Los espectáculos de fin de año son infumables episodios televisivos que, al menos para mí, solo disponen de la utilidad de sincronizar a todo el país mientras sus ciudadanos degluten doce uvas al son de doce campanadas muy, muy lentas. Mi hermano, en este último que incurrió en acabarse, como todos los anteriores, sintonizó la cadena esa donde una tipeja más bien fea (aunque creo que la contratan por guapa y tener buen tipo: será que me vuelvo viejo, porque no me parece ninguna de las dos cosas) se despoja ante las cámaras de un envoltorio extravagante para exhibir un ropaje de exigüidad aún más grotesco. Como andaba yo más en el intento de tratar que mis hermanos se atragantasen con las uvas o, cuando menos, que se añusgasen con el cava, tampoco le di mayor importancia, como tampoco atendí a lo que decía en un momento dado. Con ello quiero significar que me perdí lo del timo de la estampita que, en la cadena pública, una artista pergeñó en directo para provocar la hilaridad del personal haciendo que Jesucristo tuviese aspecto de un animal caricaturizado que, me suena, se empleaba antaño en otro de esos programas insufribles de la tele. Me acordé, al leer esta noticia tan poco noticiable, de que ese programa infecto del concurso lo presentaba un señor que también era contratado para anunciar las dichosas campanadas de la Nochevieja. No he leído, ni escuchado, por supuesto tampoco visto, la intervención de la señora que sacó a relucir la tarjetita vacuna, pero sí un gran número de comentarios en los que se vilipendia a la señora por aquello de estar entrada en carnes (gorda, que se decía antes) al mofarse y befarse de la fe de los fervorosos.
Sé que, entre mis caros lectores, hay un buen número de creyentes e incluso de eso que se decía practicantes sin referirse a pincharte con una aguja hervida para inyectar un medicamento que maldita la gracia que hacía. Pero también sé que no se van a ofender si les digo que lo último que habría que hacer es indignarse por manifestaciones de irreverencia hacia el cristianismo, porque con cada repudio, la exhibición de burla hacia lo católico o lo cristiano añade un ápice más de heroicidad a la gesta de quien la realiza. Y no se trata de eso. Yo me suelo burlar no de Dios, sino de las prácticas y rituales cristianos, todas las veces que puedo. Mi madre, que de tanto rezar e ir a la iglesia bien podría haber sido canonizada, no se lo tomaba a mal. Justamente lo que no hago es ofender con severidad y rigor las creencias en Dios, en Jesucristo o la Virgen María, y de hecho me declaro combativo con los ateos que, por creerse superiores en altura moral o filosófica, se creen con derecho a injuriar o denostar a quienes sí creen o profesan la fe en Dios o Yahvé o Alá o lo que sea. Por eso, pido a mis tales carísimos lectores, que admitan que lo de la estampita con mascota de producto para teleconsumo, no tiene nada de particular. Se exponga con las uvas o en el concierto de Año Nuevo. ¡Coño!: nos quejamos de lo quejicosos que son muchas minorías (sobre todo las del abecedario interminable), que andan siempre dando vueltas y denunciando a lo fóbicos que somos todos con ellos, por hacer chistes de gordas, de ciegos, de maricones o de perroflautas, y resulta que, cuando toca reírse con lo nuestro (lo suyo), nos ponemos muy dignos igualmente. Pues no.
Además. Insultar al cristianismo es como patear a un perro viejo: no responde. Y sí, es cierto que es una dinámica profundamente hipócrita. Ha cundido mucho la alternativa de que la artista entradita en carnes (mucho más guapa que la del vestidito estrambótico) hubiese tenido arrestos suficientes para mostrar una lámina con Mahoma, pero ese argumento no me vale. Lo primero, porque el día de San Silvestre, el 31 de diciembre, es el fin de año de la era cristiana, no de la islámica (esto significa que aún se puede hacer una burla similar el 29 de junio, cuando dé inicio el año islámico en su mes de Muharran). Y lo segundo, porque no tiene nada de cobarde huir de una confrontación no deseada con tipejos musulmánicamente ultramontanos que, en un cruzar de cables, lo mismo te pegan dos tiros que te rebozan en gasolina y luego prenden fuego. Si el cristianismo se ha domesticado y tiene a bien poner la otra mejilla, al menos tengamos la coherencia de admitir que, puesto que los creyentes no combaten la herejía con armas o palos, son presa más fácil para los chistes que aquellos que sí tienen a bien mostrar el camino más corto al Yahannam (y créanme, de existir, es mucho mejor territorio que la Yanna, porque en este último se supone que van a parar todos esos islámicos piadosos y mártires de las bombas en el pecho o los atropellos masivos). En fin: que es más fácil golpear a quien pone la otra mejilla que desafiar a quienes han convertido la violencia en un método de censura. Eso es así y así hay que aceptarlo. A lo de Charlie Hebdo de hace diez años (una revista que yo jamás compraría, por cierto) se reaccionó con una mezcla de indignación y temor, pero rápidamente cayó en el silencio. Las víctimas fueron recordadas, pero las caricaturas dejaron de aparecer. Muchos lo consideraron una retirada estratégica.
Los ataques a la civilización occidental, que es la nuestra, no se limitan al ámbito religioso por parte de quienes tienen mayor o menor talento en zaherir a los cristianos (a mí me gustaban mucho los chistes de curas y mojas cuando era mozalbete, ya ven). En el Reino Unido, esas bandas de violadores de origen paquistaní constituyen una de las mayores lacras de la historia reciente de Europa. Durante años, miles de niñas han sido sistemáticamente explotadas sexualmente mientras las autoridades (británicas) miraban hacia otro lado, tal vez por temor a ser acusadas de racismo. Por ahí se lanza a tumba abierta la decadencia moral de nuestras élites. El multiculturalismo, entendido como aceptación acrítica de cualquier práctica, por bárbara o criminal que fuere, es el escudo bajo el cual se esconde la cobardía institucional. ¿Verdad, Francia?
El islamismo, entendido no como una fe a la que respetar (la única, al parecer, que merece esa consideración) sino como fuerza político-religiosa, es una contradicción interna que Occidente ha permitido arraigar bajo el pretexto de la diversidad. No sé si por miedo a los yihadistas o por no querer debatir las arduas defensas que hacen los muyahidines de su religión (admito que ese tipo de discusión, que a mí me encanta y que siempre abro cuando me encuentro en países árabes o musulmanes, produce indolencia en el ciudadano de ahora, más interesado en el fútbol y el netflix que en nada intelectual), pero conozco a muy poca gente en Europa que no haya tolerado antes o después las ideas y prácticas abiertamente contrarias a los valores de la libertad individual, la igualdad entre los sexos y la democracia, valores todos de nuestra herencia judeocristiana, no de la islámica. Mientras seguimos debatiendo si los cristianos tienen derecho a sentirse ofendidos, en Irán las mujeres arriesgan sus vidas por quitarse el velo.
La civilización que una vez lideró la revolución científica, cultural y social ahora prefiere caminar de puntillas, temerosa de ofender a los intolerantes, lo cual es una exhibición portentosa de vagancia y decadencia. ¿Qué se puede esperar de una sociedad narcotizada con el Instagram, los disfraces de Halloween o el analfabetismo funcional? Podría decir que es hora de recuperar nuestra dignidad, de recordar lo de la libertad de expresión, la igualdad y los derechos individuales. Pero me temo que esa hora feneció el siglo pasado.