Año Viejo. Año Nuevo. Qué viejos nos volvemos todos. Qué poco nuevo subyace bajo el sol. Podríamos hablar de cualquier parte del planeta, casi preferiblemente de esta Europa suicida y ciega, pero lo dejaremos -como siempre- en España, donde el festín de las uvas no sino otro acto más del inmenso teatro del absurdo que nos define, como sociedad y como forma de vida. Levantamos las copas y brindamos por un futuro que no existe, o que nos importa un comino, porque la cuestión es seguir tirando mientras el país sigue hundido en este lodazal de corrupción, de estupidez, de incompetencia y de cinismo al que todos nos adherimos.
Un año más, en 2024 España ha demostrado que no es, ni de lejos, una democracia consolidada, sino un experimento dictatorial de los partidos políticos, esa colección de patanes, analfabetos y elefantes moribundos que, por tónica general, buscan apuntalar sus propios intereses, entremezclando los personales y los partidistas, algo que les importa mucho más que eso tan manido y cursi del bien común, o del servicio público, que decían antes, cuando aún conservaban una pizca de vergüenza ajena. Hogaño, no tienen ni lo uno, ni lo otro, ni les importa lo más mínimo. Democracia... bonito invento: una inutilidad que sirve tan solo con soñar que durante el cuatrienio siguiente podremos desalojar del gobierno al chuloputas que nos desgobierna ahora para dar paso al sosainas gallego ése, tan crepuscular y correcto, que por no tener no tiene ni la menor idea de lo que debería pensar como oposición. Pero sí: en algún momento habrá elecciones. Y en algún momento, el paranoico monclovita acabará con sus huesos no en la cárcel (adonde deberían ir juntitos él y todos sus diversos Consejos de ministros que le han transitado), sino en el oprobio, para mayor vergüenza de sus adláteres, sus partidarios, sus simpatizantes y demás residuos de la escorrentía intestinal presente.
Votar, votamos. Algunos botan, otros se proclaman votontos, o botontos, que ya no recuerdo cuál de las dos inventé primero, pero la gran mayoría se limita a ahorrar algo para pagar a una Hacienda insaciable, máquina extractiva de primer orden aunque, realmente, no tengamos ni la más remota idea de cuál es el destino de los dineros que nos sustraen con atraco a mano armada. Aunque alguno de los rumbos sí los conocemos: van a mejorar las condiciones de vida de los vasquitos, de los catalanes y de los etarras que vuelven a casa ebrios de solemnidad y satisfacción, con el pueblo llano afín a sus monstruosidades, aplaudiéndolos como si se tratase de zalacaínes aventureros y no de meros endriagos de cuando los tiempos cavernícolas. Lo de los catalanes, a fuer de esperpento, no deja de ser esquizofrenia. Condecorados sus delitos con el honor de redactar las leyes que los eximen del talego, son el ejemplo más notorio del derrumbe ético de nuestras instituciones de gobierno. El gachó que le pone los cuernos a la bego cuando no está escribiendo redacciones de escuela para declararse hombre enamorado, lo vende a propios y extraños como una herramienta de reconciliación, pero no como lo que es: el pago para seguir mandando, aunque en puridad no mande nada. Algunos lo llaman pragmatismo político, saco donde cabe absolutamente todos los desvaríos de los mediocres (y hay unos cuantos, comenzando por los ministerios y acabando por los despachos ferrazosos), pero la única palabra que se le ajusta como un guante es traición. Aunque, bien pensado, ¿traicionar qué cosa? Eso de los principios fundamentales del Estado de derecho, moneda de cambio cuando no venta al mejor postor, es algo tan melifluo y blando que tampoco pasa nada si acaban junto al retrete para otros propósitos.
Y si la amnistía es pura corrupción política, la corrupción económica es pura absolución de los mediocres que la practican. No es un hecho aislado, y ya es bastante feo que tengamos un gobierno que huele a podredumbre por todas las costuras como para acostumbrarnos al espectáculo circense que tienen montado. Es algo tan grave como la indolencia e incluso la complacencia con que una gran variedad de medios de comunicación tienden a absolver a los encausados y al truño ese que duerme con la bego (si es que lo hace). Cuando una buena parte de la sociedad es capaz de atrincherarse de ese modo por salvaguardar la integridad de una ideología política proyectada en un caradura sin lecturas y sin cartilla, la cuestión es antes metástasis que resfriado. Pero nos venimos acostumbrando a no saber nada de nada, solo aquello que los vientos portan en sus aires, como los casos marroquíes, los casos venezolanos (con el otro imbécil de por medio: joer con los sociatas, vaya prendas eligen para gobernarnos a todos), los casos complutenses, los casos extremeños, los casos de las aerolíneas, los casos de la puta madre que los parió a todos...
Oiga, me dirán mis caros lectores, sea usted serio: no insulte. Entonces elijo seguirles a ustedes la corriente y tratar de dirimir qué ha pasado con los fondos europeos, ese motor sin parangón que se vendió como eximio transformador de la economía española. ¿Verdad que da la risa? O veamos el panorama económico, esa historia de éxito que algunos venden (los gobiernos siempre venden como propios los éxitos advenidos) y que es más falsa que Judas. El crecimiento del PIB, basado en gasto público descontrolado y en deuda que no deja de crecer, es la máxima demostración de egoísmo que pueda concebirse en una sociedad humana. Y no solo egoísmo político: es el mismo egoísmo que las gentes comparten, a quienes no importa los desastres de un futuro (que no han de ver con sus ojos) ni las ruinas a que someterán a los descendientes si nada de todo esto cambia. Muchos lo defienden, y no solo desde el parlamento.
Y luego está el cambio climático, el chivo expiatorio perfecto. En mi opinión, la inmensa mayoría de la gente, y de los políticos, piensa que es una cuestión que no se resuelve porque no nos da la gana, y no una consecuencia (lógica, desde ese punto de vista) de nuestro desarrollo humano. Culpar a una DANA por los desastres de Valencia, que dejó 231 muertos, es lo mismo que invocar la ira de Dios para castigar al pueblo por sus pecados. Se trata de fenómenos meteorológicos extremos, por supuesto, pero también se trata del resultado de décadas de negligencia. Tanto hablar del cambio climático, tanto hablar del efecto pernicioso de los gases de efecto invernadero, pero en treinta años (si no más) no se ha adoptado una sola medida para evitar construir en zonas inundables o paliar el deterioro de infraestructuras críticas. Las víctimas se quejan, y no con poca razón, pero sin una catástrofe sobrevenida jamás hubieran dejado de participar en la locura del cortoplacismo siempre que en algo los beneficiase. Los políticos priorizaron los votos y las licencias sobre la seguridad de las personas, cierto. Pero las personas votan a los políticos que habilitan esas prioridades y lo hacen sin rechistar. Culpar a un imponderable como el clima es mucho más fácil que asumir la responsabilidad de décadas de mala planificación y falta de previsión. ¿Para qué queremos gobiernos si son incapaces de mirar más allá del horizonte de sus años en activo? Ah, perdone usted, que ese es el trabajo de los técnicos y expertos, de los funcionarios y de las confederaciones hidrográficas. Nada, nada: teorías conspirativas, veleidades del espíritu, panegíricos de ecologistas desorientados...
Y así, y no precisamente callandito, llegamos a 2025: con un país igual de dividido que cuando comenzó el año que ahora concluye; con un gobierno cual asociación de imbéciles unidos; con medio Estado corrupto; con una oposición más perdida que un cascabel en una fábrica de cencerros; con una ciudadanía no sé si agotada o simplemente asqueada de todo. No habrá Año Nuevo mientras la política siga siendo un mercado persa donde los principios son moneda de cambio. No habrá progreso mientras el Gobierno y sus aliados sigan saqueando el Estado para mantener su poder. No habrá esperanza mientras la oposición sea incapaz de decir una sola frase que la legitime como alternativa creíble. España no necesita brindis ni discursos. Necesita una regeneración completa de la clase política y de la propia ciudadanía. Necesita volver a una ética basada en el compromiso, la transparencia, la ética y el interés general. Necesita recuperar los mismos valores que otros envidian y que ninguno ya siente como propios. España necesita una humanidad nueva. Y Europa también. Y los restantes países occidentales. Pero nada de todo ello ocurrirá en 2025. Seguiremos hundiéndonos en este círculo vicioso de corrupción y decadencia y estupidez generalizada. La política es solo manifestación de la podredumbre intelectual de las gentes.
Feliz Año Nuevo. Y seamos honestos: realmente no hay nada que celebrar.