viernes, 29 de julio de 2022

Acaba julio

Finalmente surge el sol sin emboscarse en el pulverulento horizonte. Se manifiesta tal cual es su carácter: redondo, amarillo, digno, ensoberbecido de poder porque se sabe fuente de vida. Ese otro sol de días atrás, anaranjado, fulguroso, atemorizante por su indiscriminado calor canicular, ha proporcionado innúmeros padecimientos. No solo en el cuerpo. En mi pueblo se han agostado las huertas, tornan menos feraces de lo habitual y andan todos lamentando lo poquito que han de obtener de ellas este verano (si les digo la verdad, es una queja que se repite todos los años, da igual el motivo). 

Queremos veranos de calor apacible, que permita baños de sol sin achicharrarnos, y dormir fresquitos, y disfrutar plenamente del mundo natural. La canícula agobia y llevamos mal los agobios que escapan a nuestro control y entendimiento. De ahí a tornar la vista en busca de culpables media un paso. No juzgar las situaciones nos hace sentir desvalidos e inseguros. Quemar brujas o ejecutar salteadores era poco más o menos lo mismo. Ahora hallamos respuesta en el calentamiento que asola el planeta y siempre pensamos que la causa son los coches, los capitalistas y los chinos, que todo lo ensucian sin pudor. Creemos que estamos cambiando el clima a pasos agigantados y que eso es la causa de todo: de las gotas frías, las nevadas árticas, los tornados. Guarda mucho parecido con el apocalipsis. Alguien ha recordado recientemente que, en los primeros años 60, se registraron en España temperaturas de cincuenta grados. Todo existe desde antes que tuviésemos capacidad de sentenciar.

Ya hice la maleta. Suelto en el pueblo al enano (que está ya muy alto) este fin de semana. Yo seguiré trabajando un poco. Hubiese preferido solo pedalear. Estos días de atrás he visto ciclistas circulando a las cuatro de la tarde bajo 41 grados sobre el asfalto. Los hubiese atropellado, por suicidas. Luego dirán que no pueden en otro momento (antes agonizar que permanecer en la sombra). El calor ablanda el seso, estoy seguro. Además he de recuperar rutina escritora (las rutinas son buenas, créanme) y un silencio distinto para la lectura: el silencio de mi terruño en el estío, aplome o no. Ambos se complementan muy bien. En un rincón del salón de la casa familiar, donde solía reposar mi padre, espera un sillón donde poder leer y poder escribir y pensar a lo largo de todas esas horas muertas en las que el sol, tan digno siempre, impide salir afuera, donde el clima cambia y todos se culpan entre sí por haberlo provocado.