Esta era digital que nos toca vivir no se aproxima, en absoluto, a la era digital que todos soñábamos cuando sucedió el advenimiento de lo web y el multimedia, palabras que ya nadie recuerda. Allá por 1992, para los pocos que teníamos acceso a las redes, entonces limitadas a universidades y centros de investigación, el mundo que se abría ante nosotros se caracterizaba, principalmente, por la proximidad, la generación de sensaciones de amistad entre personas distantes que compartían intereses anejos, y de un profundo respeto por el prójimo, evidenciado en modales exquisitos, y una exhibición de espléndida educación en cada una de las líneas que se intercambiaban. Había debate, había incluso disputa, pero siempre dentro de los límites propios de la dialéctica. El futuro estaba por explorar, y en él cabían todas las suposiciones y fantasías. La realidad no era una alternativa: era el sustento. Algunos buscaban en aquella lenta e incipiente internet una escapatoria a los males diarios, a las rutinas penosas, a los problemas que siempre surgen (la vida no es sino una continua resolución de dilemas, una ocupación constante en los más diversos asuntos). Había, ante todo, diversidad, como si fuese un ecosistema. Quien fuese un depredador (intelectual) en la vida ordinaria, lo era igualmente en los correos electrónicos y los foros de noticias. Quien, por el contrario, se sintiese estimulado por compartir, por ayudar, por enseñar, allí dentro acababa siendo objeto de los más diversos agradecimientos. Porque, fuera de las pantallas, todo seguía. La televisión, la radio, los coches, los anuncios, los periódicos...
La era digital que nos toca atravesar, la real que se ha ido desarrollando a golpe de talones y de dinero, es de lo más lamentable y mediocre que se pueda concebir. No solo porque la creatividad parezca haberse rendido ante la fotocopiadora de tendencias (cualquier bien u objeto o idea que consumimos en las redes sociales tiene aspecto de haberse reciclado y empaquetado con la misma insulsa estética, las mismas inanes frases y la misma pose ensayada). Les pondré un ejemplo de lo más inocente. Tienen mucho éxito los vídeos de cocina donde miríadas de cocineros (profesionales o no, generalmente no) exhiben el modo de guisar un alimento siguiendo una receta (que, normalmente, no es suya propia). La estética es muy parecida a la de un videoclip de cuando les contaba cómo internet se desarrollaba tímidamente al margen de la televisión: edición rápida de cortes precisos (que ocultan los fallos); ingredientes que caen y se definen con gracia cinematográfica; planos de reacción forzados; guisos que se condimentan en proporciones matemáticas; limpieza a ultranza (algunos incluso cocinan siempre en un bosque, junto a un río con rápidos o una cascada de fondo); emplatados y presentaciones dignas de Juan María Arzak; y, por supuesto, el grandioso momento final en el que el chef de turno prueba su propio plato con una sonrisa de éxtasis tras degustarlo, con expresión de estar alcanzando el elíseo con aquello tan deliciosamente sobrenatural que solo él sabe crear (aunque "aquello" más bien parezca un engrudo infame y poco apetitoso). Aún no he encontrado un solo plato que dignifique la cocina como sí sucedía entre las ascuas de casa de mi abuela, donde los pucheros, viejos y deslucidos, se arrimaban a las ascuas lo suficiente para hollinar sus bases y replicar, en salmodia, los borbotones de lo que dentro se cocía, lo mismo patatas que garbanzos.
He puesto el ejemplo de los cocineros, pero es obvio que podría haber elegido otro cualquiera de los miles que hay. Este circo digital de influencers (o youtubers, o tiktokers, o instagramers, o lo que sea como diablos quieran denominarse) ha perfeccionado el arte de la repetición y el plagio hasta el extremo: un fondo impoluto, un outfit casual (pero calculado), frases repletas de obviedades y, sobre todo, una actitud de sabiduría impostada hacia los espectadores. Es todo copia, no hay originalidad, no hay ni tan siquiera, talento para proponer algo novedoso. Qué más da. El mundo no busca la eternidad del intelecto, sino la infinitud de las cuentas corrientes. El mundo de las redes sociales solo brilla para quienes han sabido encontrar el camino del éxito, de la fama, del dinero. Los visualizadores anónimos, los espectadores que dejan sus comentarios y pulgares hacia arriba o corazoncitos de aprobación, son todos ridículamente envidiosos, o encefaloplanos, o simplemente envidiosos. Convierten a mindundis con gracejo (o sin él) en estrellas de un universo cada vez más colapsado y finito, y las empresas de la publicidad los convierten, a su vez, en millonarios. Ha cambiado el medio, pero no el contenido: lo que triunfa, es debido a la publicidad (lo mismo que en el fútbol o en la fórmula 1). De todo ello, he de confesar que a mí solo me atrae la exhibición de cuerpos perfectos que muchas muchachitas (o no tan muchachitas) tienen a bien incluir en sus idioteces. Las redes se han convertido en un escaparate de tías buenas (y supongo que de algún que otro musculitos, aunque por razones obvias esos no me atraen lo más mínimo) que, entre fotos de espaldas en la playa y tutoriales de cómo vestirse con videoclips, acumulan millones de seguidores en base a la más vieja estrategia de todas: mostrar carne, a veces sin necesidad de insinuar nada. Lo de menos es el contenido; lo importante es la pose. Da igual si hablan de dietas milagrosas, astrología para mentes dispersas o consejos de autoayuda de profundidad nula. La fórmula es siempre la misma: luz perfecta, sonrisa medida, carnes prietas y un mensaje que, con palabras rimbombantes, de esas que Paulo Coelho debió patentar en su día, no dice absolutamente nada.
Incluso asuntos tan aparentemente serios como la divulgación científica (o la histórica) ha caído en la misma trampa. De hecho, creo que es así desde que el astrofísico deGrasse -que es un señor negro que siempre que puede comenta que lo fascinó, siendo jovencito y estudiante, el grandísimo Carl Sagan- introdujo el famoseo en este campo. Como las experiencias astronómica y astrofísica son visualmente poderosas, por mucho que aborden conceptos para los que la mente humana carece de referencia (como el tamaño de las galaxias o el universo o los quarks), han encontrado en la animación por computadora y los minutitos de Instagram o TikTok su lugar perfecto para asombro del público que lo mira. Basta con ver los vídeos de Brian Cox, un inglés de dicción perfecta que explica, una y otra vez, los lugares comunes de siempre, los mismos contenidos que se han venido explicando millones de veces en miles de otros lugares. Y uno de los problemas más graves que tiene este tipo de contenidos (común a otros tipos, como la divulgación histórica) es el de disponer de la capacidad de reemplazar a los libros y artículos que son revisados y verificados por terceros antes de su publicación. Dicho de otra manera, el entretenimiento reemplaza a la profundidad y rigor científicos, primando lo visual y la emocionalidad de aquello que se dice, así como el empleo recurrente de científicos que, con independencia de sus trabajos profesionales, ahora resulta que funcionan muy bien en las redes sociales. Por cierto, si usted quiere un trabajo muy bien desarrollado de divulgación en la ciencia, puede consultar "Una historia de casi todo" del periodista y escritor (que no científico) Bill Bryson. Pero me estaba desviando: quería ejemplificar cómo unas aportaciones aparentemente serias, también quedan vinculadas a la intención de deslumbrar con sus planos visuales espectaculares, la música inspiradora (aunque todos casi siempre eligen al aburrido de Hans Zimmer y su torturante banda sonora para Interstellar, película que en mi fuero interno representa una de las más horribles abominaciones cinematográficas que se hayan pergeñado sobre exploración espacial), una atmósfera casi mística y el divulgador expresando lo que pronuncia como si de un profeta se tratara, repitiendo conceptos sobre el universo con una cadencia hipnótica. Sí, es bonito de ver, pero, sinceramente, prefiero las muchachas con poca ropa. ¿Realmente se divulga para aprender algo nuevo, para mostrar lo sabio que es el divulgador, o por consumir sedicente ciencia reconvertida en espectáculo?
Todo lo anterior sucede desde que los libros pasaron del plano físico, que dicen algunos, a ser estantiguas amedrentadoras de ufanos consumidores de información breve. Por ese motivo, y no otro, el ecosistema digital confunde monotonía y coherencia: el público exige certezas prefabricadas, aunque no estén verificadas, porque en su rebuznadora ignorancia, cree todo aquello que observa boquiabierto: lo mismo la planitud terrestre que las especulaciones inciertas de la física teórica (consideradas pseudociencia, por no poderse falsar). Es en este punto donde confluyen recetas de cocina, críticas de cine, y ciencia divulgada. Tan heterogénea representación de una "cultura McDonalds" solo puede significar una cosa: el mundo se ha vuelto indolente, más aún de lo que ya era, y en un ecosistema así proliferan las mamarrachadas tipo reguetón o trap (con su finura y lirismo al hablar de amor), tipo enésima receta de pasta a la bologensa, tipo exhibición vulgar (por el contenido) de cómo desayuna una gachí criada en vivero (nada vulgar, desde luego, y bien desatendida del "memento mori") para mayor bochorno de propios y extraños, que jamás lograrán ni desayunar así, ni alcanzar esas cotas de fibrosidad. ¿Para qué molestarse en desarrollar una opinión propia si el éxito proviene de reforzar la burbuja de un público complacido y resignado a partes iguales? Por descontado, los cientos de millones de consumidores de la basura de las redes sociales ignoran (o simplemente desprecian) que este conformismo empobrece, priva de los matices, impide descubrir enfoques inesperados. Si cada receta, cada reseña, cada influencer y cada divulgador han de encajar su mensaje en el molde predefinido de la vistosidad repetida, ¿qué nos queda? Una masa de contenido indistinguible donde el pensamiento crítico es un lujo en peligro de extinción.