viernes, 18 de abril de 2025

Fe rota y ciega (y el arte de no pensar)

En ocasiones consuela comprobar cómo la parte cultural y artística de la religión católica, que tanto se evidencia estos días de Semana Santa, es con toda justicia exaltada y admirada. Aunque sea como una suerte de parque temático de orígenes oscuros y, en alguna medida, evitables. Casi podría decirse que resulta más valiosa para quienes no acaban de aceptar los preceptos cristianos. Y no hay nada de excepcional en ello. El cristianismo que se predica hoy, el que se canta con guitarras en las salas de culto o se exalta desde los balcones episcopales, tiene muy poco que ver con los textos, los conflictos, la sangre y la pasión que lo fundaron. Ya no es la fe de quienes esperaban el fin del mundo, ni la de los que se estremecieron al ver morir a un justo. Es, más bien, una religión de identidad. Una pertenencia. Un hábito cultural o una defensa de valores abstractos que nadie vive realmente.

Ni el Jesús apocalíptico, ni el Cristo místico, ni las cartas de Pablo, ni la formación del canon, ni la tensión escatológica, forman parte, en realidad, de la fe cotidiana de la inmensa mayoría de los creyentes. Los cristianos actuales no vive en el drama teológico, sino en el consuelo emocional. No debaten sobre las interpolaciones en las epístolas paulinas ni sobre el simbolismo mistérico del bautismo. Rezuman piedad, pero no exégesis. 

Y tal vez no haya nada más humano. Lo que la gente suele llamar “fe” no es una interpretación escatológica del tiempo, sino una proyección afectiva de su necesidad de sentido. Para muchos, Dios no es el absolutamente otro, ni el que irrumpe en la historia a través de la cruz. Es un padre atento, un Jesús dulzón que escucha súplicas, que se preocupa por la salud del gato, que ayuda a encontrar las llaves perdidas, que manda señales a través de canciones o nubes. La escatología se ha convertido en autoayuda. El Reino de Dios en bienestar personal. La cruz en decoración. Y la oración en una especie de carta a los Reyes Magos.

El dogma, en este contexto, se acepta como se aceptan las supersticiones: sin comprenderlas, sin querer comprenderlas, como una contraseña tribal. La Trinidad, la encarnación, la redención, el pecado original... todo se repite con un asentimiento automático, pero desprovisto de su filo histórico y existencial. Son misterios no porque desafíen la razón, sino porque ya nadie se atreve a pensarlos. La teología —cuando no se sospecha de ella como amenaza— es considerada innecesaria, incluso presuntuosa. La ignorancia se disfraza de humildad, y el pensamiento se mira con sospecha.

No es una crítica moral, sino cultural. La fe se ha democratizado hasta hacerse inocua. En vez de estremecer al sujeto, lo protege. En vez de desinstalarlo del mundo, lo reconcilia con él. Y, por eso, la figura de Jesús se ha infantilizado: de profeta escatológico a superhéroe espiritual, de signo de contradicción a terapeuta afectivo. Se ha domesticado el fuego del Evangelio. Se ha silenciado el grito del Apocalipsis. Se ha reducido el Reino a una sonrisa.

Y, sin embargo, hay algo que persiste incluso en medio de esa vulgarización: la necesidad de creer. De que alguien escuche. De que la historia no termine en la tumba. De que el amor tenga la última palabra. Tal vez no es la fe de los Padres de la Iglesia, ni la de Pablo, ni la de Jesús mismo. Pero es fe al fin, aunque confundida, aunque disfrazada de infancia espiritual.

Quizás algún día esa fe vuelva a arder. Quizás la teología vuelva a ser respirada como necesidad, no como escolástica. Y entonces, el Cristo escatológico dejará de ser una figura de papel para volver a ser lo que fue: la interrupción del tiempo, la grieta en la historia, la promesa viva en medio del absurdo.

Yo, en estos días de Pascua, les invito a que lo hagan desde aquí.