El ser humano siempre ha necesitado espejos, si bien la contemplación pura y exacta de su propia imagen no se universales hasta el siglo XIX. Mucho antes, se buscaba el reflejo del propio rostro en el agua quieta de un lago o el metal bruñido de los palacios. La cuestión es que, desde la antigüedad, el hombre ha buscado contemplarse, reconocerse y confirmar su existencia.
Las redes sociales son el espejo último y más sofisticado. No solo devuelven la imagen, también la multiplican, la distorsionan y la ofrecen a la mirada de los otros. En ese gesto —aparentemente trivial, pero profundamente metafísico— se cifra el drama contemporáneo: la conversión de la intimidad en espectáculo y de la exhibición en principio de identidad.
Lo inquietante no es la vanidad, tan antigua como el hombre y hasta cierto punto necesaria para su afirmación. Lo verdaderamente perturbador es que las redes han disuelto los límites que nos anclaban a lo real. Nos abstraen de la condición material, del rango intelectual, de la edad y del decoro —esa forma de dignidad social que los clásicos consideraban el fundamento de la civilización. En ese espacio todo se mimetiza: el pobre juega a ser rico, el joven finge madurez, el adulto busca relevancia entre adolescentes, y el sabio, con tal de no desaparecer del ruido general, se rebaja al nivel del necio. Como advirtió Ortega, la máscara ha devorado al rostro.
La modernidad digital ha democratizado la palabra, sí, pero al precio de vaciarla de logos y de trivializarla. Lo que antes exigía deliberación, mesura y consecuencia —emitir un juicio, compartir una experiencia, expresar un sentimiento— se ha vuelto impulso, reflejo, ruido. Publicamos antes de pensar, opinamos antes de comprender y condenamos antes de escuchar. Lo que podría haber sido un ágora del pensamiento libre, un espacio kantiano de razón pública, se ha degradado en coliseo de pasiones: lugar donde el ingenio sustituye al argumento y la vehemencia eclipsa la verdad.
El problema no es sólo ético: es ontológico, como intuyó Heidegger cuando advirtió que la técnica no sólo modifica el mundo, sino la esencia del hombre. Las redes no cambian únicamente lo que hacemos, también lo que somos. Construimos nuestra identidad frente a la mirada del otro y, al hacerlo, dejamos de habitar el ser para habitar la representación del yo que somos hasta prácticamente hacerlo desaparecer u olvidar. Nos convertimos en entes de apariencia, esclavos del aplauso, ese sucedáneo contemporáneo del reconocimiento. Nietzsche ya lo había visto venir: el hombre moderno busca la admiración, no la altura; quiere ser aplaudido, no comprendido.
Sin embargo, esta misma lógica del espejo perpetuo contiene una ironía que La Rochefoucauld habría apreciado: por mucho cuidado que pongamos en disfrazar nuestras pasiones con apariencias de piedad y honor, siempre se pueden ver a través de los velos. Quiere decirse que las redes revelan mucho más de lo que sus usuarios pretenden esconder o falsificar en ellas. Lo que mostramos sin querer —la pobreza del lenguaje, la debilidad emocional, la falta de educación— nos delata más que cualquier biografía. Las redes amplifican nuestras carencias mucho más de lo que encumbran las virtudes. El odio, la envidia, la necesidad de atención no surgen como productos de un algoritmo, sino como emanaciones níveas del que actúa y habla sin freno. En cierto modo, el entorno digital cumple el sueño cínico de Diógenes: mostrar al hombre tal cual es, sin artificio. Pero la verdad sin contención degenera en obscenidad y lo que podría ser autoconocimiento se convierte en exhibicionismo.
Algunos celebran esta transparencia como una forma de liberación: “mostrarse sin filtros”, “ser auténtico”. Pero la autenticidad sin el cuidado de la expresión y su contenido es una antigua y bien conocida forma de barbarie. La ausencia de filtros no engendra ninguna verdad, del mismo modo que el desahogo no produce sabiduría. Platón enseñó que la verdad requiere anámnesis, es decir, memoria y silencio. El desahogo digital, en cambio, es puro ruido: catarsis sin el más mínimo pensamiento o desvelos tan continuamos como sin sentido. Llorar en redes no es lo mismo que llorar ante un amigo. Lo primero busca un eco; lo segundo, el consuelo. Entre ambos gestos se abre la frontera que separa la intimidad del exhibicionismo.
Por eso conviene rescatar una prudencia antigua, casi estoica: la de lavar la ropa sucia en casa. No por hipocresía, sino por dignidad. La discreción no es miedo: es nobleza, que es muy distinto. Custodiar la vida interior del ojo público es un acto de resistencia frente a la entropía moral de la exposición. En un tiempo en que se confunde visibilidad con existencia, el pudor se vuelve la más revolucionaria de las virtudes.
Las redes no desaparecerán ni tal vez deban hacerlo, aunque opino que solo deberian permanecer los contenidos y ser erradicadas de cuajo las opiniones y reacciones (quien quiera mostrar su apoyo o rechazo, que publique igualmente un contenido). Como tal ejercicio de mesura no va a suceder, seguirán siendo un espejo que deforme más de lo revelado. Entre mostrar y desnudarse hay una diferencia invisible: la del ser pensante que aún se respeta.
La tecnología no nos ha hecho más sabios, sólo más notorios. Quizá la sabiduría, esa vieja virtud socrática, consista hoy en saber callar, en no publicar, en aceptar que lo valioso no necesita el refrendo o la exaltacion ajena. Porque, al final, el alma no se mide por sus reflejos, sino por su silencio.
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