viernes, 28 de noviembre de 2025

Adiós, Singapur

Singapur hay que contemplarlo como se observan las conchas surgidas en la arena dela playa. Con fascinación. En sí misma, esta ciudad-estado es como un sorprendente estallido de vitalidad sobre la humedad sempiterna del ecuador. 

En Singapur nada es fruto del capricho. Cada una de las avenidas (inmensas) y calles (modélicas) transpira la antigua voluntad de hacer que los seres humanos se conduzcan con orden y concierto. Cada jardín (y hay unos cuantos) es un pacto firmado por la luz del sol con la selva para que ésta se deje domar sin destruirla. En las ciudades occidentales solo hay orden y armonía en las exiguas herencias arquitectónicas del pasado: lo demás es un desbarajuste de colosales proporciones motivado por la dejación sempiterna de unos políticos (los alcaldes y concejales) a quienes jamás pasó por la cabeza pensar que, sin ese orden arquitectónico, al final las ciudades son un desbarajuste. Tal  desorden les dio ingresos y, por un tiempo, mantuvo las arcas llenas. Luego pasó y quedó el libre albedrío como manera de dignificar la mediocridad.

Vivimos un mundo consumido por los discursos inflados y por las excusas que anteponemos a toda dignidad. Singapur recuerda al orbe entero que el progreso también es un retoño al que se puede imponer una reglas, las del rigor y el sudor. Esta pequeña nación jamás invocó consignas ideológicas para acordar que todos sus ciudadanos se regirían por derechos y deberes nítidos, y leyes idénticas para poderosos que débiles. Puede sonar añejo decirlo, y tal vez lo sea, pero en Singapur la autoridad es una demostración de respeto y de acatamiento del orden establecido. 

Singapur, salvo por la selva que todo lo sumerge, es sobria. Algunos lo critican. He llegado a leer que el gobierno de esta ciudad-estado mantiene una compostura digna de la mejor regla monástica. Y es cierto. La disciplina se encuentra por todas partes. A nadie parece molestar esa aparente rigidez: la convivencia funciona y todos se benefician de ello. La libertad que tanto nos gusta proclamar, flor delicada que en muchos casos confundimos con la conveniencia, se manifiesta en esta ciudad-estado con una calma férrea que ha trascendido los propios planteamientos mundanos de quienes en ella moran.

No se trata de un paraíso perfecto. En puridad, ningún territorio humano lo es. Exige ese tipo de sacrificios que buena parte del mundo restante no quiere ni asumir ni plantearse: responsabilidad personal, constancia... En el mestizaje de sus razas y credos, ninguna particularidad (china o musulmana, europea o católica) trata de imponer su dogma. Y mientras muchos otros Estados se pierden en el espejo de la identidad y demás relatos simbólicos (e inventados), Singapur avanza con firmeza porque parece haber encontrado la fuente de la sabiduría: saber hacia dónde quiere orientarse. Por las calles no se percibe ninguna borrachera de símbolos o proclamas estúpidas, siempre egoístas o xenófobas o simplemente repugnantes. Diríase que ha comprendido (hace tiempo) algo que Europa parece haber olvidado (igualmente hace mucho tiempo), y no es otra cosa que ser consciente de que el futuro no se construye con interminables letanías sentimentales.

El milagro económico de Singapur, con todas sus contrapartidas, destila cierto aroma a satisfacción. En ella se ha consumado un estilo de civilización construido con enorme paciencia, siempre deseando lo mejor para sí misma y su destino. Es la razón por la que muchos contemplan a Singapur con tanta admiración como recelo. Y esa razón es que Singapur funciona. Y funciona porque ha preservado una verdad muy antigua que el mundo contemporáneo ha sepultado bajo inmensas toneladas de ruido, de olvido interesado, de historia tergiversada, de afinidades ideológicas. El orden de las cosas es lo que logra que el progreso sea sostenible. Los mismos que recelan de ella, que defienden en sus terruños una visión de la sociedad decididamente decadente, cuando vienen a Singapur abrazan sin ambages las premisas que rehúyen en sus países de origen. Qué fácil es profesar el buenismo social partiendo de la base de que cualquier cosa sirve, aunque no sirva para nada.

Me voy de Singapur. esta vez ya definitivamente. No creo regresar en breve, y tal vez nunca más lo haga. Seguiré pensando, hasta el fin de mis días, que Singapur no es realmente una ciudad-estado: es una ciudad-palabra, ciudad-compromiso, ciudad-futuro. Y cuando contemple la lluvia de primavera en España, pensaré con añoranza en las torrenciales tormentas que impiden a los edificios alcanzar el cielo mucho antes que los árboles.


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