viernes, 28 de febrero de 2025

La Memoria Histérica (o el Gran Circo de la Nada)

Recién arribado de los Estados Unidos, ese país inmenso que, en la actualidad, está ínfimamente gobernado por un inmenso, viejo y estúpido tontorrón, me doy cuenta de lo fácil que resulta transgredir la Historia para reconvertirla en historieta. Basta con que a nadie le importe en absoluto las consecuencias. El país al que regreso, España, es bastante peculiar. No porque haya dado al mundo a Cervantes, Velázquez o Goya, sino por haber logrado domesticar la Historia hasta convertirla en un género de ficción. Al menos en los Estados Unidos, donde sus ciudadanos no andan demasiado preocupados con las bobadas del tipo al que eligieron porque, enfrente, se extendía la vaciedad más absoluta, los escasos doscientos años de su historia no se reescriben cada cinco semanas (pero de este tema hablaré próximamente: aún no toca). Aquí,sí. Desde hace décadas, la llamada memoria histórica, rebautizada de muchas formas, todas ellas estúpidas, se ha convertido en el juguete favorito de una élite política de izquierdas y sin talento, que ha decidido que lo único que puede ofrecer a los ciudadanos es un teatro de sombras, un retablo de títeres donde la única verdad será la que ellos escriban para acallar, cuando no eliminar para siempre, las páginas recientes de un país donde lo fundamental es el fútbol, la playa y odiar al contrario.

Y ahí los tienen, oiga: titiriteros y marionetas, desempolvando cada cierto tiempo el espantajo de Franco, como ha sucedido en este arranque de año, lo mismo que si fuera un personaje de guiñol, resistente al paso de los años sin que nadie repare en que se trata solamente de eso: de un muñeco en el que uno esconde la mano, o los cables que mueven sus extremidades, para hacerle parecer lo que parezca más pertinente a cada paso. Aunque, bien mirado, estaba pensando que quien sigue moviendo los hilos no es el indocto o alguno de sus secuaces y turiferarios, sino el mismo Caudillo que murió en la cama y a quien veneraron millones de súbditos al estirar la pata. Se trata de un enigmático asunto de vida post-morten, con tintes paranormales, o para anormales (compre usted la blasfemia que mejor prefiera). Lo dudoso del asunto no es que algunos sigan creyendo saber vender este viejo cuento de la petaca, sino que todavía haya quien se lo compre y, por tanto, participe igualmente en el guiñol como trasunto de Polichinela, y vaya usted a saber quién le maneja los hilos. En cualquier caso, hace falta una clientela muy especial, moldeada por un aparato de propaganda que trabaja con la misms sutileza que un martillo pilón.

El problema, digámoslo francamente, no es Franco. El problema es que, sin Franco, lo único que pueden ofrecer (y están ofreciendo) es, lisa y llanamente, el desastre del desmoronamiento consciente de la entidad que les otorgó el poder.  La justicia se desmorona entre los desbarres del presunto Fiscal General, de quien ya nada queda de general y menos aún de fiscal, o las afiliaciones ideológicas del nada presunto presidente del Tribunal Constitucional, ese señor con aroma a museo parisino que, desde su situación, procede a parchear las resoluciones judiciales que le son desfavorables al chuloputas que nos desgobierna, y que son casi todas, por no decir todas. Y mientras todo ello sucede, Moncloa condona 15.000 millones de euros de la deuda catalana como pago a los socios independentistas que lo mantienen en el poder, garantizando que los separatistas sigan actuando con dinero ajeno, bajo la timba de extender la quita al resto de taifas, como si los dineros del reino fuesen cosa sencilla de socializar (que lo es) y de desfalcar (que también). Pero, pese a los muchos escándalos, que ahí siguen, y debido tal vez a su existencia, vuelven a enarbolar el cartel del "No pasarán", como si la democracia española estuviera amenazada por fantasmas distintos a su propia casta política. Franco y extrema derecha, extrema derecha y Franco. Y Ábalos, y la barragancita de la Jenifer, y los descoloques del Napoleonchu diplomático, o de la inculta que gestiona los dineros, por decir unos pocos, pues del resto desconocemos hasta el nombre.

En fin. éramos bienvenidos a la gran hazaña de la transformación de la memoria en un mercado de abastos donde solo se venden los productos que ellos eligen. Unos huesos aquí, una exhumación allá, una ley a medida para que los enemigos de ayer lo sean también hoy y mañana, un recetario de odio aderezado con discursos impostados y lágrimas de cocodrilo para que parezca que todo es por el bien de la democracia... Porque de eso va la cosa: de disfrazarse de héroes antifranquistas con ochenta años de retraso, en una España donde ya no queda ni rastro del dictador, salvo en las cabezas de los que lo necesitan como excusa para justificar su propio vacío. Y así fue como llegamos al gran circo de los cien actos, cien, cual fiesta pagada con dinero público donde los ministros desfilan todos ellos con cara de circunstancias, cual elenco de una película de Berlanga basada en un esperpento de Valle-Inclán. Prometieron aplicaciones móviles para jugar con la memoria, nos dicen, y juegos y dinámicas para aprender y disfrutar de aquella tragedia (la Guerra Civil como escape room)... La Historia convertida en un parque temático, con Franco en una atracción y el presupuesto público como tómbola. Lo más llamativo de todo es que, después de tanto bombo y platillo, nadie sabe exactamente cuántos actos se han celebrado ya ni cuántos se celebrarán. Ni siquiera el Gobierno ha publicado un calendario oficial. Lo que debía ser un gran despliegue conmemorativo ha resultado ser otro castillo de naipes: mucho anuncio, cero concreción. Pero claro, ¿para qué comprometerse con fechas y cifras cuando lo importante es simplemente que la propaganda siga sonando? Ni siquiera necesitan que se hagan los actos. Basta con que se anuncien.

Pasen y vean: el gran espectáculo del indocto. Solo apto para mentes anormales.