viernes, 7 de noviembre de 2025

Cuando la curiosidad se delega a las máquinas

Una reciente encuesta, efectuada por una conocida empresa de análisis de mercado, asegura que una creciente mayoría de adultos estadounidenses cree que las computadoras ya son más inteligentes que las personas, o que lo serán en el futuro cercano. No puedo estar en desacuerdo. No se trata solo de las computadoras: los móviles, Instagram o Wikipedia, ya son más inteligentes que una porción estimable de las personas que conozco. No me refiero con ello a la cultura, en cuanto a ilustración, que no a civilización: lo doy por descontado. La mayoría de la gente, cuando desea conocer algo, es porque el móvil ha expulsado algún concepto en cualesquier redes sociales, desconocido para el interfecto que las escucha o ve o (menos probable) lee. Si la curiosidad es tal que precisa ser saciada, de inmediato acudirá a Wikipedia, aunque lo más lógico, ahora mismo, es acudir al chatgepeté.

A este paso, los computadores y móviles se volverán aún mucho más inteligentes que las personas. Ya lo eran. Pues más. Y, como decía mi abuela (muy sabia), a la gente lista conviene arrimarse y aprender. Luego aprenderemos de las máquinas que construimos, cuya capacidad de almacenamiento de información y de su interconexión es muy inferior a la del cerebro humano, pero cuya capacidad de no cansarse nunca de almacenar información (y utilizarla) es infinita, no como la nuestra, que se evidencia en tres minutos, a lo mucho.

Hay quienes fabulan ya con la posibilidad de que las máquinas adquieran conciencia, pero dudo que suceda mientras sus interconexiones no superen a las redes neuronales de los humanos. Los optimistas dicen que está al llegar. Algunos incluso fabulamos con inteligencias artificiales capaces de amar y de matar por amor, pero no deja de ser literatura adelantada. Hacer cálculos rápidamente es sencillo, conceptualmente hablando: lo difícil es materializar la experiencia subjetiva interior, la que aparece cuando uno deja de mirar el mundo de afuera con ojos de asombro, y comienza a asombrarse del universo que surge en los silencios de la propia consciencia. Felicidad, tristeza... Son demasiados millones de años de evolución que, en el fondo, nos creemos capaces de simular en una década, o eso opinan los optimistas (yo no lo soy).

Tal vez resulte cierto que el chatgepeté, en los nano-ratos libres que le dejen los usuarios, se deleitará leyendo el Quijote o a algunas de las obras de Shakespeare. Ese deleite no se produce por el hecho de aprender, no tan sólo: sobre todo estriba en el descubrimiento de la inmensa dimensión interior que una experiencia similar produce (de ahí la igualmente ingente lástima que me producen quienes desaprovechan una oportunidad tan preclara).

Aunque un computador, o un móvil, diga que posee experiencias subjetivas internas del mundo, media un larguísimo trecho hasta comprobar que tal eventualidad sucede con un altísimo porcentaje de verosimilitud. De hecho, me paso los días creyendo que mis congéneres carecen de esa experiencia subjetiva con solo oírles hablar o actuar. Pero, seamos optimistas, esta vez sí, también puede suceder que acabe sintiendo más afecto por una máquina que me miente por la ilusión que le hace creer que puede ser humana, que por un humano que no miente porque es incapaz de simular una mejor versión de sí mismo.

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