viernes, 30 de diciembre de 2022

Año Viejo

Recibí la semana pasada un correo tardío, apresurado y confuso, cual aldabada a destiempo, informando de que me estaban buscando y no había sido encontrado. Algunos de la promoción de Físicas del 92 decidieron que convenía reunir en septiembre, treinta años más tarde, a los antiguos compañeros. Muchos dejaron sin respuesta la convocatoria. En mi caso, no la recibí. Ignoraba que esto de ser hallado resultase tan difícil. Pensaba que pasaba justo lo contrario. Pero no, el cada día más repetitivo gúguel solo entresaca obviedades, idénticas unas a otras. Prueben con una receta de cocina cualquiera: parecen escritas todas por la misma persona y en el mismo momento, e incluso los acompañamientos narratorios son estúpidamente manidos. Los caminos actuales del conocimiento pasan por trillar todos el mismo trigo, una y otra vez, bajo el mismo sol, ante el mismo horizonte. No me digan que no es aburrida la modernidad que sucede en las pantallitas que iluminan los rostros indolentes. Solo es distinto lo que sucede fuera cuando aún no ha arribado a las indexaciones del cuatro o cinco ge.

Les estaba contando que no fui encontrado. A algunos de mis compañeros siempre los tuve presente. Pero jamás traté de advertírselo. Para qué. Una vez, hace tiempo, promovido por un impulso de hermanamiento capaz de trascender las primaveras, quise reunir a la antigua pandilla del teatro y solo me topé con desconocidos que recordaban aquellos tiempos de bambalinas como una evocación de otra vida a la que no se debía conceder notoriedad alguna. Deduje que tenemos mucha prisa por cruzar los umbrales de cada nuevo año: es algo parecido a aterronar las cárcavas del camposanto, salvo que el finado no es otro que nuestro pasado, que ha de quedar bien sepultado, no vaya a escaparse. Y así, ante preguntas sobre cómo la vida nos ha llevado tan lejos, y las parvas y mendaces explicaciones con que nos respondemos nosotros mismos, se va construyendo un catecismo repleto de mitología rudimentaria. 

Si hasta ayer me daba igual dónde quedaban mis compañeros de promoción, hoy, que he sido buscado y finalmente descubierto, no dejo de pensar en lo que han alcanzado y en la suerte que habrán sabido manejar hasta aparecer en una fotografía repleta de calvicies y arrugas sonrientes, festejando el reencuentro. Recuerdo muy pocos nombres, pero eso es lo de menos. Entonces éramos jóvenes y ufanos, y las vidas, columbradas en lontananza, no estaban construidas. Mañana habrán pasado treinta años, con todo lo que ello significa.