viernes, 22 de julio de 2022

Llamaradas eternas

Antes de la existencia del ser humano, el fuego estuvo arrasando bosques durante 360 millones de años. Nada lo detenía. Hace diez mil años, en el Neolítico, la agricultura cambió la forma de vida del homo sapiens y, con ella, incrementó sus posibilidades de supervivencia. Surgió la ganadería y comenzamos a cuidar de la tierra. Y a extinguir los incendios que arrasaban con todo. 

Antaño mi pueblo hormigueaba vida por los cuatro costados. Una infinidad de trochas daban acceso a cualesquier partes del término. En verano, una chispa de tractor o de segadora podía prender la mies y originar un fuego, pero tales conatos eran extinguidos con rapidez por quienes se encontraban faenando en las proximidades: se los temía por ser muy peligrosos. Complicados resultaban los incendios declarados en el monte, donde no llegaban los arados. A ellos acudía el vecindario entero hasta su total extinción. Estaba el monte limpio y desbrozado porque aquella limpieza era parte intrínseca del arte agrícola. Mi pueblo ahora son cuatro viejos que apenas pueden extinguir el fuego de su chimenea, parcelas enormes sin trabajo ni limpieza, y una plomiza sensación de vacío por todas las costuras. Antes, cuando traspasábamos los límites de la dehesa charra, veíamos con asombro que afuera todo era distinto. Los tractores, las cosechadoras, las enormes paneras, anticipaban un mundo rural moderno, activo, sustrato de una España que se alejaba del pasado, no como nosotros. Pero ese mundo activo no creció nunca porque las ciudades y las costas no dejaron de asumir vivientes del interior. Y en esas llegaron los grandes fuegos.

Hogaño el mundo vira incomprensiblemente hacia una ecología de salón y senderismo. Al mundo rural se lo tilda poco menos que de cavernario porque dejan a los perros sueltos y encima les gusta la caza y las reses bravas. Quienes permanecen siguen despejando dehesas y montes cuando se lo permiten. Les prohíben abrir caminos o cortafuegos e incluso combatir al lobo, devenido símbolo de lo natural: las reses de bovinos, ovinos y porcinos, además de tirarse pedos e incrementar el efecto invernadero, producen carne y eso es malísimo para la salud. Nadie escucha la voz del campo. Solo la de jovencitas repelentes, quienes, gran contrariedad, se erigen salvaguardas de un planeta sobrecalentado por lo urbano (la némesis) y que acabará ardiendo entero por desidia, como cuando ningún bípedo caminaba por el mundo. 

En mi pueblo, estas cosas se zanjaban con un “dónde vamos a parar”. Ahora ya lo sabemos.