viernes, 11 de abril de 2025

Patos nadando o volando

 A los mandamases (máximos dirigentes de uno de los tres poderes del Estado) suele encantar mucho confrontar a los máximos dirigentes de los restantes poderes del Estado y, con especial empeño, el de la justicia, porque las cuadernas de los parlamentos ya viene arboladas por idénticas representaciones estadísticas a las que los llevan a ellos, mandamases ejecutivos, a Gobernar en nombre de todos (lo que debería ser), de unos pocos (lo que, de hecho, es) o de nadie salvo ellos mismos (lo que jamás debería ser). El escrutinio de la ley es el que es, guste más o guste menos, y quienes hemos probado los sinsabores de las lentitudes, subterfugios y mendacidades que lo conforman, sabemos de las dificultades por las que atraviesan los jueces a la hora de encausar los delitos. Y suele suceder, porque jamás sucede lo contrario, que el gobierno de la ley opere contra los mandamases ejecutivos en cuestiones que no sean abusos legales, corrupciones muchas y sometimientos a la población. 

En España, este extraño país que todos admiran fuera y que tantos repudiamos dentro por la velocidad con la que se reproducen los idiotas y mediocres, especialmente en los zoológicos partidistas, llevamos un tiempo soportando las veleidades de un tipo mediocre, malo (en todos los sentidos), iletrado, tan rematadamente torticero (y buen conocedor de los entresijos del poder) que para cubrirse las espaldas, se ha arrogado el afán protagonista en instituciones como el Tribunal Constitucional, la Abogacía del estado o la Fiscalía General, con los resultados por todos bien conocidos, salvo a quienes, hooligans de sus ideologías, comulgan con las hostias reconsagradas de las que hablaba la semana pasada, y que no son pan ácimo precisamente, sino panes como tortas directamente percutidas en la boca de los estómagos de quienes solo podemos hacer dos cosas: pagar cada vez más impuestos y callar (acaso pataleando). 

Todas estas cosas suceden porque, alrededor del mequetrefe indocto, hay un puñado de gentes a las que se creía buenos profesionales en lo suyo, pero que por ansia de ser ministros (aunque sea de marina), han pasado por una reconversión que ríase usted de la industrial de los años 80. Y como, pase lo que pase, nunca pasa nada, salvo en las mesas de Waterloo, donde pasa todo lo que pasa en la España que detestan, nos hallamos en la tormenta perfecta de la inmoralidad de un Gobierno títere tanto de sus cabritunos socios como de su primer ejecutivo, abrazador de cuantos conceptos le pongan para firmar encima de la mesa como pago a seguir durmiendo en el palacio monclovita otro día más (único espacio en el que poder hacerse rico, como le ha pasado a posteriori al otro idiota, el Zapatero aquel de las coces chinas y venezolanas). 

Abundan, y no solo en España, los ejemplos de cuán profundo es el deterioro de la política en el mundo. Nos reímos del pato Donald, cuyo parpeo mantiene en vilo a medio mundo con sus constantes locuras ucranianas y arancelarias, pero la crisis de cuanto sucede de puertas para adentro no es menor, sino muy superior, incluso respecto a la de nuestros vecinos europeos, que también tienen lo suyo. Óiganme, corren malos, muy malos tiempos para la lírica política. Aquí y allá, los mandamases establecen como objetivos no el trabajo duro y constante en pos del bienestar y la mejora de vida de los ciudadanos, sino cualquier cosa que los mantenga a ellos en el poder por tiempo indefinido. Y, ya de paso, a sus esposas, amantes, hijas, hermanos y amigos de la escuela. Así pasamos los días, y así los vamos a seguir pasando.