernas, incluso su cabeza (porque dentro no hay nada, salvo avaricia y ambición).
Cuándo un chantaje político fue tan obsceno. Cuándo un presidente se vio reducido a ser vasallo de un prófugo. Cuándo una felonía devino en tanto poder... para el de Waterloo: el verdadero y genuino puto amo.