PHILOSOPHIAE NATURALIS
Mi opinión, pero ya no en Diario Vasco
viernes, 10 de octubre de 2025
Ruines performativos
viernes, 12 de septiembre de 2025
Proscenios infectados
Durante siglos, las estructuras sociales y políticas de Occidente se fueron construyendo sobre cimientos que podríamos calificar de muy firmes: instituciones estables, normas claras de educación y convivencia, y una idea de progreso que se sostenía desde la razón y el compromiso colectivo. La historia del último siglo, sin embargo, ha contemplado la disolución prácticamente absoluta de esas estructuras. Lo que en algún momento (ciertamente controvertido) fue celebrado como la emancipación del individuo frente a las rigideces de la tradición, ha terminado por convertir la vida pública en un espacio dominado por la volatilidad del pensamiento, la más descarnada ceguera cortoplacista y, sobre todo, el predominio de las emociones como sustento de las ideas. Esta conversión, que muchos observamos como un retroceso inobjetable de la propia sociedad, sigue siendo, empero, jaleada por enfervorizadas masas de ciudadanos que, autonominándose de izquierdas, y no pocas de una derecha más bien socialdemócrata, han convertido el futuro inmediato en un tránsito fugaz hacia el más distante, que será el que permanezca otros cien años.
Es en este marco de inestabilidad cultural y filosófica, y no en ningún otro proveniente de las injusticias sociales o el obsceno capitalismo rampante, aunque tendría algún sentido que así fuera, donde se inserta la deriva de buena parte de esa izquierda contemporánea que tan asumido tiene situarse en un espacio de superioridad moral, humana y política. Lo que, otrora, fue un movimiento que aspiraba a la igualdad y a la justicia social se ha convertido en un espacio ideológico que tolera y celebra el caos, que normaliza la violencia siempre que provenga del bando correcto (o sea, el suyo) y que confunde solidaridad con complacencia.
La izquierda actual denuncia con fuerza los abusos de gobiernos democráticos como el de los Estados Unidos o Israel, pero guarda silencio ante los muchos regímenes autoritarios declarados por sí mismos antiimperialistas. Ha sido capaz de justificar las agresiones de Putin contra Ucrania; ha cerrado filas en defensa de dictaduras como la de Maduro, aun cuando éstas han destruido la economía y la libertad de millones de personas. En las democracias occidentales, sectores radicalizados no dudan en intimidar o incluso asesinar a voces disidentes —como ha ocurrido en Estados Unidos con figuras que cuestionan la ortodoxia progresista— mientras se presentan como defensores de la tolerancia.
Lo del antisemitismo de la izquierda no tiene nombre, aunque bien cierto es que vivimos una era en la que el poco nombre que les quedan a los asuntos se encuentra en el olvido de los tiempos. Esta animadversión por Israel, un país que ha de luchar constantemente por su propia supervivencia frente a las teocracias islámicas más retrógradas del planeta, ha devenido el grito de guerra oficial de la izquierda española, que se pavonea de su humanismo al tiempo que agita banderas de Hamás en las plazas públicas. Se siente fuerte y amparada por la actual (y demencial) política de Estado. Las escenas nos retrotraen a tiempos infaustos de un pasado no tan lejano: hordas de progres coreando consignas homicidas, bloqueando calles, y poniendo en riesgo la vida de ciclistas (no solo de los israelíes) porque la ruta de la carrera pasa por su feudo ideológico. Cataluña y el País Vasco, en España, simbolizan este festival de los horrores nacionalistas, con el viejo odio tribal hacia España reciclado en fervor palestino. Me pregunto por qué, en lugar de arremeter contra los ciclistas israelitas, no acuden todos ellos también en barquitos a servir de parapetos de Hamas frente a los ataques de Israel... Qué torpe soy: sé muy bien la respuesta. A esa izquierda que comprende filoetarras y sus secuaces y apoyaderos, les encanta matar ellos, no ser matados, en las causas que persiguen.
La izquierda española no defiende la libertad de los palestinos —que no la tienen ni tampoco la han pretendido— sino su propia cruzada contra el Occidente al que pertenecen. Son como ese hijo o sobrino adolescente, insoportable e insufrible, al que uno desearía agarrar por el cuello y zarandearlo hasta quedar extenuado, porque ni sabe, ni entiende, ni quiere saber o entender nada (pero luego, indefectiblemente, te pide dinero para hacer su vida). Por eso prefieren mirar a otro lado cuando Putin arrasa Ucrania o cuando los islámicos asesinan a cristianos en África, pero al primer bombardeo israelí se arrancan las vestiduras y exigen tribunales internacionales. Su preocupación por los derechos humanos es selectiva. Y, como el adolescente intragable que mencionaba hace unos instantes, mientras tanto, siguen ordeñando al Estado español con una mano y justificando a dictadores con la otra. Israel, guste o no, es la única democracia de la región y no puede permitirse perder: perder equivaldría a desaparecer. Que les moleste es comprensible; pero que algunos gobiernos de Occidente les haga coro es la parte obscena de toda esta farsa (no hablo del nuestro: nuestro Gobierno es una farsa desde el primer minuto).
El mismo patrón se repite en la política climática: en lugar de promover una transición energética racional, que proteja a los más vulnerables y revitalice la salud de las empresas y de los hogares, se obstinan en implementar medidas que tienen la sola consecuencia de encarecer la vida cotidiana de las clases medias y bajas, empobreciéndolas en nombre de una causa supuestamente superior. No se trata solo de una obsesión de la izquierda: en Bruselas, en los cuarteles de la Unión Europea, aburridos funcionarios y grises políticos buscan maneras cada vez más enloquecidas y creativas de empobrecernos a todos para salvar el planeta. Nunca han pisado un país de Oriente Medio o de lejano Oriente, y dudo mucho que quieran hacerlo si no es para ir de turismo a las paradisíacas playas de Malasia o Tailandia. Les da lo mismo. Ellos son leales a su fantasiosa imaginación, arrastrándonos a todos a la extinción de un planeta que, paradójicamente, pretenden salvar. Con la inmigración sucede algo parecido: el discurso se centra en abrir las fronteras sin distinción, ignorando los costos sociales, culturales y de seguridad de incorporar de forma indiscriminada a quienes no comparten —o incluso rechazan— los valores democráticos. Sobre este tema hablaré otro día, hoy se me acumulan las evidencias.
La izquierda ha sustituido el análisis racional por la emoción como criterio rector. No importa si los datos muestran que una política es contraproducente: si puede enmarcarse como progresista, debe aplicarse y, quienes objetan a ella, son todo filofascistas o ultraderecha, no importa lo que voten o dejen de votar. Es como una retroalimentación endiablada que surte efecto porque son ellos los que gobiernan o, mejor aún, los que deciden. Al final, la papeleta que llamamos voto, solo es un resumen reduccionista del tipo "ellos contra nosotros". De ahí que la objetividad sea vista con desconfianza, sobre todo si parece dar argumentos a la derecha. La discusión pública se vuelve el tribunal moral donde el que disiente es señalado como enemigo, racista, fascista o negacionista a combatir. Lo extraño es que no confiesen que les gustaría vernos muertos cuanto antes.
Digo lo anterior porque este es el marco ideológico que ha llevado a una peligrosa banalización de la violencia, a un desprecio creciente por la libertad de expresión y a la erosión de los consensos que permitieron la convivencia democrática durante décadas. Si todo es relativo, si la verdad depende del relato de cada colectivo, y algunos colectivos son más colectivos que otros, como diría Orwell, entonces nada puede sostenerse de manera duradera y cualquier imposición, por radical que sea, puede justificarse en nombre de la justicia social.
El desafío de nuestro tiempo está muy claro: recuperar un terreno común donde el disenso no sea criminalizado y donde la razón tenga más peso que el grito. No se trata de regresar a una modernidad sólida y petrificada, sino de reconstruir un espacio de debate donde las causas justas no se conviertan en excusa para la violencia ni en coartada para la tiranía, como actualmente pasa en España y en mucos otros lugares del mundo. Para ello, la izquierda debería volver a leer otro poco, a no dejarse llevar por sus ínfulas de grandeza, saber hacer números y recuperar su papel histórico como motor de libertad, igualdad y progreso para todos. No lo van a hacer, ya se lo digo yo (vean, si no, los nombres propios asociados a ella en el proscenio político español; pues eso).
viernes, 5 de septiembre de 2025
Bombazos caribeños y un zombi en la Moncloa
Recientemente, Estados Unidos ha hundido una narcolancha en el Caribe. Trump ha desplegado una imponente fuerza naval para luchar contra el tráfico de estupefacientes y no está siguiendo las normas del derecho internacional a la hora de abordar (nunca mejor dicho) esta situación. No detiene o registra las embarcaciones que interceptan: directamente las envía al fondo del mar, escudándose en la autorización del Congreso tras el 11-S, que permite emplear métodos de guerra contra organizaciones terroristas (islámicas).
Hasta ahora, Maduro y su tropa representaban la imagen de una férrea dictadura capaz de conducir todo un país a la miseria y la inexistencia. Con Trump, Maduro es el líder de un grupo terrorista y narcotraficante, que ha usurpado la totalidad de un país para proteger sus negocios. A mí, personalmente, me bastaba con las ruindades del señor del bigote para querer enviarlo a criar malvas. Siempre me pareció sospechoso que Estados Unidos fuera tan condescendiente con un individuo capaz de condenar a millones de personas al exilio y dejar su propio país sumido en el fango hasta dentro de medio siglo, al menos. No era nada sospechoso, en cambio, que idiotas como Zapatero o el profesorucho aquel de la Complutense (Monedero) defendiesen a capa y espada al heredero del chavismo (un heredero con ambiciones, porque lo de lucrarse con la droga es un golpe magistral respecto a las enseñanzas del gorila aquél que lo designó). Ambos, y no sé cuántos más, han sido muy generosamente retribuidos por Maduro. Tal vez lo siguen siendo aún. Lo dicho. Uno no puede fiarse de la palabra del bobo solemne que fue presidente a golpe de bombazo y mentiras (las suyas), y mucho menos de cuanto es capaz de parir el engendro podemita.
Solo Cuba sostiene a Venezuela (y viceversa). El baldomero (Putin) no les tiene mayor aprecio (aunque finja por aquello de ser contrario a Europa y Estados Unidos), y dudo que los chinos se fíen de un bigotudo que solo sabe matar a su gente y hacerse de oro con la cocaína. El gordinflas norcoreano es igual de desalmado, cierto, pero Asia nos queda muy lejos: Venezuela es patria hermana (o hija) nuestra. El caso es que Trump ha decidido dar caza al Nicolás, y solo queda preguntarse cuándo le enviará un misil para metérselo por donde escuecen más los pepinos. Israel, con menos poder y menos soldados, es experta en eliminar cúpulas militares y gubernamentales desde la distancia: los chicos yanquis no pueden ser tan torpes como para invadir un país sin ser necesario en absoluto. Veremos qué pasa al final. De momento, hunden esquifes sin conceder a sus tripulaciones entregarse. Y Maduro ha reaccionado como si la cosa no fuera con él.
Lo escribí hace unos meses (Trump debería ocuparse de Venezuela), y aunque este verano nos han superado los líos dialécticos con Putin, el asunto no deja de ser relevante y de principal importancia. No sé qué han dicho los opinadores españoles, la verdad. No es que me interesen demasiado, pero siempre es conveniente anotar lo que dicen y contemplar el registro histórico como quien observa el proceso de una locura casi intergeneracional. El indocto que se va malogrando él solito, y más que desmejorará conforme el parapeto que se ha montado en el palacio monclovita para no acabar en la cárcel se vaya descomponiendo, tampoco ha dicho ni mu. No sé si puede. O sabe. En realidad, jamás pensé que podríamos contemplar a un zombi de verdad sentado en la poltrona de la presidencia del Gobierno. Allá él. Su mujer, al menos, sigue estando apetitosa: lo mismo pronto le sale cornamenta y todo (cabrón ya sabíamos que es un rato).
viernes, 29 de agosto de 2025
Polvo veda del pasado sin mañana
Aterricé en Chennai en la mañana de un domingo, tras haber volado toda la tarde española del sábado y haberle robado horas al día porque el planeta gira hacia el este. Lo primero que se siente, al descender del avión, es el aire espeso, muy espeso y muy cálido, saturado de humedad y de cansancio. Alguien dijo que, junto al golfo de Bengala, la atmósfera envuelve el cuerpo como un abrazo incómodo, pero a mí me parece una imagen muy poco positiva y distante de la realidad. El aire envuelve el cuerpo y lo hace sufrir con su calor y su densidad agobiante, pero permitiendo al individuo sentirse libre, manumitido, sin cadenas ni cerrojos que lo esclavicen a nada.
El ruido en la india es constante porque todos los vehículos acostumbran a desplazarse advirtiéndose unos a otros con toques breves y continuos del claxon. No hay tregua para las bocinas de los coches o de las motos, o de los carricoches que tanto tiempo ha desparecieron de la faz de nuestras europeas ciudades. Es lógico que así sea. Si en nuestros países modernos, ordenados, obedientes, dos carriles por sentido en una carretera permite a dos vehículos circular en esa misma dirección, en la India los mismos dos carriles son colmados de tres, cuatro, cinco vehículos al mismo tiempo, porque allí nadie toma las señales horizontales en cuenta, y ni siquiera se respeta la regla elemental de circular por la derecha (sí, son británicos en ese sentido). Los cruces se suceden en cualquier punto donde se puedan efectuar, porque no hay señales ni semáforos que reglen el paso y pongan un poco de orden. Es un caos tan aberrante, y al mismo tiempo fascinante, que sorprende no contemplar ni un solo choque o accidente en ninguno de los arriesgados trayectos que allí se realizan.
Y no solo impresiona la vertiginosidad del ruido audible del incesante tráfico caótico. La vista contempla, igualmente, a ambos lados del vehículo, una continuada concatenación de imágenes cuya adjetivación más precisa es la de, justamente, ser ruido. Ruido de calles sucias, pedregosas y terreras, mal asfaltadas y llenas de hoyos profundos. Es un mundo sin aceras, donde lo mismo estacionan motos, que tractores, que vacas o perros (están por todas partes), y nadie concede importancia a entorpecer la marcha de los vehículos y camiones. Además, hay basura y suciedad por todas partes. Si preguntas a sus gentes, responden que los alisios y monzones impiden almacenar en contenedores las basuras, pero lo cierto es que yo no vi un solo camión recogiendo detritos, residuos, desperdicios, desechos, restos, sobras o despojos en parte alguna. De igual manera, está todo lleno de escombros. Es la visión del infierno en que las personas despojan al paisaje de su limpieza natural y su belleza, y se acostumbran a la destrucción que causan. ¿Realmente alguien puede pensar que allí preocupa el medio ambiente y las emisiones? No me hagan reír.
India eligió un camino distinto al de su vecina, igualmente masificada, China. Pero mientras ésta se transformó durante los últimos veinticinco años en una potencia industrial, India se aferró a sus tradiciones, a su burocracia, a su espiritualidad. Nehru soñó con una nación autosuficiente, cerrada al mundo, y ese sueño aún pesa. Pesa muchísimo. Los aranceles que ahogan las importaciones son muros invisibles que frenan el progreso. La infraestructura, precaria y fatigada, no acompaña ni al talento de sus ingenieros, ni la ambición de sus jóvenes. Y, sin embargo, hay señales de cambio. En los centros de datos que empiezan a surgir, en los proyectos que se gestan en silencio, en la energía de una generación que quiere más, se observa con claridad que la India, tan vasta en recursos humanos, dispone de la inteligencia y la voluntad para abrirse, modernizarse, construir sobre lo que ya tiene sin destruir lo que la hace única. Pero, de momento, yo no he visto esas ganas materializarse en una queja unánime por parte de sus habitantes. Viven tan dóciles a los sintagmas religiosos, tan sometidos a todo tipo de rituales dogmáticos, que uno se explica con facilidad cómo pueden reajustar sus criterios internos nada más aterrizar de cualquier país donde la calidad de vida sí sea paradigmática.
Me fui de India con más preguntas que respuestas, con el alma revuelta y la mente despierta. Dicen que hay países que no se pueden entender, porque solo pueden sentirse. India, sin duda, es uno de ellos. Si me permiten ser poético, caros lectores India es una herida abierta que no deja de sangrar, una promesa que jamás se verá cumplida, un poema carente de ritmo y de rima. No es un país cuya visita yo pueda recomendar a nadie.
viernes, 22 de agosto de 2025
España ha ardido
España ha vuelto a arder. Otra vez más. Castilla y León, Extremadura, Galicia... Media península sigue iluminando los telediarios de agosto con llamas que parecen alcanzar los límites del empíreo. Se cuentan hectáreas (esta vez por cientos de miles), se pierden casas, se lloran las vidas de los voluntarios perecidos en la extinción... Cada verano repetimos el mismo guion. Como los estíos se renuevan cíclicamente, en esta ocasión nos ha parecido todo mucho más terrible y opresivo. Pero el fuego, por sí mismo, no es una anomalía. El Mediterráneo convive con él desde hace millones de años; nuestras plantas han evolucionado para resistirlo, rebrotar tras las llamas o incluso depender de ellas para regenerarse. El problema no es que haya incendios, cosa bastante ineludible, por otra parte; el problema es que los gobiernos se obstinan en dejar que los incendios se conviertan en catástrofes. Casi parece una cualidad intrínseca de cualquier gobernante.
Este 2025 nos ha regalado una primavera insólita: lluvias abundantes, campos reverdecidos, ríos recuperados, pantanos colmados de agua... Lo habíamos celebrado como un triunfo frente a la sequía, una de las escasas bonanzas del ubicuo cambio climático, gotas frías al margen (cuyas devastaciones son también evidencia de la escasez de trabajo público de los que mandan). Pero muy pocos se atrevieron a decir en voz alta lo que los técnicos repiten desde hace décadas: tanta vegetación exuberante deviene, durante la canícula estival, combustible barato y abundante. Era previsible, de igual modo a como también era evitable. Se podían haber programado quemas prescritas en primavera, se podía haber contratado pastoreo dirigido, se podía haber sacado biomasa para calderas municipales o para compostaje agrícola. Se podía haber hecho muchas cosas, pero, como suele ser costumbre, no se hizo. Al filo del fin de agosto, las excusas son vuelos de golondrinas entre unos balcones y otros, arrojadas con fuerza para estamparse en la cara del adversario. Eso es algo bastante consuetudinario en el juego político, pero el Estado dispone de recursos humanos (funcionarios) y materiales para poder adoptar decisiones al margen del color del presidente de turno: casi me atrevería a decir que la falta de presupuestos de la nación es una de las causas de tanta dejación, pero de momento no apunto más arriba.
Hay varias caras en esto del fuego. Los que provenimos de terruños agropecuarios lo sabemos muy bien. Se sueltan mucho las campanas con la causa "provocada" de los incendios forestales, y se celebra en la prensa la detención de quienes han sido identificados como causantes de los mismos. Pero no se trata de pirómanos, sino de pobres diablos que, como en tantas ocasiones, pecan de exceso de confianza (o simplemente de altanería y soberbia) y se niegan a dejar las quemas de rastrojos para más adelante, en la estación húmeda (en verano, la maleza es muy fácil de eliminar, porque todo está seco: también los matorrales de los montes cercanos). La cara del fuego a la que yo me refiero no es otra que el abandono rural, o la España menguante, que me gusta decir a mí. La agricultura y la ganadería extensiva retroceden y con ellas está desapareciendo (si es que no ha desaparecido ya) un sistema ancestral de prevención. Donde había cabras y ovejas, hoy solo hay matorral; donde había huertas y bancales cuidados, hoy tan solo se distingue maleza.
La política llora lágrimas de cocodrilo por esa España que se ha ido vaciando, pero tampoco crea incentivos para que el campesino se quede. Y es una cuestión en la que, a lo mejor, habría que ser muy creativos, porque la agricultura es un trabajo que no gusta, y las infraestructuras asociadas a este sector primario suelen dar auténtica pena. Las consejerías no pagan (o pagan muy poco) por los servicios ecosistémicos que limpian los montes, tampoco contrata pastoreo dirigido a urbanizaciones en interfaz forestal, ni reconoce que un rebaño en el monte es un cortafuegos con patas. Alentados por esa panda de ideólogos idiotizados llamados "los ecologistas" (¿o ahora se denominan "los bio"?), se les llena la boca de discursos sobre el desarrollo rural, pero en la práctica se trata de un concepto en el que no creen. De ahí que se permita que el mosaico agroforestal esté desapareciendo y se transforme en una alfombra continua de vegetación lista para arder.
La paradoja española es que gastamos millones en apagar incendios, y migajas en prevenirlos. El sonido del helicóptero o del hidroavión cargado de agua da réditos electorales, pero un plan quinquenal de selvicultura, no. ¿Quinquenal, dice? Eso no publica fotos. Tal es el motivo por el que el presupuesto se oriente hacia la épica de la extinción y muy rara vez hacia la discreción de la prevención. Pero la matemática es sencilla: cada euro gastado en prevención ahorra siete en extinción. Y sin embargo seguimos destinando el 80% a apagar y el 20% a prevenir. Nuevamente, lo invisible no da votos. Se trata de un sistema de prevención, por lo demás, bastante precario: por lo común, brigadas contratadas solo en campaña, sin estabilidad, sin continuidad en sus trabajos. Muchas de las ventanas de quema prescrita se pierden, así, por miedo a responsabilidades penales, cuando resulta que es la herramienta más barata y eficaz para reducir combustible en el monte. Y a todo ello unimos la endémica fragmentación institucional, resuelta en diecisiete comunidades con idénticas competencias, pero con planes que no casan entre sí; con cartografías diferentes y ventanillas que no hablan entre ellas. Hace unos días, ese elemento nefasto llamado García Page, famoso por soltar tímidamente algún que otro reproche al indocto, alardeaba de que había autorizado a que sus servicios forestales se desplazaran a Cáceres para ayudar en la lucha contra el fuego. Sus servicios. Page, el dios, el emperador, el magnánimo. Sigue faltando un mando único en prevención y un plan nacional que diga: aquí se limpia, aquí se quema, aquí se pastorea y aquí no se construye. En lugar de eso, desde el palacio de Lanzarote, que es de todos, pero solo disfruta el indocto y sus amigotes, se lanza un "pacto de estado" contra el cambio climático. ¿Para qué resolver lo menudo y mundano si uno ha sido llamado a liderar misiones que son pura trascendencia y epistemología? Este es el nivel que media España aplaude (y la otra media berrea).
Tras el incendio, se da paso al ritual: declaraciones de zona catastrófica, promesas de ayudas, y muy pronto veremos fotos de los de siempre plantando árboles. No necesita el monte tanta reforestación (necesita la adecuada), pero sí una diagnosis que, desde la desaparición de los peritos agrícolas y forestales, ya nadie efectúa: erosión, bancos de semillas, regeneración natural, especies invasoras. Plantar por plantar es propaganda . Recuperar la funcionalidad del ecosistema y evitar que el próximo incendio sea peor, es un proyecto concreto. De todos modos, no lo veremos llevar a cabo, ni siquiera mínimamente. Los planes de paisaje resistentes al fuego deberían contar objetivos por cuenca y comarca, y ya ven ustedes cómo se encuentran; los pagos por pastoreo y contratos estables de ganadería extensiva para limpiar monte, jamás se van a rubricar; los protocolos de quemas prescritas seguras y masivas, con cobertura legal, tendrían que imponerse (y hacérselo entrar en la mollera de los miles de agricultores testarudos -que analfabetos ya no hay-); cuadrillas de monte todo el año, no solo los tres meses de verano y uno de primavera; la cartografía dinámica del combustible vegetal y realización de simulacros reales en zonas de riesgo, cosa de la que se podría encargar el IGN, por ejemplo, tampoco parece que vaya a realizarse... Y, sin embargo, todo lo anterior es práctica común en países como Australia, donde la lucha contra el fuego es parte del ADN del habitante. Aquí sabemos en qué consiste, sabemos incluso escribir los planes pertinentes y exponerlos en conferencias, pero el resultado jamás llega al territorio que se prende.
El fuego seguirá existiendo; lo que no es inevitable es que cada verano se convierta en tragedia nacional. Pero, para ello, depende de gobiernos (y oposiciones) que no prefieran apagar incendios y sí encender las excusas.
viernes, 15 de agosto de 2025
Repliegue ante el medievo
Saben mis caros lectores que viví varios años en países árabes. Posteriormente, he desarrollado proyectos profesionales en Oriente Próximo y, como consecuencia casi lógica de todo ello, conservo amistades musulmanas entrañables. Todos esos años me enseñaron que en el mundo islámico conviven dos realidades opuestas: una ética comunitaria cálida y solidaria, y un sistema doctrinal que, en la inmensa mayoría de los casos, se traduce en marcos legales y sociales que restringen la libertad individual con la total obediencia de sus fieles. Esto que digo no es una crítica a las personas, sino a una estructura de poder que convierte la sumisión a Dios en obediencia a hombres que se erigen en sus intérpretes. Sin embargo, no siempre fue así. Entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, ciudades como Estambul, El Cairo, Beirut, Túnez o Teherán eran centros de intenso debate intelectual. Allí se discutía cómo modernizar la educación, cómo redefinir el estatus de la mujer, cómo reconciliar la fe con la razón. Reformistas como Muhammad Abduh defendían el esfuerzo interpretativo —el iŷtihād— frente al seguimiento ciego, mientras otros como Qāsim Amīn abogaba por la educación femenina y la reforma del estatuto personal. Incluso pensadores como Alī ‘Abd al‑Rāziq se atrevían a cuestionar la obligación religiosa del califato, abriendo la puerta a la separación entre religión y política. En aquellos años, varios estados ensayaban reformas legales profundas: Turquía adoptaba una laicidad tajante y Túnez abolía la poligamia.
Todo ese impulso reformador e intelectualmente beneficioso se truncó. Tras la Segunda Guerra Mundial, el mapa político cambió. La descolonización dejó en pie regímenes autoritarios que usaron la religión para legitimar su poder. A partir de los años setenta, la riqueza petrolera de los estados más conservadores financió la exportación global de una interpretación rígida del islam, eclipsando las corrientes reformistas locales. La Guerra Fría convirtió a Afganistán en un campo de batalla que, a su término, devolvió militantes religiosos formados en la guerra a sus países de origen. Y golpes simbólicos, como la Revolución iraní, reforzaron la idea de que el fracaso de los proyectos laicos debía remediarse con un "retorno a las raíces". El resultado fue un estrechamiento del espacio para la interpretación libre. El ideal ético-jurídico de la sharía se convirtió en código cerrado. La noción de que el iŷtihād estaba "cerrado" legitimó la obediencia ciega. En muchos países, las leyes de estatuto personal consolidaron desigualdades de género; las leyes de blasfemia y apostasía criminalizaron el disenso; y el monopolio del clero sobre el significado convirtió debates teológicos en doctrina de Estado. Este patrón no se limita a los países de mayoría musulmana. En Europa, aunque existen procesos de integración exitosos y de secularización, también surgen enclaves donde predominan normas comunitarias que, en la práctica, funcionan como un orden paralelo. Esto se advierte principalmente en los barrios con mayoría musulmana. En algunos de ellos, el arbitraje religioso se impone en asuntos familiares; la segregación residencial y educativa reduce el contacto con el resto de la sociedad; y una economía moral comunitaria presiona a los individuos para que se ajusten a códigos de honor y vestimenta. No se trata de demonizar a comunidades enteras, sino de reconocer que estas dinámicas pueden limitar los derechos individuales, especialmente de mujeres y jóvenes, dentro de la propia comunidad.
Frente a este panorama, la respuesta no puede ser ni el paternalismo ni la ingenuidad. Y mucho me temo que ambos se dan por igual en los tiempos actuales. Por ese motivo conviene no olvidar los principios: la ley civil debe ser la misma para todos, sin foros paralelos coercitivos. La libertad de conciencia debe incluir la libertad de salida de la religión (y del consiguiente ateísmo). La escuela común, el aprendizaje de la lengua y la interacción cívica son herramientas contra el aislamiento. Y la financiación de lugares de culto y material religioso debe ser transparente, para evitar que el literalismo importado desplace las interpretaciones locales más abiertas. Me refiero a las mezquitas donde se engendra el fundamentalismo, sí. Pero hay un aspecto que merece la mayor de las atenciones: en gran parte del mundo musulmán, incluso entre las élites más instruidas y cosmopolitas, rara vez se produce un rechazo abierto de la teología y la moral religiosa medieval, algo que sí ha ocurrido en otras confesiones. Las razones son múltiples. Por un lado, la fe está profundamente entrelazada con la identidad cultural y nacional; cuestionarla puede percibirse como una traición a la comunidad. Por otro, la presión social es intensa: disentir públicamente implica arriesgar reputación, posición profesional e incluso seguridad personal. Además, el sistema educativo en muchos países musulmanes, incluso a nivel universitario, evita el debate crítico sobre religión, reproduciendo una visión sacralizada de la historia y de la moral. El resultado es que, aun cuando exista pensamiento crítico en lo privado, este rara vez se traduce en movimientos visibles de secularización o reforma profunda. La pregunta subsiguiente es por qué ese clima rupturista con visiones ideológicas (religiosas) medievales no se produce en mayor cantidad en los estados de Europa. Como casi en todo, la religión, la fe, necesita tiempo para que se disuelva del sentimiento humano. En España tardó más de cincuenta años en producirse y, todavía hoy en día, no son pocos los lugares de culto donde las gentes participan de liturgias y rituales obsoletos sin pretender preguntarse una sola vez "por qué". En alguna parte he dejado escrito que el mayor poder de las jerarquías religiosas, cristianas o musulmanas, se preserva apartando a los fieles de los significados teológicos de aquello en que creen. Una masa creyente capaz de adorar como verdaderas las ideas sencillas y conceptos maniqueos que creen los niños a pies juntillas, no es una masa sabia. Es un masa sectarizada.
La reciente polémica en Jumilla es un ejemplo, a escala local, de cómo la confrontación entre principios cívicos y normas comunitarias puede desatar tensiones desproporcionadas. Allí, el simple cuestionamiento público de prácticas culturales (ciertamente aberrantes) asociadas al islam ha derivado en un debate encendido que rápidamente se desplaza de lo concreto a lo identitario. La reacción ilustra un patrón recurrente: la crítica a una costumbre específica se percibe como un ataque a toda la comunidad y, a partir de esa premisa, todo lo restante, por importante que sea, parece baladí. La fiesta del cordero que los musulmanes pretendían llevar a cabo en un polideportivo es una práctica que en ningún caso debería ser permitida (so pena de que las autoridades comiencen a permitir también las matanzas del cerdo en lugares públicos, lo cual no parece ser el caso). La pueden hacer en sus casas o en sus templos, que son los lugares privados donde la ley civil, en principio, no entra a juzgar. Por descontado, los vocingleros de izquierdas (y de derechas, y no pocos obispos) han tachado la resolución administrativa de xenofobia y contraria a la libertad religiosa. Qué otra cosa podían decir: el asunto no tiene por dónde cogerse. Equiparar ese ritual medieval, más espectáculo propio de un matadero que de una liturgia, con corderos degollados y sangre por doquier, con el derecho de un ciudadano a adorar a un dios inexistente (y bastante torpe, como torpes eran las mentes que lo crearon), es alcanzar un punto de decadencia donde cada chorrada proveniente de una línea histórica diferente a la nuestra, parece ser objeto de vanagloria.
En el fondo, uno de los temas en juego es la incapacidad del Islam (o mejor dicho, su obstinada persispencia) de asumir que sus anacrónicas normas religiosas no pueden ser leyes civiles ni democráticas. Que se lo digan a los sufridores ciudadanos europeos de las crecientes comunidades musulmanas de Francia, Bélgica, Alemania, Suecia, o Reino Unido, donde la sustitución total de la ley común por la sharía es un desafío que apenas acaba de asomar sus garras. Nos preciamos de ser estados liberales y tolerantes, pero somos incapaces de retroactivar las herramientas indispensables para impedir ser convertidos en los estados teocráticos e intolerantes de los que provienen quienes emigran a esta parte del mundo. Dirá usted que la migración sudamericana, plagada de un catolicismo pueril, repleta de diositos y jesús me ama y cánticos de iglesia post-conciliares (la cosa más grotesca del catolicismo actual), es un fenómeno similar. Pero no lo es. Y si es usted de izquierdas, se indignará con mis palabras (cosa que realmente quiero que suceda), aunque no por ello dejará de justificar sus ataques continuados a ideologías distintas u opuestas, aplaudiendo los escraches y las imposiciones intimidatorias estilo podemita en cualquier universidad. Lo que usted jamás hará será atreverse a decirle lo mismo al Islam y defender que, por ejemplo, el famoso velo no es otra cosa que una vejación inmisericorde para las mujeres proveniente del siglo VII, que a punto estuvo de ser revocado en las -entonces- sociedades islámicas intelectualmente potentes, mucho antes de que esta escoria religiosa llegara a imponerse en aras de su maldito Alá. Atrévase usted y luego discutimos usted y yo.
Si hace un siglo era pensable un islam compatible con la libertad personal, hoy en día, el Islam parece un baluarte repleto de creyentes bondadosos, entremezclados con hombres de las cavernas que, para mayor afrenta, son quienes interpretan los escritos de su profeta y dictan el comportamiento de unos (los bondadosos) y otros (los australopitecos que gozan de matar e imponer con bombas y tiros la reputación de su fe). La humanidad sigue entregando a los peores intérpretes humanos la potestad de hablar en nombre de un Dios inexistente que, además, impone una ley anacrónica y extermporánea. Los musulmanes tal vez no estén preparados para afrontar un debate que dejaron sucumbir hace un siglo. Lo peor es que, los restantes, tampoco lo estamos.
viernes, 8 de agosto de 2025
El estío del olvido
Agosto nunca llega de improviso, tampoco se instala sin avisar. Agosto es un mes que siempre está llegando desde lejos, como el crepúsculo de los atardeceres. No irrumpe, al contrario que sucede con junio, siempre pendiente de contrariar las emociones contenidas en los meses vernales previos. Tampoco es un mes que se esconda, como le sucede a septiembre, desesperado por avanzar sin remisión hasta el otoño. Agosto aparece una mañana con su calor plomizo, su luz pesada y grasa, sin filtrar, y su reloj detenido en el impasible tictac del tiempo que no quiere proseguir, como a los antiguos despertadores a los que había que dar cuerda y que han desaparecido de las mesitas de noche.
En mi pueblo, antaño, agosto señalaba el tránsito definitivo del año agrícola. Julio abarcaba toda la recolección y la cosecha, era el mes afanoso por excelencia. Pero su haragán compañero estival se significaba en inacabables días de fiesta, siempre tan deseados. Las jornadas, sensiblemente más cortas, avisaban de noches que arrancaban indefectiblemente cálidas y devenían, con el paso de las horas, en frescas e incluso frías. Pese al júbilo incesante, consecuencia lógica de la ausencia de labores agrarias (tan solo unas pocas tareas mantenían ocupadas a las personas), en agosto todo se iba desacelerando y bestias y hombres adoptaban un paso sosegado y calmo. El tiempo mismo parecía permanecer sentado a la sombra mientras los pensamientos se dedicaban a sudar exhaustos los últimos vestigios de los afanes, que es cuando merecía la pena plantearse las preguntas más trascendentales sobre la vida y su significado. Era parte del idioma estival que las mentes comenzasen a advocar una vez que el cansancio, la espera y la piel pegajosa habían cumplido su cometido.
Nada de todo ello posee sentido en estos tiempos de ahora, cuando el verano que representa el mes de agosto no es ni tan siquiera el punto máximo de una fiesta interminable, sino la excusa contraproducente para seguir manteniéndose en una incesante entretención. Se mantienen los rituales dogmaticos de las pieles bronceadas de playa y sol, los cuerpos cincelados cuando aún cabe usar esa expresión para definir a las huríes que ponen a prueba la malignidad del pasado que uno supo disfrutar como hombre. Pero agosto, en ese sentido, y en esta parte del mundo, ha dejado de ser el fuego lento donde se cocinaba el alma para convertirse en el abrasador crisol donde las aventuras de la vida se funden unas con otras, sin remisión ni espera, como si hubiese que quemar la vida con el ardoe de la atmósfera, impidiéndonos recordar posteriormente. Jamás me había sucedido que encontrase tan vacío un mes que siempre supuso tanto contenido en mi vida.
Lo observo con pasmo en mi terruño. Desde temprano, el aire se presenta denso, pero como si viniera de otro planeta, de uno que se halla muy lejos, donde todo arde incluso antes de tocar el suelo, un suelo yermo y baldío donde ya no se agostan los rastrojos ni menudean las reses y caballerías paciendo los restos de la cosecha. Ya no cantan las cigarras en los campos y el sonido del aire entre las ramas de los robles y de las encinas no suena a música de la naturaleza, sino a una severa advertencia: algo va a estallar, quizás el cielo, quizás nosotros, porque hemos perdido el rumbo del estío. Lo que estalla, lo que implosiona, es el pasado donde los agostos tenían todo el sentido, y las fiestas unían a las gentes que populaban los caseríos y puebluchos porque era improbable que se viesen juntos de esa manera el resto del año. En los pueblos, el mediodía aún parece sagrado. No porque se rece, pues ya no hay rezos ni campanas que repiquen a misa. Simplemente no se respira. Las calles son maquetas abandonadas y los perros no deambulan buscando las sombras mientras sus amos sestean o terminan de comer con la copa de brandy o de ojén. Aquellos perros se deslizaban en cámara lenta y por las noches salían en procesión a vivir una vida muy distinta de la diurna. Eran perros para el ganado y su conducta se ajustaba a un protocolo ancestral de servidumbre y fidelidad. Ahora los perros permanecen en las casas, se alimentan aburridamente y no saben ser felices porque solo saben ser esclavos del confort y de la idiocia de sus dueños, que se niegan a educarlos como animales. Y cuando todos estos pequeños elementos se integran y disuelven, uno concluye que el estío ya nunca volverá a ser lo que una vez lo hizo grande porque ninguna estación volverá a ser lo mismo.
En las ciudades es mucho peor, porque todo se vuelve irreal. El asfalto huele a caucho quemado y las oficinas están vacías o en guerra con el aire acondicionado. Los trenes laten como bestias de metal sin alma, por ausencia de pasajeros que no lleven maletones (para qué querrán los virus denominados turistas tanto equipaje). Las conversaciones se acortan, si es que hay alguna, la ropa se reduce estúpidamente (por favor, qué afán en querer vestirnos de párvulos, sin viso alguno de elegancia o dignidad). Hasta los pensamientos parecen flotar inertes sobre capas de sudor. No queda nada de aquellos pactos silenciosos entre desconocidos bajo el mismo árbol o ante el agua de la misma fuente. Creo que solo los turistas suspiran alborozados frente a las heladerías donde servían una bola o dos de mantecoso frío sobre un barquillo en forma de cono. No hay niños corriendo descalzos, ni abanicos en manos de abuelas conocedoras de todos los secretos del calor. Solo en la costa se percibe el chasquido de la carne en las parrillas o el pescado en los espetos. Pero es una impronta insignificante, casi miserable. Qué lejos están las canciones de orquesta con sabor a anís y a infancia, los reencuentros en plazas donde nadie preguntaba por el tiempo porque conocido era que agosto es siempre eterno. Y cuando el sol comenzaba a hundirse, y llegaba la primera brisa verdadera —la única que no quemaba—, el mundo parecía redescubrir sus formas y esquinas. La noche como un regalo, las terrazas como conversaciones pausadas, los cuerpos rozándose sin temor al bochorno, los ojos animados a mirar mucho más allá del calor. Aquellos agostos limpiaban. De excusas, de maquillajes y prisas.
Mientras el verano alcance su punto más alto y la tierra siga exudando vapor, recordaré que bajo el cielo inclemente de azul sin nubes estaba latiendo la promesa de lo venidero: la uva madura, el primer día nublado, la lluvia agradecedora. Y la certeza de que todo lo que arde, algún día, acaba cediendo. Son cosas que el mundo ya no sabe que existen, que aún perviven. Es el estío de los olvidados.
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