viernes, 30 de agosto de 2024

Los leones salvajes del Caribe

A finales del siglo XVI, León era una provincia con dos capitales, Oviedo y Ponferrada, que se extendía desde una diminuta provincia de Zamora (de la que Toro estaba desgajada por ser exclave) hasta el mar Cantábrico, salpicada por territorios que formaban parte de la provincia de Valladolid. De entre todas las provincias leonesas ahora integradas en Castilla y León, Salamanca destacaba por extenderse hacia casi la bahía de Cádiz (que entonces era la provincia de Sevilla) y Córdoba, atrapando la hogaño Extremadura y segando a tajo a la pequeña Ávila y la grandiosa Toledo. Para los que somos charros, de nacimiento, temprana o tardía adopción, aquella sí era una buena organización territorial. Luego, en 1830, nació el mapa provincial y regional que todos los ahora ya maduros ciudadanos aprendimos en la escuela, aunque muchos no se acuerden: La Rioja no existía, tampoco Cantabria, porque ambas formaban parte de Castilla la Vieja; Madrid, de la Nueva; León estaba aparte; Albacete formaba parte de la región murciana...

Allá en mis añoradas Arribes, nadie hace caso a las pretensiones de una exigua minoría (y un enloquecido Pesoe) por constituir León en una nueva autonomía desgajada de Castilla, aprovechando no sé qué dialecto que allí nadie habla (ni falta que hace) y un narcisismo nacido en la geografía política de los libros de texto de la temprana EGB: quiero decir, de los niños. Como suena. Tuve en el pueblo un amigo (porque ya no lo tengo, le perdí la pista tras mi desposorio, al cual fue invitado) que se presentó a unas elecciones autonómicas como candidato de la Unión del Pueblo Leonés (UPL), imagino que por hacer la gracia y sentirse gracioso, porque ni siquiera se votó a sí mismo. El sofismo era de lo más simple: Castilla y León no podían permanecer juntas porque, estándolo, se perdía toda seña de identidad regional de uno y otro antañones reinos. El sentimiento nacionalista de lo leonés surgía, por tanto, de un oscuro pozo sin iluminar, tan oscuro y tan falto de luces, que no había dos proleoneses que acertaran en una sola frase cuando soltaban sus (en muchos casos, contradictorias) proclamas. Luego ya hemos visto a lo que conduce el nacionalismo: a parir gañanes en Galicia (tierra de textiles panterráqueas), arruinar el Quebec, irrelevar las Vascongadas, y crear lo de Cataluña, que no hay quien lo entienda ni lo asuma. Pero entonces a los proleoneses aquello les parecía muy digno y necesario, tanto que en la propia Salamanca se creó una contracorriente para expulsar a León y dejar a zamoranos y salmantinos unidos tranquilamente a sus amigos castellanos.   

Será que allá no tenemos sentimiento regionalista porque preferimos mirar a nuestra vertiginosa Historia, algo que los demás ni tienen ni, tal y como va, tendrán jamás por mucho que les pese a los del terrorismo, el escapismo, el republicanismo de siete minutos, los gañanes de bar sin pulpo a feira o a los idiotas por doquier que nunca faltan. Los tontos no escriben la Historia: la Historia escribe la suya a ellos. Fue un zamorano, y anarquista para más señas, quien concibió el himno de Madrid (ese que nadie sabe cuál es), ejemplo de territorio con y sin bandera (porque tampoco nadie se acuerda de ella) y con un sentimiento autóctono tan vigente y contagioso que cualquiera, provenga de donde proviniere, inmediatamente se siente uno más, así mantenga dentro todas sus atávicos y sentimentaloides infectos regionalistas o nacionalistas. "¿Catalán? No pasa nada. Tómate otro gintonic, a este invito yo que tú ya sabemos que no pagas nada". En el fondo, madrileños y castellanoleoneses, y extremeños, andaluces, murcianos, e incluso levantinos, lo que somos es patriotas, ese género cinematográfico de lo horripilante que llena de gritos las almas secesionistas y comunistas y, ahora tambien, las pesoesanchistas. 

Ay, León. Para leones salvajes, mejor los del Caribe. ¿Verdad? Yo aún me acuerdo del anuncio, hoy tan wokizadamente denostado.