Singapur hay que contemplarlo como se observan las conchas surgidas en la arena dela playa. Con fascinación. En sí misma, esta ciudad-estado es como un sorprendente estallido de vitalidad sobre la humedad sempiterna del ecuador.
En Singapur nada es fruto del capricho. Cada una de las avenidas (inmensas) y calles (modélicas) transpira la antigua voluntad de hacer que los seres humanos se conduzcan con orden y concierto. Cada jardín (y hay unos cuantos) es un pacto firmado por la luz del sol con la selva para que ésta se deje domar sin destruirla. En las ciudades occidentales solo hay orden y armonía en las exiguas herencias arquitectónicas del pasado: lo demás es un desbarajuste de colosales proporciones motivado por la dejación sempiterna de unos políticos (los alcaldes y concejales) a quienes jamás pasó por la cabeza pensar que, sin ese orden arquitectónico, al final las ciudades son un desbarajuste. Tal desorden les dio ingresos y, por un tiempo, mantuvo las arcas llenas. Luego pasó y quedó el libre albedrío como manera de dignificar la mediocridad.
Singapur, salvo por la selva que todo lo sumerge, es sobria. Algunos lo critican. He llegado a leer que el gobierno de esta ciudad-estado mantiene una compostura digna de la mejor regla monástica. Y es cierto. La disciplina se encuentra por todas partes. A nadie parece molestar esa aparente rigidez: la convivencia funciona y todos se benefician de ello. La libertad que tanto nos gusta proclamar, flor delicada que en muchos casos confundimos con la conveniencia, se manifiesta en esta ciudad-estado con una calma férrea que ha trascendido los propios planteamientos mundanos de quienes en ella moran.
No se trata de un paraíso perfecto. En puridad, ningún territorio humano lo es. Exige ese tipo de sacrificios que buena parte del mundo restante no quiere ni asumir ni plantearse: responsabilidad personal, constancia... En el mestizaje de sus razas y credos, ninguna particularidad (china o musulmana, europea o católica) trata de imponer su dogma. Y mientras muchos otros Estados se pierden en el espejo de la identidad y demás relatos simbólicos (e inventados), Singapur avanza con firmeza porque parece haber encontrado la fuente de la sabiduría: saber hacia dónde quiere orientarse. Por las calles no se percibe ninguna borrachera de símbolos o proclamas estúpidas, siempre egoístas o xenófobas o simplemente repugnantes. Diríase que ha comprendido (hace tiempo) algo que Europa parece haber olvidado (igualmente hace mucho tiempo), y no es otra cosa que ser consciente de que el futuro no se construye con interminables letanías sentimentales.
Me voy de Singapur. esta vez ya definitivamente. No creo regresar en breve, y tal vez nunca más lo haga. Seguiré pensando, hasta el fin de mis días, que Singapur no es realmente una ciudad-estado: es una ciudad-palabra, ciudad-compromiso, ciudad-futuro. Y cuando contemple la lluvia de primavera en España, pensaré con añoranza en las torrenciales tormentas que impiden a los edificios alcanzar el cielo mucho antes que los árboles.
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