viernes, 4 de abril de 2025

El parentesco como arte escénico

Han pasado tantas cosas, y tantas siguen pasando, que casi lo henos olvidado. Y eso que sucedió,  como diría el otro, ayer mismo. José Luis Ábalos fue ministro de Fomento, número dos del PSOE y mano derecha de Pedro Sánchez en sus tiempos más correosos. Era, según la liturgia socialista, uno de los “hombres fuertes” del Ejecutivo. Hoy es, más bien, el protagonista de un vodevil institucional que combina escoltas, mascarillas, asesoras de belleza inquietante y un número indefinido de sobrinas de presencia discreta pero fulgurante. Buen material engendraban sus hermanos de sangre o políticos. Por supuesto, no se trataba de sobrinas de sangre —como se insinuó torpemente en un aún más torpe intento de evitar nombrar el tabú por su designación auténtica— sino de una curiosa constelación de mujeres bastante atracables a las que el entramado de Ábalos (y afines) proporcionaba piso, ropa, viajes, sinecuras y otras gabelas. Pero la realidad es que podrían haber pasado perfectamente por asesoras de imagen y asistentes de dietas alimenticias, pero nos tememos que la bendiciíon de los panes y los peces no correspondía en este caso al señor mío cuya pasión en breve se procesionará por toda España, sino a otra pasión mucho más casposa y escabrosa donde las imágenes semi desnudas no corresponden a un hombre torturado sino a hembras asobrinadas de encantos torturadores. 

Pero bueno. Mientras tanto, el jefe, el indocto monclovita, en lugar de sobrinas iba teniendo hermano y esposa a los que atender. Se trata del mismo personaje de quien decimos que es el presidente de este país y quien ni tan siquiera se ha molestado en declarar que no se enteraba de nada cuando Koldo firmaba contratos a golpe de comilona, o cuando sus ministros usaban la administración como agencia de colocación estética y de importación de carillas mascarillas. Y que, por cierto, cuando su propia vida marital hizo aguas por rumores sobre una periodista, coincidiendo con la información privilegiada de que a su señora la iban a categorizar de investigada en un proceso judicial (o varios, ya he perdido la cuenta), se encerró cinco días en Palacio a escribir cartas de amor como si el Estado debiera esperar mientras él se curaba las heridas del ego, de la vergüenza y de los cuernos.

No hay política sin cuerpo, al margen del ministro de economía, pero lo de Ábalos ha sido toda una exhibición involuntaria de banalidades y carne intuida: el del ministro lo era no en el sentido foucaultiano, sino en el literal. Su cuerpo, su sombra, sus silencios, su séquito de escolta y sus sobrinas buenorras. El cuerpo como símbolo de la impunidad al margen de su propia fealdad. Porque el caso Ábalos no es solo una mancha en la biografía de un ministro ya caído y obligado a enfrentar su oprobio y desgracia. Es una herida abierta no en la confianza ciudadana, que ya estamos a vuelta de todo con tanto como sigue sucediendo (qué aburrida solía ser la política antaño, por favor) sino en la propia confianza de los sociatas que aún conservan imaginación suficiente para comulgar con estas ruedas de molino que el contexto pedrosanchístico les coloca sobre la lengua. Por supuesto, el pobrecito hombre que paseaba en coche oficial a amigas maquilladas de parentesco y firmaba contratos con personas hoy investigadas, no ha pedido perdón. No ha devuelto un céntimo. No ha dimitido por iniciativa propia. Y aún se pasea por los platós pidiendo comprensión. En cada uno de esos actos de fe (defensa o ataque o lo que sea) hay un manotazo estampado en nuestra cara que recuerda los jolgorios de su reciente vida, donde las confabulaciones venezolanas y las señoritas de a bastantes miles de euros la noche y el día, son solo una parte del modo de entender la política por parte de esta gente.

Y da rabia. Y da envidia. Ábalos no es precisamente un latinlover. Ni un Casanova, ni un Don Juan, ni siquiera un secundario de culebrón. Es más bien un señor que vende fotocopiadoras usadas en una feria de barrio. Y, sin embargo, ahí lo tenemos: rodeado de mujeres despampanantes que entran y salen de hoteles, ministerios y despachos con la categoría genérica de sobrinas, muchas sin estudios, otras sin experiencia, y todas sin parentesco. Miss Asturias, Jesica... Qué más da los nombres y las designaciones. Todo ese puñado de bellezas de contorno generoso y currículum vaporoso fueron surgiendo en el disfrute de un verano institucional con cargo al erario y a los regalos de aires europeos y pantanos venezolanos. Paseadas con escolta como si fueran altos cargos y colocadas donde tocase como si la competencia a demostrar fuera llevar con estilo un bikini, mientras el tal Ábalos les sonreía con esa cara de oso fatigado que parece pedir un café y una napolitana de crema. Un tío que parece salido de una novela de funcionarios grises y que, sin embargo, ha sido capaz de vivir su propia saga hormonal con recursos públicos por la simple razón de que acompañó en un Peugeot al idiota que solo quiso mandar más que nadie y enriquecerse con ello (y en ello aún anda, para oprobio de la oposición).

Que la historia comenzara a tambalearse cuando se destapó el escándalo de las comisiones millonarias por mascarillas gestionadas desde el entorno de su ex-asesor Koldo García, es lo de menos. El hedor de la no proviene de que un ministro tenga amigas a las que tirarse por ser vos bondad infinita. Lo grave es que se hayan buscado fórmulas tan grotescas para el lío de las sobrinas acompañantes y los niditos de amor. A nadie parece mal que un señor feo como el demonio y con poder absoluto en el Gobierno guste de jovencitas que dan muy buen paisaje a las fotos de viajes y los coches oficiales. Pero esa medicación anti-edad tan eficiente en caballeros de compostura sombría debería estar incluida en la seguridad social. 

Así cualquiera.