Ahora que Donald Trump, para su segundo mandato, pretende adquirir Groenlandia a los daneses o dar por zanjada la guerra en Ucrania en un solo día (será un jactancioso, pero su bocaza tiene por costumbre soltar las cosas bien claritas), yo le aconsejaría que incluya entre sus ambiciosos proyectos el derrocamiento del régimen despótico y sanguinario de Nicolás Maduro en Venezuela. Me da lo mismo si para ello emplea la diplomacia o las tropas de asalto. Lo digo en serio.
Hace unos pocos días, el autobusero (o metrero, ya no recuerdo qué era antes el criminal abigotado éste) asumió manu militari su tercer mandato después de celebrar elecciones y publicar fraudulentamente los resultados que le beneficiaban. Todo ello, por supuesto, con el respetuoso silencio del cretino de Zapatero y los guiñitos de los no menos ineptos ministros y presidente de nuestro Gobierno (tentado he estado a escribirlo con minúscula). Las elecciones las ganó, con total claridad, Edmundo González, a quien exiliaron forzosamente ante el embajador de España (cómo no) al tiempo que amenazaban a su familia aún residente en el país sudamericano. Edmundo González fue el oponente del tiranuelo porque, habiendo modificado la ley electoral -además de otras leyes- a su antojo (¿a qué me sonará esto?), inhabilitó a la líder opositora María Corina Machado en toda participación electoral y hubieron de recurrir a don Edmundo para poder confrontar al del bigote con cara de merluzo.
Hasta el momento, varios miles de presos políticos se encuentran encarcelados en las prisiones de Maduro, la propia Corina Machado ha de vivir en la clandestinidad, y se calcula que al menos una decena larga de millones de venezolanos han huido de su país, lo que representa una cuarta parte de toda su población. La inanición aqueja a varios millones de venezolanos y la criminalidad es, posiblemente, una de las mayores del mundo. Es, por tanto, con total lógica, el espejo donde mirarse Podemos, Zapatero, Sánchez y demás fiestas de guardar (de guardarse de ellas).
Trump impuso una serie de sanciones económicas a Venezuela durante su primer mandato. Pero no funcionaron. Las medidas coercitivas nacidas de lo económico y mercantil difícilmente tienen éxito en un mundo con más trampas y puertas que un mal burdel (miren, si no, cómo le afecta a ese otro dictatorzuelo de escasa estatura, el señor Baldomero Putin). El gobierno buenista del gagá Biden también impuso sanciones, más suaves, eso sí, y tampoco tuvieron éxito. El consenso mundial (salvo por los de siempre: Corea, India, China, Rusia, Irán) sobre la fraudulencia de las elecciones en las que el del bigote se ha autoproclamado vencedor, no parece que haya sido capaz de mover sensibilidad alguna en los países que dicen querer derrocar al déspota del estado narcotraficante. La droga, hay que dejarlo bien claro, es el origen del dinero con el que el tiránico conductor de autobús riega las voluntades de sus altos mandos militares, razón por la que le son fieles. Al menos los que están ahí, lo son. Improbable que ninguno de ellos le descerraje un tiro en medio del bigote.
Trump es el único que puede ordenar una intervención militar estadounidense en Venezuela para derrocar al tirano. Hechos parecidos ha ejecutado en el pasado, sin ir más lejos, en 1990, cuando entró en Panamá para derrocar a Manuel Noriega. Pero salvo a podemitas, sanchistas y Zapatero, dudo que nadie sostenga que una acción belicosa en un país caracterizado por ser un régimen criminal constante, fuente de drogas, emigración masiva e influencia iraní en el continente americano, no es necesaria. ¿Qué más se necesita? Roba las elecciones, mata y amenaza a los oponentes, apalea a su pueblo. Por cosas así, Europa y Estados Unidos montaron una guerra para eliminar el nazismo.