Vivimos en la era de la distracción imperecedera. No porque falte tiempo, algo de lo que todo el mundo se queja y siempre sin razón, sino porque nos aterra el silencio en nuestras mentes y cada segundo es un vacío del intelecto que hay que rellenar a toda prisa y a toda costa. Lo hacemos con pantallas, con ruido, con movimiento. Por esa razón miramos sin ver, escuchamos sin oír, nos entretenemos sin estar realmente aburridos.
Nos dijeron que el progreso aporta libertad, pero en realidad nos ha convertido en meros prisioneros del entretenimiento. De las actividades a cualquier costo. A las reuniones con amigos y conocidos o con quien sea. Lo hacemos así porque no sabemos estar solos. No sabemos qué hacer con el tiempo cuando no está pautado por una agenda o por el flujo incesante de las redes. No sabemos estar con los demás sin un móvil entre las manos. Y el mundo, de súbito, se ha configurado para que la vida pase velozmente y enseguida. Tan es así, que nos hemos acostumbrado a la velocidad, a la cascada de imágenes, a la sucesión de estímulos que no dejan espacio para la pausa ni para la pregunta. Y sin embargo, la inquietud sigue ahí. La saturación no apaga el vacío; solo lo maquilla. Por eso, todo está diseñado para que sigamos moviéndonos: el deporte como evasión (y lucimiento personal ente los demás), el trabajo como distracción en espera de que llegue el momento de ocio, los viajes como fuga bajo la excusa de aprender otras culturas (se aprende mucho en un viaje de una semana, ¿verdad?). Nada de todo eso se soporta desde una visión ontológica de nuestra existencia. La filosofía hace tiempo que es una cuestión museística. Hay que hacer, hay que moverse, hay que mirar hacia afuera. Nunca hacia adentro. Llenamos el día de ocupaciones, de metas pequeñas, de consumos sin trascendencia, porque detenerse a pensar asusta. Pensar lleva a cuestionar. Cuestionar lleva a sentir el peso de la existencia. Y preguntarse por el sentido de la vida, incomoda. Exige esfuerzo. Exige aprender, leer, buscar respuestas y no encontrarlas, y reiniciar la búsqueda.
Y, sin embargo, la pregunta sigue ahí. ¿Para qué todo esto? ¿Por qué, si tan entretenidos estamos, este cansancio de fondo, este hartazgo de lo inmediato, este desasosiego que no se calma por más contenido, más experiencias, más novedades que experimentemos? Las dolencias de moda son la depresión, la angustia, el estrés, la ansiedad, la sensación de fracaso, la envidia insubsanable, la búsqueda de ídolos, la destrucción del pasado donde una vez todo tuvo mucho más sentido. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que la vida jamás fue solamente un tránsito entre pantallas o un tiempo entre viajes a lugares exóticos o el eterno retorno que son los espectáculos deportivos que mueven a masas (donde todo es siempre lo mismo, pero es siempre nuevo)?
No basta con entretenerse para vivir. Porque lo que nos falta no es diversión, sino sentido. Lo que nos pesa no es la rutina, sino la ausencia de propósito. Estoy convencido de que la verdadera revolución es detenerse, apagar el ruido, mirar el mundo sin filtros, atreverse a hacerse la pregunta esencial sin miedo a la respuesta. Porque, aunque lo disimulemos con distracciones, con tecnología, con urgencias prefabricadas, todos, tarde o temprano, terminamos frente al mismo espejo. Y más vale llegar ahí con la valentía de haber pensado, en lugar de con la fatiga de haber huido.