Dicen que vivimos en libertad, en una sociedad libre donde cada cual puede pensar lo que quiera. Faltaría más, añadirá alguien: el pensamiento era, por ejemplo, el único reducto de libertad que poseían los esclavos. Yo muchas veces pienso que este mundo es un dislate y que ese asteroide del tamaño de un coso taurino que ha decidido estrellarse contra el planeta representa una ocasión propicia para mandarnos a todos a freír espárragos, por decirlo finamente. Fíjense que digo "a todos", cuando realmente quise haber escrito "a los demás". ¡Tanto me molesta la gente con sus inculturas, analfabetismos, egoísmos y acomodamientos! Comenzaría por el trap, continuaría con el reguetón, seguiría con Netflix y acabaría con las juergas en la calle, por apuntar un plan de exterminio. Lo pienso porque me da la gana y porque puedo. En cierto periodo de mi vida, compartiendo pared con unos vecinos ruidosísimos de madrugada, ¡la de veces que me ensañé en las profundidades de mi pensamiento con ellos! ¡Qué notable ejercicio para la imaginación asesina más abyecta! Y qué bien me sentía...
Luego pensar, no está en entredicho. Es opinar, lo controvertido.
Imagino que hay gente por ahí, que no me lee, que no cree que vivamos tiempos de censura y persecución ideológica. Tal vez porque solo los islamistas extremos se empeñan en desarrollar y realizar formas de opresión tan aniquiladoras como son mis pensamientos en relación con los convecinos. La excusa perfecta para el advenimiento de esta era censoria es la protección de las sensibilidades ajenas y la dignidad de unas minorías sobreestimadas. No está mal el juego. En la creencia que el pensamiento de uno mismo es, realmente, el fanal que conduce a las naos perdidas al puerto, y que la confrontación dialéctica resulta insuficiente para mantener viva la llama iluminante, las masas se han acogido al señalamiento y la cancelación como formas inermes con las que eliminar (sí, eliminar) cualquier disonancia.
Europa evolucionó hasta superar la finura artística e intelectual del mundo árabe, allá a principios de la edad moderna, precisamente porque en aquella aparecieron voces que pretendían negar y cambiar los preceptos establecidos, mientras el islam siguió manteniendo la uniformidad en el pensamiento de todos sus fieles. Me pregunto cuánta gente, de entre los ensañados señaladores, han mostrado siquiera una ínfima porción de conocimiento de la historia. La libertad de expresión no es un privilegio. La posibilidad de disentir, de debatir y de confrontar ideas es lo que permite la evolución del pensamiento y el progreso de las sociedades. Lo de acordar que ciertas opiniones son inaceptables no por su falsedad, sino porque incomodan a quienes ostentan el control de los discursos, es una réplica estúpida de aquello que inhibió el progreso de algunas civilizaciones (y que, aun hoy, lo siguen inhibiendo, cuando no haciendo retroceder a dichas civilizaciones a tiempos muy pretéritos).
El peligro no es generar controversia. Es silenciar la causa de la controversia. Lo llaman regular el odio o la desinformación, pero todos sabemos que es falso (incluso quienes así se pronuncian). Es simple censura arbitraria. Y ocasiona autocensura en una parte importante de quienes querrían expresar una opinión contraria. Las ideas se combaten con ideas, no con prohibiciones. La creencia de que ciertas posturas son tan peligrosas que deben ser erradicadas solo demuestra una absoluta falta de confianza (en realidad, es analfabetismo) en los propios argumentos. Por descontado, el Estado no debería legislar sobre sentimientos ni erigirse en árbitro de lo que se puede o no se puede decir. Pero, claro, se preguntará usted, ¿entonces a qué se dedicarían los políticos que se creen los fanales de que hablaba más arriba?