Ha muerto el Papa Francisco. Como figura que ha ocupado el centro simbólico de millones de personas, su partida merece respeto y una pausa. Pero también, si uno cree que la palabra debe decir la verdad aunque duela, merece juicio. Durante el último medio siglo, la Iglesia católica ha estado marcada por tres rostros profundamente distintos. Tres formas de entender el mundo, la fe y, sobre todo, al ser humano. Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco no solo ocuparon el mismo cargo: representaron tres modos divergentes de pensar lo divino y lo humano.
Benedicto XVI, para mí, fue el más lúcido de todos. No porque su teología fuera accesible —que no lo era—, sino porque detrás de cada frase se intuía una arquitectura del pensamiento que ha desaparecido de casi todos los ámbitos del discurso contemporáneo. Ratzinger no escribía para emocionar, sino para comprender. En Spe Salvi, por ejemplo, leemos una crítica del progreso moderno que no se agota en lo religioso, sino que habla también a la filosofía de la historia, al deseo humano, a la finitud. En Caritas in Veritate, ofrece una lectura ética de la economía global que aún está por leerse a fondo. Fue un hombre silencioso y profundo, tan elegante en su pensamiento como solitario en su camino. Sus tres libros sobre Jesús de Nazaret debería formar parte de la biblioteca personal de todo creyente.
Juan Pablo II, en cambio, supo mirar al mundo. No con la distancia teológica de un académico, sino con el ojo de quien ha conocido el totalitarismo, la precariedad, el miedo, y aun así confía en el ser humano. Su personalismo fenomenológico, su defensa de la dignidad humana, y su voluntad de unir fe y razón hacen de Fides et Ratio una obra mayor. Pero fue también el primero en intuir que las grandes cuestiones del cuerpo, de la sexualidad, de la vida en el siglo XXI, necesitaban un lenguaje nuevo. Lo intentó. A veces cayó en el normativismo. Pero nadie puede acusarlo de indiferencia. Fue un Papa extremadamente querido, viajero, que supo conectar con una sociedad cansada de la guerra fría, de las tensiones del comunismo, de las diferencias abismales entre continentes, un Papa que levantó a las masas. Pero también fue un distinguido teólogo, capaz de dotar de profundidad religiosa su praxis.
Francisco, en cambio, no supo —o no quiso— pensar a esa altura. Su discurso fue pastoral, narrativo, hecho de gestos y llamados, de denuncias sociales y apelaciones morales. Todo lo cual puede ser útil, incluso necesario. Pero su pensamiento, comparado con el de sus predecesores, carece de densidad. En Laudato Si’ y Fratelli Tutti encontramos intuiciones justas, pero poco desarrollo, o ninguno. En sus encíclicas falta estructura, falta concepto. Francisco habló con el pueblo, sí, o al menos con un pueblo torpe y mítico que solo piensa en términos de "diosito" (el concepto sudamericano de la fe es así de mezquino) o de preceptos y dogmas (la Iglesia sigue empeñada en vindicar la universalidad de sus fundamentos más antiguos), pero olvidó a quienes, sin creer, lo que buscan es comprender, y a quienes, creyendo, lo que necesitan es modernizar sus creencias.
Y eso es lo que más lamento del papado de Francisco. Como ateo, no espero coincidencias doctrinales. Pero sí exijo —a quienes ocupan lugares de trascendencia simbólica— que se tomen en serio la inteligencia. Que no reduzcan la fe a la consigna a la que la inmensa mayoría de los creyentes la han reducido, ni la ética a una compasión estúpida y absolutamente alejada de la realidad del mundo. Ratzinger lo hizo. Wojtyła también. Francisco, no. Su papado ha sido, desde mi mirada, intrascendente. No porque haya hecho poco, sino porque ha pensado poco, o nada. Seguramente nunca fue un hombre destinado a iluminar el pensamiento ajeno, pero me pregunto en qué medida ha iluminado a unas masas suficientemente aborregadas en lo doctrinario y el pensamiento mágico. Porque al querer ser cercano, dejó vacía la cátedra.
El lunes falleció un Papa. Acompaño el duelo de quienes lo han amado. Pero también reclamo, desde el margen, el derecho a decir que lo que permanece, al final, no es la simpatía ni el aplauso fácil. Lo que permanece es el pensamiento. Y en eso, la historia pondrá a Benedicto XVI por encima. Y a Juan Pablo II en la memoria eterna de todos.
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