viernes, 28 de noviembre de 2025

Adiós, Singapur

Singapur hay que contemplarlo como se observan las conchas surgidas en la arena dela playa. Con fascinación. En sí misma, esta ciudad-estado es como un sorprendente estallido de vitalidad sobre la humedad sempiterna del ecuador. 

En Singapur nada es fruto del capricho. Cada una de las avenidas (inmensas) y calles (modélicas) transpira la antigua voluntad de hacer que los seres humanos se conduzcan con orden y concierto. Cada jardín (y hay unos cuantos) es un pacto firmado por la luz del sol con la selva para que ésta se deje domar sin destruirla. En las ciudades occidentales solo hay orden y armonía en las exiguas herencias arquitectónicas del pasado: lo demás es un desbarajuste de colosales proporciones motivado por la dejación sempiterna de unos políticos (los alcaldes y concejales) a quienes jamás pasó por la cabeza pensar que, sin ese orden arquitectónico, al final las ciudades son un desbarajuste. Tal  desorden les dio ingresos y, por un tiempo, mantuvo las arcas llenas. Luego pasó y quedó el libre albedrío como manera de dignificar la mediocridad.

Vivimos un mundo consumido por los discursos inflados y por las excusas que anteponemos a toda dignidad. Singapur recuerda al orbe entero que el progreso también es un retoño al que se puede imponer una reglas, las del rigor y el sudor. Esta pequeña nación jamás invocó consignas ideológicas para acordar que todos sus ciudadanos se regirían por derechos y deberes nítidos, y leyes idénticas para poderosos que débiles. Puede sonar añejo decirlo, y tal vez lo sea, pero en Singapur la autoridad es una demostración de respeto y de acatamiento del orden establecido. 

Singapur, salvo por la selva que todo lo sumerge, es sobria. Algunos lo critican. He llegado a leer que el gobierno de esta ciudad-estado mantiene una compostura digna de la mejor regla monástica. Y es cierto. La disciplina se encuentra por todas partes. A nadie parece molestar esa aparente rigidez: la convivencia funciona y todos se benefician de ello. La libertad que tanto nos gusta proclamar, flor delicada que en muchos casos confundimos con la conveniencia, se manifiesta en esta ciudad-estado con una calma férrea que ha trascendido los propios planteamientos mundanos de quienes en ella moran.

No se trata de un paraíso perfecto. En puridad, ningún territorio humano lo es. Exige ese tipo de sacrificios que buena parte del mundo restante no quiere ni asumir ni plantearse: responsabilidad personal, constancia... En el mestizaje de sus razas y credos, ninguna particularidad (china o musulmana, europea o católica) trata de imponer su dogma. Y mientras muchos otros Estados se pierden en el espejo de la identidad y demás relatos simbólicos (e inventados), Singapur avanza con firmeza porque parece haber encontrado la fuente de la sabiduría: saber hacia dónde quiere orientarse. Por las calles no se percibe ninguna borrachera de símbolos o proclamas estúpidas, siempre egoístas o xenófobas o simplemente repugnantes. Diríase que ha comprendido (hace tiempo) algo que Europa parece haber olvidado (igualmente hace mucho tiempo), y no es otra cosa que ser consciente de que el futuro no se construye con interminables letanías sentimentales.

El milagro económico de Singapur, con todas sus contrapartidas, destila cierto aroma a satisfacción. En ella se ha consumado un estilo de civilización construido con enorme paciencia, siempre deseando lo mejor para sí misma y su destino. Es la razón por la que muchos contemplan a Singapur con tanta admiración como recelo. Y esa razón es que Singapur funciona. Y funciona porque ha preservado una verdad muy antigua que el mundo contemporáneo ha sepultado bajo inmensas toneladas de ruido, de olvido interesado, de historia tergiversada, de afinidades ideológicas. El orden de las cosas es lo que logra que el progreso sea sostenible. Los mismos que recelan de ella, que defienden en sus terruños una visión de la sociedad decididamente decadente, cuando vienen a Singapur abrazan sin ambages las premisas que rehúyen en sus países de origen. Qué fácil es profesar el buenismo social partiendo de la base de que cualquier cosa sirve, aunque no sirva para nada.

Me voy de Singapur. esta vez ya definitivamente. No creo regresar en breve, y tal vez nunca más lo haga. Seguiré pensando, hasta el fin de mis días, que Singapur no es realmente una ciudad-estado: es una ciudad-palabra, ciudad-compromiso, ciudad-futuro. Y cuando contemple la lluvia de primavera en España, pensaré con añoranza en las torrenciales tormentas que impiden a los edificios alcanzar el cielo mucho antes que los árboles.


viernes, 21 de noviembre de 2025

Fiscales a la huida

El esperpento de la actuación del (ya pronto) ex Fiscal General del Estado como artífice necesario de una escaramuza orquestada en la más amplia batalla del Gobierno contra su más terrible contrincante (una ayuso que siempre ha amenazado la imperturbabilidad del indocto que nos desgobierna), solo podía acabar de una manera: con más esperpento aún. Si todas las anteriores fases de esta refriega han revelado cuáles son las posiciones morales, políticas y judiciales de unos y otros, las que se avecinan, con una izquierda saliendo en tromba a oficiar de garantes de su estricto orden interno incluso con todos los elementos en contra (una sentencia del Supremo es algo demasiado importante como para no tenerlo en cuenta), va a convertir el majadal fétido del desgobierno actual en un lodazal donde rebozarse en la mierda (con perdón) será la nueva normalidad (palabro ambivalente, como cuando la pandemia y las mascarillas, con el que designar lo que unos quieren y el Gobierno no).

Nuestro presidente pudre cualquier institución (gubernamental, constitucional o privada) dependiente de su poder. Y las que son independientes, igualmente las quiere pudrir. Sus turiferarios (políticos, periodistas bajo cuerda, incluso elementos fácticos restantes, como los sindicatos y partidos separatistas) se vendan los ojos, tanto los de la cara como los restantes, y aplican una fuerte pinza a las fosas nasales para no percibir el hedor y la putrefacción de esos pensamientos con los que justifican su propensión a hacer de tal izquierdismo fatalmente extremista la dictadura extrema que necesitamos los restantes para no ser libres, libres de ellos. 

No tengo juicio suficiente para aseverar si dos años de inhabilitación es mucha o poca pena para el tipejo ése que fundió su cargo con su ideario político. Pero si le hubieran inhabilitado dos días, la conclusión sería la misma. Seguramente el indocto se desdiga ahora de todos los apoyos que le ofreció públicamente (qué no diría en privado), aunque primera tendrá que dejar pasar los días y su berrinche, y establezca que, por supuesto, la Fiscalía no depende del Gobierno (cosa cierta), aunque oculte que ESTA Fiscalía siempre la ha hecho depender de él. ¿Dimitirá el indocto? Qué risa. Ni acabando él mismo en la cárcel dimitiría. Ya que se erigió en dios y rey supremo, con mando sobre los jueces y los fiscales, sobre los ciudadanos y las empresas, sobre la Guardia Civil y los medios, lo menos que podía hacer es disculparse un poquito por los amedrentamientos proferidos por él y por su entorno, por los excesos verbales y de juicio (aquel "el Fiscal General es inocente, y más con lo que se está viendo en el juicio" no tiene igual en la historia de las idioteces, ya de por sí abundante en cuanto a su historia particular), e incluso por existir políticamente sobre una base extensa de putas y chaperos (las putas, de sus secuaces más íntimos; los chaperos, de su esposa y suegro), de corrupción rampante y de podredumbre moral bastante insólita.

viernes, 14 de noviembre de 2025

La inútil desgracia de mirar quinientos años atrás

Hay gobiernos que parecen haber encontrado la fórmula precisa para gobernar sin tener que gobernar. Casi mejor, para gobernar culpando siempre al pasado de las demencias que ejecutan en el presente. No es otra cosa que intentar, por todos los medios, que la Historia se convierta en el Ministerio de Propaganda. 

El caso de México puede considerarse, ahora mismo, una obra maestra de este género muy chiquito. Todos sus indicadores contemporáneos se han desplomado estrepitosamente (seguridad, educación, inversión, institucionalidad, incluso el indigenismo que defienden con la boca grande y que no sirve para proteger a las cada vez más diezmadas etnias indígenas). Sin embargo, sus líderes han decidido unánimemente que el verdadero enemigo no se encuentra en este siglo XXI, sino allá en el siglo XVI. Será que pedir cuentas a los muertos (o a sus tataranietos vivos) siempre viene bien.

El relato, tal y como nos lo cuentan, es digno de una ópera bufa. Con absoluta indignación, afirman que la conquista española fue un genocidio absoluto, que los pueblos preaztecas vivían en una armonía rousseauniana con su enemigo, y que todas las desgracias modernas (desde la violencia hasta la desigualdad) no es sino una secuela inevitable de 1519. 

No les aburriré, porque este caldo lo hemos probado ya muchas veces (algunos incluso vandalizan las obras de arte porque se lo pide el cuerpo revisionista o climático, según toque). Lo verdaderamente sorprendente es que el poder político, y no solo la izquierda occidental, que por supuesto, sino buena parte de la derecha conservadora y liberal, propugne este revisionismo como una manera magnífica de hacer terapia sin pasar por la consulta del psiquiatra. Como leer libros es una actividad cansada y aburrida, los dogmas establecidos son muy sencillos de repetir (y de inculcar),por mucho que ningún historiador serio lo afirme: la conquista fue una salvajada unilateral, a los pueblos indígenas los expulsaron del paraíso y el virreinato se cebó en ellos con una tiranía espantosa. Es una extraña liturgia, qué le vamos a hacer, pero las culpas selectivas siempre vienen en ese formato. Por eso el ejercicio consiste en flagelar a la España de ahora pasando por alto la esclavitud británica, las plantaciones francesas o el Congo belga, porque lo importante es arruinar el orgullo de sentirse español desde una perspectiva histórica. Lo cual es lógico porque, para muchos, Franco ya gobernaba cuando lo de cortés...

Lo cierto es que la conquista fue un proceso político complejo, con alianzas indígenas decisivas, un sistema administrativo que incorporó a los naturales, y un cuerpo legal —Leyes de Burgos, Leyes Nuevas, doctrina de Vitoria— que ningún otro imperio elaboró en aquel siglo. Frente al exterminio anglosajón, la monarquía hispánica desplegó una arquitectura institucional que creó universidades, hospitales, imprentas y ciudades que aún estructuran el espacio mexicano. Negarlo no es progresismo: es mala historiografía. Pero, qué más da. A quién le importa. Pidamos perdón por lo despiadados que fueron nuestros ancestros y callemos la boca, que estamos más guapos. 

El Gobierno del indocto, indoctamente, se ha plegado a los gobernantes mexicanos que saben de muchas cosas, pero ninguna importante (solo saben apaciguar a los cárteles). Su revisionismo no busca verdad, sino ser útil, vaya usted a saber para qué salvo que lo del chiste de "Franco estuvo allí" se lo crean de veras. Y el Gobierno del AMLO y su clon femenino, cargando de culpas españolas al pasado, puede permitirse vaciar el presente de responsabilidades. da igual que el estado mexicano pierda terreno frente al crimen organizado, mientras la educación retrocede a pasos agigantados y los indicadores económicos estén buceando en el lodazal. L invitación a indignarse con todo aquello que son, lo quieran o no, es una trampa brillante para que, pensando (mal) en lo que pasó quinientos años atrás, no se tenga tiempo de mirar cinco minutos hacia adelante.

Conviene siempre recordar un principio básico en la investigación histórica: el pasado no se juzga con la moral del tiempo presente. Ni los mexicas eran arcangélicos ni los conquistadores, demonios de manual. Los aztecas seguramente sí fueron unos bárbaros, como los incas un poco más al sur, pero no convirtamos el mensaje en algo demasiado prolijo, que luego no se entiende. La violencia, el dominio, la mezcla, la religión y la política han formado parte de un mundo que no ha lugar en la dialéctica infantiloide de víctimas y culpables. La historia comparada no funciona así. Ningún imperio del siglo XVI (o anterior) superaría jamás las investigaciones de un comité ético. Y, no obstante, algunos gobernantes (y mucha masa maniquea, insolente e inculta) no hacen sino insistir en convocarlo a cada minuto que pasa.

A veces me pregunto qué pensarán AMLO y la Claudia Sheinbaum cuando se miren en el espejo y no hallen en sus rostros ni una leve mota de la fisonomía azteca...  

viernes, 7 de noviembre de 2025

Cuando la curiosidad se delega a las máquinas

Una reciente encuesta, efectuada por una conocida empresa de análisis de mercado, asegura que una creciente mayoría de adultos estadounidenses cree que las computadoras ya son más inteligentes que las personas, o que lo serán en el futuro cercano. No puedo estar en desacuerdo. No se trata solo de las computadoras: los móviles, Instagram o Wikipedia, ya son más inteligentes que una porción estimable de las personas que conozco. No me refiero con ello a la cultura, en cuanto a ilustración, que no a civilización: lo doy por descontado. La mayoría de la gente, cuando desea conocer algo, es porque el móvil ha expulsado algún concepto en cualesquier redes sociales, desconocido para el interfecto que las escucha o ve o (menos probable) lee. Si la curiosidad es tal que precisa ser saciada, de inmediato acudirá a Wikipedia, aunque lo más lógico, ahora mismo, es acudir al chatgepeté.

A este paso, los computadores y móviles se volverán aún mucho más inteligentes que las personas. Ya lo eran. Pues más. Y, como decía mi abuela (muy sabia), a la gente lista conviene arrimarse y aprender. Luego aprenderemos de las máquinas que construimos, cuya capacidad de almacenamiento de información y de su interconexión es muy inferior a la del cerebro humano, pero cuya capacidad de no cansarse nunca de almacenar información (y utilizarla) es infinita, no como la nuestra, que se evidencia en tres minutos, a lo mucho.

Hay quienes fabulan ya con la posibilidad de que las máquinas adquieran conciencia, pero dudo que suceda mientras sus interconexiones no superen a las redes neuronales de los humanos. Los optimistas dicen que está al llegar. Algunos incluso fabulamos con inteligencias artificiales capaces de amar y de matar por amor, pero no deja de ser literatura adelantada. Hacer cálculos rápidamente es sencillo, conceptualmente hablando: lo difícil es materializar la experiencia subjetiva interior, la que aparece cuando uno deja de mirar el mundo de afuera con ojos de asombro, y comienza a asombrarse del universo que surge en los silencios de la propia consciencia. Felicidad, tristeza... Son demasiados millones de años de evolución que, en el fondo, nos creemos capaces de simular en una década, o eso opinan los optimistas (yo no lo soy).

Tal vez resulte cierto que el chatgepeté, en los nano-ratos libres que le dejen los usuarios, se deleitará leyendo el Quijote o a algunas de las obras de Shakespeare. Ese deleite no se produce por el hecho de aprender, no tan sólo: sobre todo estriba en el descubrimiento de la inmensa dimensión interior que una experiencia similar produce (de ahí la igualmente ingente lástima que me producen quienes desaprovechan una oportunidad tan preclara).

Aunque un computador, o un móvil, diga que posee experiencias subjetivas internas del mundo, media un larguísimo trecho hasta comprobar que tal eventualidad sucede con un altísimo porcentaje de verosimilitud. De hecho, me paso los días creyendo que mis congéneres carecen de esa experiencia subjetiva con solo oírles hablar o actuar. Pero, seamos optimistas, esta vez sí, también puede suceder que acabe sintiendo más afecto por una máquina que me miente por la ilusión que le hace creer que puede ser humana, que por un humano que no miente porque es incapaz de simular una mejor versión de sí mismo.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Día de Difuntos

Hay fechas en el calendario que pertenecen, sin discusión, no al cuerpo sino al alma. El Día de Difuntos (conocido en ciertos países con una expresión bastante más basta, El Día de los Muertos) es una de ellas. No se trata de una jornada festiva. Más bien es el avistamiento de un abismo, imperecedero en el tiempo, al que la conciencia humana (los animales ignoran que la muerte existe) se asoma y que no puede ni sabe comprender: la muerte. Y en ese asomarse, se revela la hondura de lo humano, que no solamente reside en la capacidad de entender y razonar. En este caso, supone también estremecerse.

Desde los orígenes de la cultura, la muerte ha sido el gran convocante de símbolos. Ninguna civilización ha prescindido de sus ritos funerarios, las plegarias por los muertos y cualesquier gestos sencillos por la memoria eterna de quienes ha ido perdiendo, con la terrible constatación de que toda existencia tiene por destino el olvido. El hombre, que puede olvidar casi todo, no quiere extraviar a sus muertos. Porque en ellos se atestigua el dolor y el misterio, un misterio que exige formas, ceremonias y palabras con que sostener el peso de lo inexplicable.

La tradición cristiana, en su doble jornada de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, articula una teología del recuerdo que es afirmación de la comunión ontológica entre vivos y muertos. La liturgia, con su lenguaje arcaico y su música grave, pretende no sólo consolar, también convocar la presencia de lo ausente, la memoria de lo eterno, el estremecimiento de lo sagrado. En otras religiones, el gesto es distinto pero el fondo es el mismo: el Yahrzeit judío, el Qingming chino, el Pitru Paksha hindú, el Gai Jatra nepalí... Todos son variaciones de una misma pieza, la imposibilidad de que la muerte signifique sólo una cosa: desaparición.

La cultura occidental, en su agonizante deriva hacia el absurdo existencial, ha ido reemplazando tan imponente trascendencia con lo único que, al parecer, le conmueve: la trivialidad. Los antiguos ritos han devenido espectáculo. La meditación (que no la contemplación, conceptos que casi todos confunden), carnaval. La muerte, que exige silencio, risas y jolgorios. Y así, en lugar de encender cirios, se encienden luces que relampaguean. En lugar de rezar, se grita. Y en lugar de recordar, se divierte uno como si nada de todo ello importase de veras.

Pero aún resisten algunos gestos. La representación del Don Juan Tenorio, por ejemplo, que durante siglos fue tradición por estas fechas, ha ido mutando hacia una teología escénica. Don Juan, que vive en la negación del juicio, se ve confrontado al destino que no puede eludir. Su última escena, en la que se juega la salvación de su alma, es una alegoría del drama humano: la libertad que se enfrenta al límite y el deseo que ha de medirse con la eternidad. Zorrilla, en su romanticismo, no hizo sino actualizar el viejo dilema de Pascal: "El hombre está entre la nada y el infinito".

La muerte no ha de contemplarse como un hecho biológico, el cese de la homeostasis de un ser vivo, que dice fríamente Wikipedia. Para quienes aún permanecemos en este mundo, representa el más insigne acontecimiento metafísico que podamos atestiguar. Epicuro, en su célebre paradoja, afirma que no debemos temerla porque nunca la experimentamos. Pero esa misma paradoja revela su carácter inasible: no se puede pensar la muerte sin que el pensamiento se disuelva como un azucarillo en un mar. Y sin embargo, ese intento fallido es el origen del pensamiento mismo. Como escribió María Zambrano, "la filosofía nace del asombro ante la muerte, no ante la vida".

Por todo ello, el Día de Difuntos no debería ser una fecha sin más, y mucho menos una fecha para la carnalidad disfrazada de idiotez. Su concepto más próximo es el de la detención ontológica, servir de instrumento para volver la mirada hacia lo esencial y recordar que lo humano viene definido no solo por sus logros y sus gestas, también por la reverencia que mantiene hacia lo perdido. Que no hay gesto más humano que el de inclinarse ante una tumba y advertir que somos el tiempo que vivimos, porque cuando moremos en ella el tiempo dejará de existir para nosotros, aunque siga permaneciendo para el resto. "Memento moris".

En la penumbra de una iglesia, en el silencio de un cementerio, en la lectura de un soneto antiguo, revelemos lo que ninguna máscara o disfraz puede ocultar: que la muerte es lo único que no muere. Y que quienes han cruzado su umbral son -verdaderamente- sagrados.

miércoles, 29 de octubre de 2025

Violencia, memoria y simulacro

La historia del terrorismo en Europa occidental durante el siglo XX y principios del XXI no puede entenderse sin el análisis de dos organizaciones que, desde contextos distintos, marcaron profundamente la vida de sus respectivas comunidades: ETA en el País Vasco y el IRA en Irlanda del Norte. Ambas nacieron como respuestas a conflictos políticos y culturales de larga duración, y ambas adoptaron la violencia como herramienta de transformación. Pero más allá de los atentados, las víctimas y los titulares, su legado más duradero y menos visible ha sido el desplazamiento humano, el éxodo de quienes no pudieron o no quisieron vivir bajo la sombra del miedo.

ETA (Euskadi Ta Askatasuna), fundada en 1959, surgió como una organización nacionalista vasca en oposición al franquismo. Sin embargo, su evolución la llevó a convertirse en una estructura armada que, durante más de cinco décadas, ejecutó una campaña sistemática de violencia. Entre 1968 y 2002, ETA cometió más de 3,300 atentados, dejando 856 víctimas mortales, más de 2,000 heridos y al menos 66 secuestros. Entre los asesinados, 21 eran niños, víctimas de atentados indiscriminados contra casas cuartel y espacios civiles. Su estrategia combinó asesinatos selectivos —dirigidos contra políticos, empresarios, jueces, periodistas y miembros de las fuerzas de seguridad— con atentados indiscriminados, como el de Hipercor en Barcelona (1987), que mató a 21 personas y dejó 45 heridas.

El IRA (Irish Republican Army), por su parte, tiene una historia más larga, pero su fase más activa y violenta se dio entre 1969 y 1998, con el surgimiento del Provisional IRA. Su objetivo era la reunificación de Irlanda y la expulsión del Reino Unido de Irlanda del Norte. En ese periodo, el IRA fue responsable de aproximadamente 1,800 muertes, incluyendo más de 600 civiles. Sus métodos incluyeron bombas en pubs, estaciones y edificios gubernamentales, así como tiroteos y asesinatos selectivos. En Londres, por ejemplo, se registraron más de 250 ataques con explosivos y 19 tiroteos vinculados al IRA.

Ambas organizaciones compartieron una lógica de guerra de desgaste contra el Estado, pero sus impactos sociales y demográficos fueron distintos. En el caso del IRA, el conflicto conocido como The Troubles provocó una reconfiguración sectaria de barrios y ciudades en Irlanda del Norte. Decenas de miles de personas fueron desplazadas internamente, huyendo de zonas donde su identidad religiosa o política los convertía en blanco. Sin embargo, este desplazamiento fue mayoritariamente interno y menos documentado oficialmente.

En el País Vasco, el fenómeno fue diferente. Según estudios como el del CEU-CEFAS, se estima que al menos 180,000 personas abandonaron Euskadi entre 1977 y 2022 por razones directamente vinculadas a la violencia de ETA. Esto representa cerca del 9% de la población vasca en 1977. A diferencia del caso irlandés, el éxodo vasco fue externo, silencioso y prolongado. No se trató de desplazamientos temporales, sino de rupturas definitivas con el territorio. Muchas de estas personas eran funcionarios, empresarios, profesores, periodistas o simplemente ciudadanos que no compartían la visión nacionalista radical de ETA y que fueron objeto de amenazas, extorsiones o campañas de señalamiento público.

La violencia no fue el único factor. El modelo político excluyente que se consolidó en el País Vasco durante los años de mayor actividad de ETA dificultó el retorno de los exiliados. La falta de garantías democráticas, el silencio institucional ante los asesinatos, y la normalización del discurso de “conflicto político” en lugar de “terrorismo” contribuyeron a que muchas víctimas sintieran que no había lugar para ellas en su tierra natal. A esto se suma la pérdida demográfica indirecta: hijos que no nacieron en Euskadi, familias que se establecieron en otras regiones, y una memoria colectiva fragmentada por el miedo.

Estos datos no son historia, aún no, porque por esa llaga abierta aún sangran muchas familias. Y, sin embargo, en pleno 2025, 71 homenajes a etarras han sido celebrados este verano en el País Vasco y Navarra, 25 de ellos promovidos por ayuntamientos gobernados por EH Bildu, según denuncia Covite. En estos actos, los rostros de asesinos condenados se exhiben en pancartas, se les dedica música festiva, aurreskus y hasta pregones. No hay fotos de los niños muertos. 

Sortu, el partido que lidera EH Bildu, agradece públicamente a terroristas recientemente fallecidos de causas naturales, como Jakes Esnal, "por trabajar por el país", ignorando que ese "trabajo" incluyó, en el caso del etarra que acabamos de mencionar, el asesinato de cinco niños en Zaragoza en 1987. Y mientras tanto, los poderes públicos callan. Ni siquiera hay una condena institucional firme. La Ley de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo exige que estos homenajes sean prohibidos. Pero no se cumple.

EH Bildu, con Sortu como columna vertebral, ocupa 27 de los 75 escaños del Parlamento Vasco, 6 diputados en el Congreso, 5 senadores, y más de 1,400 concejales en todo el país. En muchos municipios, gobierna. En otros, marca la agenda. Y en todos, normaliza el relato de que los asesinos fueron "militantes antifascistas", como ha dicho su secretario general, Arkaitz Rodríguez.

En todo este tiempo, la sociedad vasca, lejos de sanar, se ha desangrado demográficamente. Los jóvenes se marchan. Según estudios recientes, el País Vasco ha perdido atractivo migratorio interno, y la emigración exterior ha crecido tras la crisis. La percepción social endurecida hacia la inmigración y la precarización laboral han contribuido a un clima de desafección y huida. Porque el daño causado por ETA no terminó con su disolución en 2018. Hoy, el dolor se reactiva cada vez que el Gobierno de España, liderado por el PSOE, legitima políticamente a EH Bildu —formación heredera de la izquierda abertzale vinculada históricamente a la banda terrorista— y la convierte en socio parlamentario y municipal. Esta normalización no es solo una estrategia de supervivencia política: es una traición a la memoria de las víctimas.

El pacto del PSOE con EH Bildu para investir a Pedro Sánchez y para entregar alcaldías como la de Pamplona ha sido calificado por asociaciones de víctimas como una bajeza moral y un pacto de la vergüenza. En Navarra, donde ETA asesinó a 42 personas, seis víctimas se han alzado públicamente contra esta alianza, recordando que incluso 12 militantes del propio PSOE fueron asesinados por la banda. ¿Qué significa para sus familias ver cómo el partido que representa al Gobierno entrega poder institucional a quienes jamás han condenado el terrorismo y siguen homenajeando a sus autores?

La participación de EH Bildu en la gobernabilidad nacional y local no es un gesto aislado. En la XIV legislatura, EH Bildu ha votado a favor de más de 80 iniciativas legislativas del Gobierno. Pedro Sánchez, que en 2015 prometía no pactar "nada" con Bildu, ha roto esa promesa en múltiples ocasiones. La contradicción es evidente: mientras en Euskadi el PSOE critica a Bildu por no llamar a ETA banda terrorista, en Madrid lo considera socio fiable para sacar adelante sus políticas sociales.

Este doble discurso erosiona la credibilidad institucional y hiere profundamente a las víctimas. Covite y AVT han denunciado que el perdón que algunos dirigentes de EH Bildu han ofrecido es falso y no creíble, porque nunca va acompañado de una condena explícita del asesinato como método político. Mientras tanto, el PSOE vota junto a Bildu y el PNV para evitar que los crímenes de ETA se estudien en las aulas vascas, borrando así la historia reciente del terrorismo. 

La legitimación política de EH Bildu por parte del PSOE es mucho más que una cuestión fáctica. Representa el abandono de los principios democráticos en favor de la aritmética parlamentaria. Es el mensaje implícito de que el poder vale más que la memoria. Y es, sobre todo, una humillación para quienes perdieron a sus padres, hijos, hermanos o amigos por defender la libertad frente al terror, o simplemente por pasear por la calle. Por eso no es un asunto que hable de ideología ni de alternancia política. Se trata de ética, memoria y justicia. De no permitir que quienes justificaron el asesinato de niños ocupen espacios públicos sin una respuesta firme del Estado. Porque el olvido es el segundo crimen que se ha cometido con ellos, y ése no lo han perpetrado las armas y bombas de unos monstruos y sus muchos cómplices.

viernes, 24 de octubre de 2025

La plaza pública del alma desnuda

El ser humano siempre ha necesitado espejos, si bien la contemplación pura y exacta de su propia imagen no se universales hasta el siglo XIX. Mucho antes, se buscaba el reflejo del propio rostro en el agua quieta de un lago o el metal bruñido de los palacios. La cuestión es que, desde la antigüedad, el hombre ha buscado contemplarse, reconocerse y confirmar su existencia. 

Las redes sociales son el espejo último y más sofisticado. No solo devuelven la imagen, también la multiplican, la distorsionan y la ofrecen a la mirada de los otros. En ese gesto —aparentemente trivial, pero profundamente metafísico— se cifra el drama contemporáneo: la conversión de la intimidad en espectáculo y de la exhibición en principio de identidad.

Lo inquietante no es la vanidad, tan antigua como el hombre y hasta cierto punto necesaria para su afirmación. Lo verdaderamente perturbador es que las redes han disuelto los límites que nos anclaban a lo real. Nos abstraen de la condición material, del rango intelectual, de la edad y del decoro —esa forma de dignidad social que los clásicos consideraban el fundamento de la civilización. En ese espacio todo se mimetiza: el pobre juega a ser rico, el joven finge madurez, el adulto busca relevancia entre adolescentes, y el sabio, con tal de no desaparecer del ruido general, se rebaja al nivel del necio. Como advirtió Ortega, la máscara ha devorado al rostro.

La modernidad digital ha democratizado la palabra, sí, pero al precio de vaciarla de logos y de trivializarla. Lo que antes exigía deliberación, mesura y consecuencia —emitir un juicio, compartir una experiencia, expresar un sentimiento— se ha vuelto impulso, reflejo, ruido. Publicamos antes de pensar, opinamos antes de comprender y condenamos antes de escuchar. Lo que podría haber sido un ágora del pensamiento libre, un espacio kantiano de razón pública, se ha degradado en coliseo de pasiones: lugar donde el ingenio sustituye al argumento y la vehemencia eclipsa la verdad.

El problema no es sólo ético: es ontológico, como intuyó Heidegger cuando advirtió que la técnica no sólo modifica el mundo, sino la esencia del hombre. Las redes no cambian únicamente lo que hacemos, también lo que somos. Construimos nuestra identidad frente a la mirada del otro y, al hacerlo, dejamos de habitar el ser para habitar la representación del yo que somos hasta prácticamente hacerlo desaparecer u olvidar. Nos convertimos en entes de apariencia, esclavos del aplauso, ese sucedáneo contemporáneo del reconocimiento. Nietzsche ya lo había visto venir: el hombre moderno busca la admiración, no la altura; quiere ser aplaudido, no comprendido.

Sin embargo, esta misma lógica del espejo perpetuo contiene una ironía que La Rochefoucauld habría apreciado: por mucho cuidado que pongamos en disfrazar nuestras pasiones con apariencias de piedad y honor, siempre se pueden ver a través de los velos. Quiere decirse que las redes revelan mucho más de lo que sus usuarios pretenden esconder o falsificar en ellas. Lo que mostramos sin querer —la pobreza del lenguaje, la debilidad emocional, la falta de educación— nos delata más que cualquier biografía. Las redes amplifican nuestras carencias mucho más de lo que encumbran las virtudes. El odio, la envidia, la necesidad de atención no surgen como productos de un algoritmo, sino como emanaciones níveas del que actúa y habla sin freno. En cierto modo, el entorno digital cumple el sueño cínico de Diógenes: mostrar al hombre tal cual es, sin artificio. Pero la verdad sin contención degenera en obscenidad y lo que podría ser autoconocimiento se convierte en exhibicionismo.

Algunos celebran esta transparencia como una forma de liberación: “mostrarse sin filtros”, “ser auténtico”. Pero la autenticidad sin el cuidado de la expresión y su contenido es una antigua y bien conocida forma de barbarie. La ausencia de filtros no engendra ninguna verdad, del mismo modo que el desahogo no produce sabiduría. Platón enseñó que la verdad requiere anámnesis, es decir, memoria y silencio. El desahogo digital, en cambio, es puro ruido: catarsis sin el más mínimo pensamiento o desvelos tan continuamos como sin sentido. Llorar en redes no es lo mismo que llorar ante un amigo. Lo primero busca un eco; lo segundo, el consuelo. Entre ambos gestos se abre la frontera que separa la intimidad del exhibicionismo.

Por eso conviene rescatar una prudencia antigua, casi estoica: la de lavar la ropa sucia en casa. No por hipocresía, sino por dignidad. La discreción no es miedo: es nobleza, que es muy distinto. Custodiar la vida interior del ojo público es un acto de resistencia frente a la entropía moral de la exposición. En un tiempo en que se confunde visibilidad con existencia, el pudor se vuelve la más revolucionaria de las virtudes.

Las redes no desaparecerán ni tal vez deban hacerlo, aunque opino que solo deberian permanecer los contenidos y ser erradicadas de cuajo las opiniones y reacciones (quien quiera mostrar su apoyo o rechazo, que publique igualmente un contenido). Como tal ejercicio de mesura no va a suceder, seguirán siendo un espejo que deforme más de lo revelado. Entre mostrar y desnudarse hay una diferencia invisible: la del ser pensante que aún se respeta.

La tecnología no nos ha hecho más sabios, sólo más notorios. Quizá la sabiduría, esa vieja virtud socrática, consista hoy en saber callar, en no publicar, en aceptar que lo valioso no necesita el refrendo o la exaltacion ajena. Porque, al final, el alma no se mide por sus reflejos, sino por su silencio.