viernes, 31 de enero de 2025

La marioneta del amo

Cuántas veces ha quedado escrito. El indocto cum fraude no gobierna. No lidera. No negocia. El indocto cum fraude maneja, ordena e impone. En su peculiar ajedrez de supervivencia, todas las piezas son sacrificables salvo él mismo (quiere ser el rey, pero con mayúsculas). Incluso la reina, su reina, la Begoña corneada, es prescindible. Su vida se reduce a una obsesión: el poder. El poder es algo con lo que jamás contó. Se sabe un don nadie. Se sabe limitado. 

Siempre hubo mejores candidatos. En un PSOE abrasado ante la figura emergente de una lideresa andaluza de igual ínfima valía, y vindicando un espacio de confrontación irresponsable hacia quien entonces ocupaba el palacio que él ni tan siquiera soñaba con ocupar algún día (me refiero al pontevedrés vago de solemnidad que ni arrestos tuvo para hacer bien su despedida), el indocto enarboló la exaltación de sus partisanos y las masas sociatas lo auparon. Las masas pro sociatas lo votaron. Votaron en favor de una obsesión: la permanencia en el poder. Con la pandemia ya dio suficientes muestras de su incapacidad y falta de talento. No importa. 

Muchos sociatas que un día le aplaudieron, ahora sienten un sudor frío en la nuca. Barones, líderes regionales, aspirantes a correveidiles… Ante el amo del poder absoluto, en el feudo donde hace y dispone según le dicta el capricho, la sumisión ha de ser (y parecer) inquebrantable. El poder absoluto solo se conforma con servidumbres igual de absolutas. Si alguien osa desafiarle: purga, humillación, destierro político. Lo saben en Aragón. Lo saben en Andalucía. No importa, tampoco. Hay turiferarios de sobra en el feudo para seguir aplaudiendo. En presencia, y en ausencia, del indocto cum fraude, no hay debate, no hay escrúpulos. Solo silencio y, tal vez, espera. Quienes sueñan con tiempos mejores, pueden esperar sentados. El indocto es una estricta cuestión de conveniencia.

Conveniencia, sí. Porque, en el fondo, el amo no es él. Si el indocto es amo de algo, lo es tan solo de la sumisión de los suyos y el desprecio a su partido. No puede ser amo quien solo es marioneta. El amo es un titiritero. Un tipo fugado en Waterloo que, con solo siete votos, número mágico, ha convertido la ambición del inútil y no muy inteligente indocto en su más leal siervo. Casi parece un perro. En ese caso, diríamos que es un indocto canino. El titiritero es un hombre que traicionó a los suyos para reinventarse como exiliado. Y es quien ahora maneja los hilos. El indocto no se resiste. No sabe. No puede. Tampoco quiere. El indocto se pliega a las exigencias del titiritero porque que sabe que su destino pende de los hilos que sujetan sus brazos, sus piernas, incluso su cabeza (porque dentro no hay nada, salvo avaricia y ambición).

Cuándo un chantaje político fue tan obsceno. Cuándo un presidente se vio reducido a ser vasallo de un prófugo. Cuándo una felonía devino en tanto poder... para el de Waterloo: el verdadero y genuino puto amo.

viernes, 24 de enero de 2025

Franco Sánchez (y Sánchez Franco)

Si alguna cualidad hay que reconocerle al indocto PS que nos desgobierna, es su bravura. Por alguna parte he leído un parangón suyo (bien escrito) con un toro de casta que no retrocede ante la pica, por pesado que sea el peto, ni se amilana ante unas banderillas adornadas con los rojigualdos de una España que él quiere enterrar, tal vez porque la detesta (creo que viene en todos los manuales del buen gobierno: un presidente, si es necesario, ha de aborrecer la nación para la que trabaja). PS no teme la franela, ni se inquieta ante el estoque al final del último tercio. Sin embargo, olvida que su destino está sellado: él jamás será indultado (salvo por sí mismo, si a tal cosa se atreviere). Y cuando ello ocurra, tras la faena dejará, por muchos años venideros, el rastro de una reinterpretación grotesca del caudillismo que tanto dice repudiar. Porque, ¿qué otra cosa es PS sino un émulo moderno del régimen franquista que ha resucitado para volver a combatirlo de nuevo? Franco, al menos, no se escondía tras eufemismos. Controlaba la prensa, manejaba los tribunales, interfería en la economía y moldeaba el Estado a su imagen y semejanza. PS, con una audacia digna de estudio en las escuelas de psiquiatría, hace lo mismo, disfrazado de progresismo. Franco tenía el NO-DO, PS tiene un Instituto Nacional de Estadística que maquilla los datos a conveniencia. Franco manipulaba los tribunales, PS utiliza al Tribunal Constitucional como su herramienta personal para blanquear delitos. Franco designaba a sus ministros como simples ejecutores de su voluntad, PS gobierna rodeado de una legión de acólitos cuyo mérito principal es aplaudirle sin titubear. 

Y es aquí donde entra en juego esa legión de seguidores, ministros, asesores y cargos intermedios que no solo justifican, sino que también se encargan de aplaudir cada maniobra y llevarla a buen puerto. Me pregunto por qué lo hacen, cuál es la causa última de su proceder o de su convencimiento. Puede ser que yo sea, en el fondo, un ingenuo. O tal vez suceda que todos esos lambiscones sigan creyendo que PS es muy socialista y muy de izquierdas. ¡Qué risa! Deberían admitir que lo hacen porque les gusta un plato de judías bien servido y porque, con otro indocto cualquiera, jamás hubieran podido sucumbir a los placeres carnales del poder. Al fin y al cabo, ser ministro, director general, asesor o presidente de algo estatal es un privilegio se disfruta con entusiasmo, por mucho que su tiempo en la mesa esté contado. Actúan cual legión política ignorante de que su desempeño tiene fecha de caducidad. Eso sí. Cuando PS caiga —y caerá, porque todos caen más pronto o más tarde—, ellos serán los primeros en renegar de él. No pasarán ni 24 horas antes de que quienes hoy justifican sus asaltos al Estado comiencen a criticarlo con una vehemencia proporcional a la obsecuencia que hoy demuestran. Créanlo. Los mismos que hoy aplauden el control de los medios, la manipulación judicial o la invasión de la empresa privada, mañana se lavarán las manos, alegando que no tenían otra opción porque seguían órdenes y debían permanecer leales (no contemplan dimitir: ninguno de ellos).

Vivimos el ciclo eterno del autoritarismo. PS no sabe que, quien vive de él, acaba siendo víctima del mismo. Lo vimos con los aduladores de Franco, que una vez muerto el dictador se apresuraron a convertirse en demócratas ejemplares. Lo veremos con los acólitos de PFS, que, cuando la espada de la democracia le alcance, renegarán de sus medidas, sus políticas y hasta de su liderazgo, pero no podrán salvarse del naufragio. Porque, al final, FS no es más que un caudillo contemporáneo, un Franco con chaqueta slim fit, que no soporta que haya nada ni nadie por encima de él. Lo vemos en su incomodidad con el Rey, una figura que recibe el cariño popular que él jamás ha conseguido (en puridad, a FS le encantaría tener su propio rey, designado por él, como sucede con el fiscal general del Estado, al que considera cosa propia; más aún, a FS le encantaría ser el Rey). Lo vemos en su cruzada contra la prensa crítica, emulando al Franco que cerraba diarios como el Madrid. Lo vemos en su empeño por controlar la economía, como demuestran sus intervenciones en Indra, Telefónica y su anunciada empresa pública de vivienda, un plagio descarado del modelo franquista de renta antigua.

Mi predicción. SF acabará aislado, rodeado de un círculo de cortesanos que lo abandonarán en cuanto la plaza —es decir, la ciudadanía— se levante en su contra. Porque la bravura, sin juicio ni humildad, no lleva al indulto. Lleva al desolladero. Y allí, en el epílogo de su carrera política, verá cómo los que hoy le adulan se convierten en sus peores críticos, desgarrando con sus palabras el legado de un líder que, en su obsesión por el poder, acabó recordándonos demasiado al General que resucitó porque, de tanto detestarlo, quiso parecerse a él.

viernes, 17 de enero de 2025

Madurando guerras

Ahora que Donald Trump, para su segundo mandato, pretende adquirir Groenlandia a los daneses o dar por zanjada la guerra en Ucrania en un solo día (será un jactancioso, pero su bocaza tiene por costumbre soltar las cosas bien claritas), yo le aconsejaría que incluya entre sus ambiciosos proyectos el derrocamiento del régimen despótico y sanguinario de Nicolás Maduro en Venezuela. Me da lo mismo si para ello emplea la diplomacia o las tropas de asalto. Lo digo en serio.

Hace unos pocos días, el autobusero (o metrero, ya no recuerdo qué era antes el criminal abigotado éste) asumió manu militari su tercer mandato después de celebrar elecciones y publicar fraudulentamente los resultados que le beneficiaban. Todo ello, por supuesto, con el respetuoso silencio del cretino de Zapatero y los guiñitos de los no menos ineptos ministros y presidente de nuestro Gobierno (tentado he estado a escribirlo con minúscula). Las elecciones las ganó, con total claridad, Edmundo González, a quien exiliaron forzosamente ante el embajador de España (cómo no) al tiempo que amenazaban a su familia aún residente en el país sudamericano. Edmundo González fue el oponente del tiranuelo porque, habiendo modificado la ley electoral -además de otras leyes- a su antojo (¿a qué me sonará esto?),  inhabilitó a la líder opositora María Corina Machado en toda participación electoral y hubieron de recurrir a don Edmundo para poder confrontar al del bigote con cara de merluzo. 

Hasta el momento, varios miles de presos políticos se encuentran encarcelados en las prisiones de Maduro, la propia Corina Machado ha de vivir en la clandestinidad, y se calcula que al menos una decena larga de millones de venezolanos han huido de su país, lo que representa una cuarta parte de toda su población. La inanición aqueja a varios millones de venezolanos y la criminalidad es, posiblemente, una de las mayores del mundo. Es, por tanto, con total lógica, el espejo donde mirarse Podemos, Zapatero, Sánchez y demás fiestas de guardar (de guardarse de ellas).

Trump impuso una serie de sanciones económicas a Venezuela durante su primer mandato. Pero no funcionaron. Las medidas coercitivas nacidas de lo económico y mercantil difícilmente tienen éxito en un mundo con más trampas y puertas que un mal burdel (miren, si no, cómo le afecta a ese otro dictatorzuelo de escasa estatura, el señor Baldomero Putin). El gobierno buenista del gagá Biden también impuso sanciones, más suaves, eso sí, y tampoco tuvieron éxito. El consenso mundial (salvo por los de siempre: Corea, India, China, Rusia, Irán) sobre la fraudulencia de las elecciones en las que el del bigote se ha autoproclamado vencedor, no parece que haya sido capaz de mover sensibilidad alguna en los países que dicen querer derrocar al déspota del estado narcotraficante. La droga, hay que dejarlo bien claro, es el origen del dinero con el que el tiránico conductor de autobús riega las voluntades de sus altos mandos militares, razón por la que le son fieles. Al menos los que están ahí, lo son. Improbable que ninguno de ellos le descerraje un tiro en medio del bigote.

Trump es el único que puede ordenar una intervención militar estadounidense en Venezuela para derrocar al tirano. Hechos parecidos ha ejecutado en el pasado, sin ir más lejos, en 1990, cuando entró en Panamá para derrocar a Manuel Noriega. Pero salvo a podemitas, sanchistas y Zapatero, dudo que nadie sostenga que una acción belicosa en un país caracterizado por ser un régimen criminal constante, fuente de drogas, emigración masiva e influencia iraní en el continente americano, no es necesaria. ¿Qué más se necesita? Roba las elecciones, mata y amenaza a los oponentes, apalea a su pueblo. Por cosas así, Europa y Estados Unidos montaron una guerra para eliminar el nazismo.


viernes, 10 de enero de 2025

De vacas, vaquillas y musulmanes

Los espectáculos de fin de año son infumables episodios televisivos que, al menos para mí, solo disponen de la utilidad de sincronizar a todo el país mientras sus ciudadanos degluten doce uvas al son de doce campanadas muy, muy lentas. Mi hermano, en este último que incurrió en acabarse, como todos los anteriores, sintonizó la cadena esa donde una tipeja más bien fea (aunque creo que la contratan por guapa y tener buen tipo: será que me vuelvo viejo, porque no me parece ninguna de las dos cosas) se despoja ante las cámaras de un envoltorio extravagante para exhibir un ropaje de exigüidad aún más grotesco. Como andaba yo más en el intento de tratar que mis hermanos se atragantasen con las uvas o, cuando menos, que se añusgasen con el cava, tampoco le di mayor importancia, como tampoco atendí a lo que decía en un momento dado. Con ello quiero significar que me perdí lo del timo de la estampita que, en la cadena pública, una artista pergeñó en directo para provocar la hilaridad del personal haciendo que Jesucristo tuviese aspecto de un animal caricaturizado que, me suena, se empleaba antaño en otro de esos programas insufribles de la tele. Me acordé, al leer esta noticia tan poco noticiable, de que ese programa infecto del concurso lo presentaba un señor que también era contratado para anunciar las dichosas campanadas de la Nochevieja. No he leído, ni escuchado, por supuesto tampoco visto, la intervención de la señora que sacó a relucir la tarjetita vacuna, pero sí un gran número de comentarios en los que se vilipendia a la señora por aquello de estar entrada en carnes (gorda, que se decía antes) al mofarse y befarse de la fe de los fervorosos. 

Sé que, entre mis caros lectores, hay un buen número de creyentes e incluso de eso que se decía practicantes sin referirse a pincharte con una aguja hervida para inyectar un medicamento que maldita la gracia que hacía. Pero también sé que no se van a ofender si les digo que lo último que habría que hacer es indignarse por manifestaciones de irreverencia hacia el cristianismo, porque con cada repudio, la exhibición de burla hacia lo católico o lo cristiano añade un ápice más de heroicidad a la gesta de quien la realiza. Y no se trata de eso. Yo me suelo burlar no de Dios, sino de las prácticas y rituales cristianos, todas las veces que puedo. Mi madre, que de tanto rezar e ir a la iglesia bien podría haber sido canonizada, no se lo tomaba a mal. Justamente lo que no hago es ofender con severidad y rigor las creencias en Dios, en Jesucristo o la Virgen María, y de hecho me declaro combativo con los ateos que, por creerse superiores en altura moral o filosófica, se creen con derecho a injuriar o denostar a quienes sí creen o profesan la fe en Dios o Yahvé o Alá o lo que sea. Por eso, pido a mis tales carísimos lectores, que admitan que lo de la estampita con mascota de producto para teleconsumo, no tiene nada de particular. Se exponga con las uvas o en el concierto de Año Nuevo. ¡Coño!: nos quejamos de lo quejicosos que son muchas minorías (sobre todo las del abecedario interminable), que andan siempre dando vueltas y denunciando a lo fóbicos que somos todos con ellos,  por hacer chistes de gordas, de ciegos, de maricones o de perroflautas, y resulta que, cuando toca reírse con lo nuestro (lo suyo), nos ponemos muy dignos igualmente. Pues no. 

Además. Insultar al cristianismo es como patear a un perro viejo: no responde. Y sí, es cierto que es una dinámica profundamente hipócrita. Ha cundido mucho la alternativa de que la artista entradita en carnes (mucho más guapa que la del vestidito estrambótico) hubiese tenido arrestos suficientes para mostrar una lámina con Mahoma, pero ese argumento no me vale. Lo primero, porque el día de San Silvestre, el 31 de diciembre, es el fin de año de la era cristiana, no de la islámica (esto significa que aún se puede hacer una burla similar el 29 de junio, cuando dé inicio el año islámico en su mes de Muharran). Y lo segundo, porque no tiene nada de cobarde huir de una confrontación no deseada con tipejos musulmánicamente ultramontanos que, en un cruzar de cables, lo mismo te pegan dos tiros que te rebozan en gasolina y luego prenden fuego. Si el cristianismo se ha domesticado y tiene a bien poner la otra mejilla, al menos tengamos la coherencia de admitir que, puesto que los creyentes no combaten la herejía con armas o palos, son presa más fácil para los chistes que aquellos que sí tienen a bien mostrar el camino más corto al Yahannam (y créanme, de existir, es mucho mejor territorio que la Yanna, porque en este último se supone que van a parar todos esos islámicos piadosos y mártires de las bombas en el pecho o los atropellos masivos). En fin: que es más fácil golpear a quien pone la otra mejilla que desafiar a quienes han convertido la violencia en un método de censura. Eso es así y así hay que aceptarlo. A lo de Charlie Hebdo de hace diez años (una revista que yo jamás compraría, por cierto) se reaccionó con una mezcla de indignación y temor, pero rápidamente cayó en el silencio. Las víctimas fueron recordadas, pero las caricaturas dejaron de aparecer. Muchos lo consideraron una retirada estratégica.

Los ataques a la civilización occidental, que es la nuestra, no se limitan al ámbito religioso por parte de quienes tienen mayor o menor talento en zaherir a los cristianos (a mí me gustaban mucho los chistes de curas y mojas cuando era mozalbete, ya ven). En el Reino Unido, esas bandas de violadores de origen paquistaní constituyen una de las mayores lacras de la historia reciente de Europa. Durante años, miles de niñas han sido sistemáticamente explotadas sexualmente mientras las autoridades (británicas) miraban hacia otro lado, tal vez por temor a ser acusadas de racismo. Por ahí se lanza a tumba abierta la decadencia moral de nuestras élites. El multiculturalismo, entendido como aceptación acrítica de cualquier práctica, por bárbara o criminal que fuere, es el escudo bajo el cual se esconde la cobardía institucional. ¿Verdad, Francia?

El islamismo, entendido no como una fe a la que respetar (la única, al parecer, que merece esa consideración) sino como fuerza político-religiosa, es una contradicción interna que Occidente ha permitido arraigar bajo el pretexto de la diversidad. No sé si por miedo a los yihadistas o por no querer debatir las arduas defensas que hacen los muyahidines de su religión (admito que ese tipo de discusión, que a mí me encanta y que siempre abro cuando me encuentro en países árabes o musulmanes, produce indolencia en el ciudadano de ahora, más interesado en el fútbol y el netflix que en nada intelectual), pero conozco a muy poca gente en Europa que no haya tolerado antes o después las ideas y prácticas abiertamente contrarias a los valores de la libertad individual, la igualdad entre los sexos y la democracia, valores todos de nuestra herencia judeocristiana, no de la islámica. Mientras seguimos debatiendo si los cristianos tienen derecho a sentirse ofendidos, en Irán las mujeres arriesgan sus vidas por quitarse el velo.

La civilización que una vez lideró la revolución científica, cultural y social ahora prefiere caminar de puntillas, temerosa de ofender a los intolerantes, lo cual es una exhibición portentosa de vagancia y decadencia. ¿Qué se puede esperar de una sociedad narcotizada con el Instagram, los disfraces de Halloween o el analfabetismo funcional? Podría decir que es hora de recuperar nuestra dignidad, de recordar lo de la libertad de expresión, la igualdad y los derechos individuales. Pero me temo que esa hora feneció el siglo pasado. 

viernes, 3 de enero de 2025

Elon Musk y los museos de burócratas

Hace una década, Elon Musk sentenció en una conversación privada (hecha pública para escarnio de muchos) que Europa corría el riesgo de convertirse en un museo al aire libre. Yo diría que no se trata de ningún riesgo: es una descripción muy precisa del estado actual del Viejo Continente. Mientras el hombre más rico del mundo lanza cohetes, perfora túneles y reinventa la economía digital, Europa, y particularmente España, continúa perfeccionando esa pasmosa habilidad consistente en producir regulaciones, papeleo y asesores cuya función nadie entiende. No necesitamos convertirnos en museo; ya lo somos, y encima cobramos entrada. 

La burocracia española es un robusto (resiliente, que dicen ahora los idiotas) ecosistema cuidadosamente diseñado para protegerse a sí mismo de todos los demás. Aquí no hace falta desburocratizar porque hay cientos de miles de familias viviendo justamente de ello. El "vuelva usted mañana" se ha transformado en un "espere sentado" y, la mayoría de las veces, en un "ni lo intente". Si Elon Musk intentara aplicar aquí lo de trabajar 100 horas a la semana para hacer en cuatro meses lo que otros, trabajando 40 horas, hacen en un año, acabaría perdido en alguno de los muchos registros públicos, pidiendo cita para dentro de seis meses so riesgo de cancelación. Es consolante comprobar que por todas las costuras políticas proliferan asesores de cuantiosos emolumentos por no hacer nada.

En España el asesor se ha convertido en parte principal de la mitología moderna, una especie de unicornio burocrático cuya función real nadie conoce. Ejemplos sobran. Ahí está Koldo García Izaguirre, asesor nombrado por Renfe con experiencia previa como socorrista en piscinas. Se convirtió en consejero de administración de empresas filiales del grupo ferroviario porque, al parecer, nadar bien es clave para la gestión empresarial. Luego tenemos al inolvidable Iván Redondo, gurú de la estrategia política, cuya habilidad consistió en crear frases grandilocuentes que no llevaron a nada tangible, pero que justificaron un sueldo estratosférico. ¿Y qué decir de Fernando López Miras, que nombró como asesora a su prima de 23 años? Al parecer, la juventud y el apellido son ahora competencias clave para planificar el futuro de la Región de Murcia.

Estos asesores son la cumbre de un sistema donde el mérito importa menos que la lealtad al partido de turno. Su tarea principal no es asesorar, sino justificar decisiones ya tomadas, escribir discursos que nadie escucha o redactar informes que acaban en cajones olvidados. Algunos ni siquiera tienen que disimular: el caso del primo de Abascal, contratado como asistente en el Parlamento Europeo, es un ejemplo de libro. Se presentó como asesor en temas internacionales, aunque su principal experiencia parecía ser organizar cenas familiares.

Mientras tanto, el ciudadano que intenta algo tan mundano como registrar una empresa o pedir una licencia de obras se enfrenta a un laberinto burocrático diseñado para frustrar cualquier iniciativa. La digitalización, en teoría, debería facilitar los trámites. En la práctica, añade una capa extra de confusión. ¿Quién no ha intentado entrar en una página oficial para descubrir que solo funciona con un navegador de 2010 y un certificado digital que caducó el año pasado? Si Musk intentara operar aquí, no solo se le atragantaría el sistema, sino que acabaría contratando a uno de estos asesores para que le explicara cómo sobrevivir. Claro que, siendo Elon Musk, probablemente acabaría despidiéndolo al día siguiente.

Y todo esto sucede mientras los problemas reales se acumulan. En lugar de simplificar trámites o reducir el peso de la burocracia, seguimos aprobando planes como el Estadístico Nacional 2025-2028, un monumento a la inutilidad con más de 200 páginas de anexos llenos de anglicismos como "dashboard de globalización" que nadie se molesta en traducir. El lenguaje técnico no se usa para aclarar, se emplea para desanimar y ofuscar. ¿Y los políticos? Ni leen estos documentos ni los entienden. ¿Para qué, si tienen asesores que tampoco los leen?

Y hablando de asesores, pocos lugares ejemplifican mejor el despilfarro que La Moncloa. Según datos de julio de 2023, el Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, que incluye la Presidencia del Gobierno, contaba con 447 asesores. Este número ha ido en aumento desde la llegada de Pedro Sánchez al poder en 2018, cuando había 302 asesores, lo que representa un incremento del 48%. Para ponerlo en perspectiva, el primer ministro francés cuenta con 71 asesores, y el británico, con apenas 10. Es decir, Sánchez tiene 376 asesores más que su homólogo francés y diez veces más que el británico. Lo más intrigante es que un tercio de estos asesores, es decir, 145 personas, ya desempeñaron esta misma función con Mariano Rajoy. Algunos de ellos incluso ocuparon puestos de confianza con José Luis Rodríguez Zapatero y José María Aznar, acumulando más de dos décadas en La Moncloa.

¿Qué hacen exactamente estos asesores? El Consejo de Transparencia ha instado al Ministerio de la Presidencia a detallar las tareas encomendadas a cada uno de ellos, su currículum y cuánto cobran, pero la opacidad sigue reinando. Quizás redactan informes sobre el impacto del cambio climático en el consumo de croquetas en las recepciones oficiales o elaboran estrategias para justificar la próxima subida de impuestos como una medida ecológica. Lo único cierto es que su existencia es un recordatorio constante de que, en España, lo importante no es resolver problemas, sino crear estructuras que los perpetúen.

Algún día entenderemos en qué trabajan exactamente estos asesores de los que quiero hablar hoy en la primera columna del año. Quizás ese día descubramos que, mientras Musk se enfrenta a los dragones de la tecnología, nuestros héroes de despacho dedican su tiempo a decidir el color de las cortinas del próximo acto institucional. Pero, para entonces, España seguirá siendo lo que ya es: un museo de las extravagancias, levantado al aire libre, perfecto para admirar un pasado que ya nadie recuerda y que muchos se empeñan en reescribir, e incapaz de construir un futuro que no esté hecho de excusas, trámites interminables y cargos a dedo que solo sirven para mantener vivo el sistema que nos ata a la mediocridad. A eso, creo, lo llaman aquí gobernar. A lo de Elon Musk lo deben de llamar joder a todos el invento.